Antes, la naranja

“Lo que en la nieve crece a la larga deviene agua negra. Pozo con hambre. No hay luna que disimule esa boca abierta, esa lengua de escalera hacia adentro”. Dejó escrito en una servilleta Aldo Lisboa antes de comerse su último durazno y usar el alicate como nunca antes. El resto deberé escribirlo yo. Pero antes, la naranja.

A la Madonna

Ya no es un secreto, apenas un misterio para un puñado de incómodos creyentes. Desde hace tres días la Virgen del Agua se corporiza en los espejos de uno de los baños del Shopping. Quien la ha visto dice que no se puede dejar de mirarla, que te entra una sed desconocida y no hay líquido conocido o por conocer que libere de ese gusto amargo que se instala en las bocas. A otros les produce un guiño permanente en un ojo, cuyo antídoto más efectivo es correr al cine y ver tres películas de corrido. Dirán que no es más que una pobre versión del teléfono descompuesto, pero el otro día -el de la tormenta con vibrato- a la muy virgen se le dibujó una sugestiva sonrisa y de golpe comenzó a granizar sólo en el baño. Antes del sefiní místico, alguien logró contar que la insípida madonna se valió de esas minúsculas piedras para dejar escrito un mensaje. Lamentablemente hay que decir que un escéptico del sector Limpieza se apuró a borrarlo. De no creer.

Focus group

Aprovecha el semáforo para pintarse los labios enfocando con pericia su cara en el minúsculo espejo retrovisor. En el micro que se ha detenido a su derecha, la enfermera de los ojos turbios piensa que ese rojo no es el correcto, el bancario quisiera gritarle que su rostro no necesita pintura y el mecánico obsesivo está a punto de hacerle señas de que ese motor suena como una orquesta sin ensayo. El chofer, en cambio, la observa desde su propio espejo y fantasea con un beso que le devuelva su color original. Cuando el semáforo se pone en verde, la cara de la mujer sale a toda velocidad pero sus labios ya están en boca de todos.

Hoyo en uno

Mi primera vez en el golf fue para el olvido. No hay día que no me acuerde con lujo de detalles. Y en caso de que me olvide, Raquel se encarga de hacérmelo recordar de una manera lo suficientemente irritante como para que termine gritándole, diciéndole cosas que ni borracho le diría. Yo no quería ir cuando me sorprendieron con la invitación. En realidad, me obligó mi jefe en un momento en que la relación en la empresa era muy tensa y no daba para hacerse el difícil. Acepté a desgano y allá fui, convencido de que todo consistía en pegarle a la pelotita con algo de puntería mientras se caminaba por esa mullida alfombra verde a la yo le hubiera puesto una pileta en el medio. No estaba nada mal un poco de relax, de aire puro, lejos de computadoras, ascensores, números, papeles y más papeles. El día acompañaba con un sol espléndido. Nada puede salir mal, me repetía a la par que cerraba el celular para desconectarme por completo del mundo exterior. Cuando llegó mi turno pasó lo que no tenía que pasar. La verdad, no quiero ni acordarme. Si me acuerdo siento que caigo en un hoyo del tamaño de mi vergüenza.

Realismo melancólico

Una madre colgando la ropa es una de las contadas bellas artes, un capítulo traspapelado del realismo melancólico. Verla así, los brazos en alto como si dios o uno de los suyos la hubiera tomado por asalto, duele casi tanto como ponerse una camisa que ya no tiene su olor. La lluvia admite a destiempo que le pulió las manos para llevarse al nido su abrazo. A cambio, entre sol y sol ella saluda desde un patio lejano, tristemente ajeno.

Las cinco verdades del sushi

Justo que iba a revelarme las cinco verdades del sushi suena el teléfono. Mi suegra para invitarme a su sábado de pastas. Con ella no hay excusas que valgan. Con tal de que no faltes a su mesa es capaz de mandarte un taxi a tu casa. Una vez agotado el intercambio de digresiones climáticas y familiares, vuelvo a la cocina donde Takido, mi amigo japonés, improvisa una cena con restos indefinidos hallados en mi heladera sin freezer. Lo que resulta es un regalo visual, una suerte de origamis comestibles que merecerían su cuarto de hora en una galería de arte. Sin darle las gracias por su gesto estético-culinario, le recuerdo lo del sushi inconcluso. Takido ni se inmuta. Mientras juega con su servilleta me contesta con una mirada tajeada que tanto dice “vamos a comer” como “he aquí mi obra”.

El azul, el amarillo, la milarbona

La milarbona es una planta que sólo crecía en el jardín de mi abuelo. Por más que se buscara replantar un gajo o intentarlo con sus semillas, no había caso. Sólo se reproducía allí. Su flor era de un azul intenso, con un centro amarillo al que no se podía dejar de mirar con cierta fascinación. Hablo en pasado porque el mismo día que murió el abuelo la milarbona se inclinó derrotada y en cuestión de minutos se marchitó definitivamente. Por la noche, el viento puso las cosas en su lugar: esparció el azul y el amarillo por los jardines de cada hijo y lo que hasta entonces no era, fue.

Coreografía inmóvil

Algo no encaja. Los dos están sentados. Uno al lado del otro. Sobre el pasto, mirando hacia la ruta. Los autos allá, trazos de un óleo casi líquido. Uno, cincuentón, pelado, ropa de trabajo. El otro, caniche toy, blanco ala, collar sin nombre. Ambos están quietos, aparentemente relajados. Así una hora, dos, tres. De pronto, un zumbido. Imperceptible. El hombre sale disparado. Algo no encaja.

El examen

El cadáver les costó quinientos pesos. Pagó ella. Cash. Todavía estaba intacto, con algo de color incluso. No tuvieron que dar demasiadas explicaciones; lo de siempre para cuidar las formas: estudiantes de medicina ante la inminencia de un examen. Por cierto, al tipo de la morgue no le importa un carajo lo que hagan con sus muertos; está acostumbrado a responder, no a hacer las preguntas. Esa noche ella y él comen como reyes. Y por sólo quinientos pesos.

Sola

El hamster que le regalaron le duró exactamente 48 horas. No crean que le asombró demasiado encontrarlo muerto, con los ojos abiertos en una expresión de espanto o algo muy parecido. Lo mismo le pasó hace un tiempo a una dálmata que le trajo de Salta su tío Arturo y a la tortuga que le dejó esa vecina que de un día para otro decidió mudarse lo más lejos posible de allí. Tampoco es de extrañar que ahora su novio apele a una buena excusa para no verla más. Un viaje de trabajo a Costa de Marfil es lo primero que se le ocurre para acelerar su partida. A Eugenio, el anterior, lo perdió con apenas 23 años, y si mal no recuerda, Agustín tendría unos 27 cuando sufrió esa inesperada y fulminante puntada en el corazón. Mientras piensa en esto, las flores que le dejó Octavio antes de huir se le marchitan en las manos. A sus espaldas, la rueda del hamster sigue girando. Sola.

Por el fin

Lo más fácil es enamorarse de una actriz de cine mudo. Con ella es posible soñar la relación perfecta. Nada del histérico ping pong del sí y el no. El ajedrez de las omisiones. Ella puede ser el río de siete colores, el puente del abrazo sostenido por un perfume. Su corazón es dos veces ficción, la cifra perfecta para el espectador que ya las vio todas. Detrás del telón, el amor desaprende a las señas el guión. Empieza por el fin.

Es la hora

Nadie la saca una sonrisa, una mueca. Mucho menos una palabra. Está sentada en la escalera de la escuela con un globo negro atado en su dedo índice. Durante quince minutos pasan a su lado niños, niñas, maestros, celadores, padres, y ella distante como la estatua de Belgrano. Cuando ya no queda nadie y el día ha caído para todos, su mirada barre de izquierda a derecha, entonces, convencida de que está realmente sola, se ríe de una forma tal que se encienden las luces de la calle. Es la hora. El globo la toma de la mano y se la lleva allá donde nadie pregunta. Lloverá.

Dos niñas gitanas

Quiere que le hable de las niñas muertas en la playa. Que le cuente quiénes fueron. Si jugaban en la arena o habían perdido el barco. Si no hubiera sido mejor que las tragara el mar al caer la tarde. Pide que le diga si eran felices, si conocieron algo del amor, el primer abc. Insiste que le explique por qué hay flores que se cortan a destiempo. Por qué el agua que las acaricia no cambia de color en las manos del asesino. Dejo pasar un ángel (y otro y otro y otro y otro…).

Voto de silencio

“Yo podría ser la esposa de un mafioso”, se jacta en la peluquería para garantizarle a ese puñado de arpías que pueden contar con su voto de silencio. “Una tumba soy”, remarca por si quedaran dudas. Las otras, miembros estables del deslenguado confesionario, se miran con disimulo y esbozan sonrisas incómodas. El código de miradas confirma que ninguna está dispuesta a sugerir siquiera lo de su marido con la adolescente de la heladería o el escándalo que armó el otro día en el hotel de la vuelta. En cambio se permiten comentar el desliz de Esther, la rubia platinada que acaba de irse y cuya silla aún conserva el calor de su pesado cuerpo. “¿Qué, no sabías que está saliendo con un rugbier de 18? Parece que el pibe tiene tatuado el nombre de la madre en el hombro”, se pavonean en busca del efecto sorpresa. Mientras escucha, su cara se va transformando como el peinado de Sofía. “¿Mi hijo con esa puta?”, piensa allá dentro de su cabeza con anti frizz. Como puede, disimula su turbación y evita el menor comentario. Perfectamente podría ser la esposa de un mafioso.

Herida

Sus amigos le dicen que está loco, que parece un personaje del Queneau más lisérgico porque anda todo el día silbando canciones de Spinetta. No van a comparar, advierten ellos, silbar Pájaro campana que Jugo de lúcuma o Alarma entre los ángeles. No se sabe cómo, pero el quía puede silbarte cosas como “Ella reía con su fina ropa blanca/ despojándose al sol/ como un fantasma que deshollina todo mi cuerpo/ o “El vino entibia sueños al jadear/ desde su boca de verdeado dulzor/ o “… Los coatíes del monte oirán también la voz/ creando girasoles ocultos el sol se agitará/”. Y lo hace sin una emoción aparente. Cuando ejecuta su arte se muestra inconmovible como un emo o un psicocisne, pero por dentro la belleza le chupa la sangre. ¿Será la herida de París?

Me suena

Un trapecista haciendo equilibrio en un hilo dental. Esa fue la imagen más exacta que se le ocurrió para justificar por qué en un descuido de los que estábamos en el cumpleaños huyó hacia la terraza del edificio y una vez en la cornisa miró la calle con más hambre que sed, buscando una mano abierta que lo invitara a una contrafiesta. A una cena con su corazón jibarizado como único menú. En el preciso momento en que su cuerpo se abandonaba a la inercia y de su lengua muerta colgaba una última palabra, justo ahí sonó el teléfono. ¿Ella?

Yu

¿Sabías que estoy en YouTube?, me pregunta demorando en su boca la bombilla del mate. Sin esperar que le responda, sigue: Sí, se me ocurrió grabarme leyendo un texto mío donde hablo de la inexistencia del amor y de la absurda mitificación del romanticismo en todas sus formas. Por si no lo viste, te cuento: estoy sola en el baño, hablándole al espejo. No usé música; directamente dejé abierta el agua de la ducha. Le da como más textura sonora al discurso y a la vez subraya cada palabra. La cosa termina cuando el vapor ha empañado todo y apenas se vislumbra mi espalda. ¿No está bueno? Antes de que pueda contestarle me escanea los ojos en busca de una respuesta que nunca llega. Le diría que la amo secretamente desde ese día que ella y yo preferimos guardar bajo siete llaves. Pero negocio mi silencio y voy hacia la bombilla como al puerto de su boca. Siempre seré uno más en su facebook. Un póster detrás de la puerta.

La pluma

Al único pájaro varado en el cable de alta tensión lo derriba una piedra. Desde abajo su caída se percibe como una rara parábola que desorientaría al fotógrafo más experimentado. Cuando finalmente toca el piso, del pequeño cuerpo se desprende una pluma. Quisiera pensar que escribo con ella, que no soy yo el de la piedra. A ese niño creí haberlo dejado atrás hace demasiados años.

De su diario

“En algún momento situado entre el derrumbe y el aire que sostiene, todos creemos que el amor o un libro o una botella será el hilo para salir del laberinto. Todos sabemos que ninguna puerta es la salida. Hasta al mejor mago se le vuelan los conejos negros”.

La diez

El plato es cuadrado, con dos flores pintadas y una hiedra estrangulándolas. En el plato no hay carne ni fideos ni una manzana cortada en dos. En el plato flota en aceite un anillo de perlas. Mi padre lo observa un tanto desorientado. Mi madre, más atenta, le explica que se trata de una instalación. El intenta contenerse, masculla un insulto que nadie escucha y se aleja pensando que hizo lo correcto, no contarle jamás a sus compañeros del Ferrocarril que su hijo es un artista conceptual. Su derrocado sueño también sublimaba lo artístico: verlo hacer poesía con la diez.

Sin nexus

Henry Miller trabajó en Western Union. ¿Lo sabrá esta cajera que me cuenta los dólares mientras yo me pierdo en su profundo escote? A ella también le habría resultado muy difícil no caer en las garras de aquel vampiro diurno. De haberla tenido en sus brazos se hubiera visto tentado en escribirle, en llenarle de tinta esos pechos demasiado blancos. ¿Y si intentara hacerlo yo? Como si me leyera el pensamiento, ella borra de su rostro todo gesto de simpatía, recuenta el dinero y dando por terminada una fiesta que aún no empezó me despide con un “gracias” que en su boca suena al equivalente de “nunca vuelvas a llamarme”. Cabizbajo me voy contando los billetes a la misma velocidad con que me hubiera puesto los pantalones antes de huir de su habitación.

Punto final

Donde hasta hace unos pocos años estaba la canchita del barrio hoy se levanta un cementerio privado que apenas cruzar el umbral ostenta un lago pequeño, adornado con un puñado de patos incómodos. En el exacto lugar que ocupaba uno de los arcos hoy se ubica la modesta tumba de un escritor inédito. Dato fácilmente comprobable ya que sus gardenias se dejan ver en una tipografía que bien podría ser una courier, tal vez una garamond.

En el eco de

El nido vacío de la mamá de Nietzsche es un agujero negro donde caben todos los suicidas con sus correspondientes instrumentos del abandono. Para llenarlo, Franziska escribe a diario cartas a sí misma que él se empeña en contestar con una risa como de puntos suspensivos.

Cada quien, cada cual

Si tuviera el valor suficiente, elegiría a esa maniquí de la blusa lila y la desnudaría allí mismo para amarla furiosamente contra la vidriera. Siente que entre ambos acaba de nacer una conexión que nadie podría entender. Especialmente los que van y vienen por la vereda sin reparar en su belleza. Ahora la toma cuidadosamente entre sus brazos y la lleva hasta la caja. Después de decirle algo al oído, la deja parada a un costado para sacar su tarjeta de crédito; no se ha percatado de que detrás ya tiene a dos guardias de seguridad dispuestos a sacarlo a empujones a la calle. La cajera no entiende nada. Mucho menos esa expresión de tristeza que va ganando el rostro del maniquí.

Cuatro ojos

No hay día que no se pare frente a la misma ventana de ese segundo piso (la que tiene un vidrio roto apenas sostenido con cinta adhesiva). De nada sirvió la piedra del aviso arrojada aquella noche de lluvia e impotencia. Sigue esperando que de una vez por todas se abra. Una señal le bastaría para irse de allí con algo parecido a una palabra, una posibilidad que atenúe su pena en ascenso. Sigiloso como siempre, el voyeur del tercero confía en un descenlace que lo involucre. Ruidos de colchón, gemidos, botellas que se abren, fósforos que se encienden en medio de la noche para iluminar a todos los lobos sueltos en la habitación. Pero la luz sigue apagada y ya son las tres. Resignado, mete las manos en los bolsillos, tantea el arma, y parte sin rumbo fijo. Detrás de la ventana del segundo, cuatro ojos ven más que dos.

Los dos lados

Lejana, apenas audible, la música llega como un aroma más hasta su mesa. Le suena conocida pero no está del todo seguro de quién se trata. Intenta concentrarse en lo que le está contando su mujer, sin embargo ya está muy lejos de allí, revisando de memoria sus discos. De pronto, se acuerda. “¡Hayden!”, grita al mismo tiempo que vuelca el vaso de vino sobre el vestido que ella está estrenando. Sin decir palabra, la mujer se levanta, camina hacia el mozo y le susurra algo al oído. El hombre asiente con la cabeza, va hacia la cocina, busca algo que esconde con disimulo y vuelve con paso firme a la mesa de la pareja. Clavándole la mirada a él, le lanza furioso: “¡Usted no puede confundir Hayden con Liszt!”, y con el cuchillo más contundente que encontró le parte el cráneo en dos. Ahora su cabeza tiene un lado A y un lado B como sus primeros discos de Mozart.

En sus marcas

Cuento osos. Por las noches y por si acaso. Las ovejas huelen mal y además son tan previsibles como los cíclopes. Cuento osos y por contar osos amanezco todo rasguñado. Ella no me cree. Por eso en pleno día sueña con vampiros. Y vuela.

Aranda

Iba a hablar de Aranda, el jardinero. Decir, por ejemplo, que su pala tenía un filo sospechoso, que solía llevar un rollo de alambre que no utilizaba para nada, que sus guantes eran de gamuza y su mirada esquiva, desconfiada. Con él, el trato no superaba el mero cruce de un “buen día” y un “hasta luego”. Iba a hablar de Aranda y termino hablando de su amante, enterrada junto al jazmín, perfumada para siempre.

El pozo

"Disculpe las molestias", avisa el cartel. Demasiado tarde. La mujer cae en el pozo. Del otro lado, la reciben sin asombro un búfalo y un matemático. Asustada, pregunta "¿dónde estoy?". El hombre le dice “tranquila, estás en casa”. Para corroborarlo, el búfalo le convida un vaso de leche bien caliente. Aliviada, la mujer va a la habitación vacía, se desviste y se mete en la cama. A su lado, uno de los albañiles le recita a Auden hasta que la gana el sueño y el pozo se cierra lentamente con ella adentro.

Altavoz

La ficción aquí y ahora, 159 años después del hálito final de Poe, se define por correrse del punto. Por desgenerar lo generado. Minar el páramo y habitar sus esquirlas. Por tomar por asalto los escritorios abarrotados de libros sin alma. Tirar a la basura lo que no late, lo que se disuelve al mero contacto con la luz. Se impone desandar la ceniza para volver al fuego. Arder hasta el contagio. El reto es que los conejos saquen magos de la galera. No al revés.

Y un grito

La casa está al costado de la ruta. La ruta, perdida entre las montañas en su parte más baja, a pocos kilómetros de la ciudad. De la casa sale una música de piano. El inconfundible sonido de un Steinway. A medida que se acerca a la casa, la melodía gana en claridad. De repente, el silencio absoluto y un grito desgarrador. Una mujer sale corriendo con un hacha en su mano. Al huir va liberando una fina lluvia roja que empalaga a las hormigas. Bajo un aguaribay entierra con esfuerzo la mano del pianista. Este, con sus últimos latidos y el manojo de dedos que le cuelgan, recupera la arquitectura elemental de la música suspendida. Alguien que no es la mujer, observa y escucha desde la ventana. El pianista finalmente se desangra sobre las teclas. La mujer, otro tanto, en el pentagrama de un auto desbocado. Testigos protegidos, el piano y el árbol armonizan una coda que suena como dos aviones cayendo a un río. Alguien prende fuego a la casa. Y lo cuenta con otras manos.

Mal trago

Mezclo palabras, especias o abalorios de mi lengua más negra. El resultado es un ominoso cóctel que nadie estaría dispuesto a beber en esta noche donde hasta Alicia baila en el caño para verse brillar. Sospecho que tanta sed sin copa de cristal es otra forma de callar. Soy un teléfono roto, una pantalla apagada. La mano del ahogado aferrada al cuello equivocado. Por eso hablo solo antes de apagar la luz de toda la calle. Ustedes se lo pierden, me digo, y antes de acusar a la almohada brindo conmigo frente a un espejo donde estamos todos.

Rinocerontes no

Después que dormiste dos días seguidos en el pasillo de un hospital cualquier cama es la de un rey. Lo pienso ahora que estoy en un hotelucho de la Avenida de Mayo y dos cucarachas caminan por arriba del televisor. Apuesto a que vienen de un documental de la Nacional Geographic. Para corroborarlo enciendo la tele y no, hay uno de rinocerontes. Una vez que me entero de que pesan entre 2.300 y 3.500 kilos, que viven en promedio unos 50 años y que son solitarios salvo en períodos en que buscan aparearse, apago. Recién entonces enciendo el primer cigarrillo de la noche y me quedo mirando atentamente a las cucarachas, su lenta procesión sin fanfarrias. Ellas son más reales y sobre todo me recuerdan a Kafka.

Lo de adentro

Hay gente que colecciona cactus, muñecas antiguas, monedas o púas de guitarra. Mi debilidad son las tapas de los libros. Ni siquiera los libros. He llegado a comprar ejemplares antiquísimos y tirar su interior. Mi biblioteca está compuesta sólo de tapas. Algunos amigos creen que se trata de una estrategia para no prestarles libros. Están seguros de que tengo una biblioteca paralela donde oculto el interior de esa extraña cáscara que acaban de ver sobre los estantes. Si supieran que he llegado a encender el fuego para el asado con páginas de Joyce, o limpiar los vidrios del auto con La soledad del manager, podrían pensar que estoy más loco que Artaud. Incluso recuerdo haber equilibrado una mesa con un viejo García Márquez, creo que era El otoño del patriarca. Mi teoría, discutible por cierto, es que la literatura no está en el interior. Está, en todo caso, en esa tapa que a simple vista nos produce una súbita emoción, una inmediata pulsión por pasar por caja y llevárnoslo. Por eso no me importa que ella rompa cada uno de mis poemas; lo único que suelo pedirle es que después limpie. Si algo tengo claro es que el libro que yo escriba solamente tendrá tapas. Lo adentro, advierto, ya no será mi problema. Como tantas veces, la imaginación será tarea del lector.

Como el ojo de Max

Antes de dormirse, su hija de ocho años le lee Las aventuras de Max y su ojo submarino. Fabián es ciego, por lo que este libro le produce un interés extra, casi morboso. El también quisiera sacarse un ojo como lo hace Max y dejarlo que ruede por ahí. Que después venga y le cuente lo que él no ha visto en tantos años de oscuridad. Describirle acaso la belleza de su mujer al bañarse, el sol poniéndose en la montaña, su niña dibujando una jirafa más alta que el ego de una modelo. Ella sabe que el ojo de Max no es real, que es tan falso como un porro de chocolate, pero estaría dispuesta a vaciar su alcancía para comprarle uno parecido a su padre. Sueña que él vea cómo escribe que lo ama en todos los colores de este mundo.

Vellesa

En el idioma de Martina la belleza es vellesa. Horrorizada, su profe de Lengua la corrige en rojo furioso. Le puede aceptar rey con i latina, pero que se meta con la belleza jamás. Así escrita, esa palabra le abre una ancha puerta al castigo, a escenas de pugilato en medio del curso. Pero su intransigencia estética tiene fecha de vencimiento. "Tal vez Martina la escribe así porque para ella la vellesa es así", piensa la profe y enmudece como una triste hache.

Negativo de mí

Aunque me digan que estoy loco, la muerte, la sangre, las heridas, no son iguales en todos lados. Algo creo saber del tema. Llevo veinte años llegando con mi cámara en ese justo instante en que los cuerpos aún supuran sus malogrados 21 gramos. Lo hice en Chile, en Bolivia y ahora en el DF mexicano. Todas esas caras que no se verán publicadas anidan en mi cabeza simulando una exposición a la que sólo yo tengo acceso. No es nada fácil. Yo no duermo y mi mujer tampoco. Grito por las noches, repito sus nombres, les hago respiración boca a boca, les tomo el pulso. Hasta rezo por ellos. De día soy otro. De día, los cazo con mi lente como un sicario que cuida cada detalle; no me importa si tengo que acomodarles un brazo o una pierna para que luzcan mejor en la foto. Ellos son mi alimento. Con ellos pago la cuota del colegio de mis hijos y el geriátrico de mi padre. Antes que lo pregunten, lo digo: no siento culpa ni pena. Para eso están mis pesadillas. En ellas pongo las cosas en su lugar. Allí a los únicos que no toco es a mis muertos. Allí mi corazón es un cuadro mal colgado y sólo ellos, si quieren, pueden ponerlo en su justo lugar.

Ni imagen ni semejanza

Al unicornio de humo lo hicimos con las manos. Una vez que el abuelo empezó a hacer anillos con su habano, los tres tomamos por asalto esas densas nubes de juguete y armamos al unicornio según la imagen que nos hicimos de él a través de los cuentos de la abuela. El resultado fue un extraño trozo de humo que ningún bestiario en sus cabales hubiera admitido. Era el animal más humano del mundo. Se parecía a un pez con la cara de mi madre pero nada que ver.

Una promesa es una promesa

Pelo cortado al rape, bolsito Adidas desbordante, cara recién afeitada. Va sentado delante de mí. Lleva la mirada perdida en las calles, se lo nota concentrado y un poco tenso. Su piel es morena, la espalda más bien ancha y el rostro relleno, con cicatrices que parecen recortes de un electro. En el cuello le asoma un tatuaje medio casero con un corazón atravesado por una serpiente que forma la palabra Lorena. Le suena el celular y la cara se le llena de una alegría súbita. Yo supongo que es ella. Presto atención. “Sí, voy a pelear y voy a ganar”, dice con un entusiasmo que lo hace gesticular como si tuviera un rival enfrente. “Ahora estoy yendo a la Terminal. Esperame ahí, mamita”, le pide. Lo último que hago es mirarle las manos. Son más gruesas que un libro de Umberto Eco e inspiran un respeto instantáneo. Debo decir que ignoro si ganó como tampoco sé si Lorena era novia, mujer o amante. Lo único que tengo claro, porque se lo escuché antes de bajar, fue su promesa de un romanticismo un tanto sublimado: “Si gano, mami, te parto al medio”.

El enigma de Puerto Soledad

Años pasaron. Días como gaviotas encadenadas a su propia sombra. Y nadie en su sano juicio pudo explicar por qué en este pueblo las mujeres morían tan jóvenes y tan tristes. El hombre del árbol solía decir que no existía una única causa para tales efectos no deseados. Había eso sí hombres solos con la lengua deshabitada pero ellos tampoco tenían la respuesta.

El índice

Qué iba a saber que lo estaban matando. Siempre escuchaba la música al máximo. Ese día también. Es más, me acuerdo que era un disco muy viejo de King Crimson, probablemente Lizard. Por lo que pasó, digo las catorce puñaladas, el libro de Boris Vian esparcido por todo el cuerpo, la inscripción en francés sobre un cuadro de un pintor ignoto, no fue el modus operandi de un asesino convencional. Tampoco se trató de un robo, ni siquiera le llevaron el reloj, uno de esos caros que se ven en la publicidad de Visa. Lo que más extrañó, sin embargo, fue su índice señalando hacia la pared. Allí tal vez se encuentre la clave. Lo que ahora tienen que determinar los investigadores es si lo señalado es un número en la guía telefónica, la antigua foto familiar en blanco y negro o ese cigarrillo a medio fumar con los labios marcados. Unos labios que debo admitir conozco muy bien.

Cedazo

Solitario, pero sin cartas. Jugado, perdido, descartado, leo la noche en este techo que se orina de humedad. El eco de lo que callo grita que no hay piedad en la belleza cuando irrumpe así, con sus huesos desnudos en la penumbra. Estamos igual de confundidos. Debajo de las sábanas, sonamos como esa guitarra rota que nos desafina. Ya no suma ni resta quién busca o quién pierde la cadena o el abrazo. Descreo del sexto sentido, las ciencias exactas y del mes más cruel. Ahora que el polvo ha guardado sus instrumentos es el silencio el que grita llevate tu cuerpo, dejame a solas con el mío. Vaciame.

Hotel Scarlett

Mil veces le escuché decir que nunca llevaría un diario. Le parecía una concesión al estereotipo del escritor, un exceso de la intimidad. De animarse, de saltar su prejuicio podría escribir lo que apunta ahora en el café en un papel cualquiera y que luego tira no sin algo de culpa. La mujer de la mesa de al lado lo intuye y recoge disimuladamente el papel. Lee: “La soñé como un hotel. Me hospedé en ella, comí con ella, me bañé en ella. Cogí con ella. Tenía para un día y me quedé cinco. No salí ni diez minutos para estar siempre dentro de ella. Vacié mi valija para poder llenarla toda de ella. Su perfume aún me acompaña. Está en mi ropa, en mis libros. En lo queda de ella”. La mujer que lee tiembla como una hoja. Piensa que esa gota de sangre en el papel no tiene nada de romántico.

Eugenias

Las dos salen apuradas, cargando pesadas bolsas de Ricky Sarkany. Van vestidas en el límite del mal gusto. Dos Eugenias Grandet, se diría. Una le dice a la otra: "Apurate, con suerte alcanzamos el micro". Y corren. El que escribe sube a un taxi que huele a desodorante de ambiente. Mientras se acomoda, piensa que nunca les compraría unos zapatos de esa marca. Sí las llevaría a bailar un lunes o mejor aún: a caminar descalzas por el Parque.

El tren de Evita

Lo único que logró salvar del incendio que se llevó su casa y con ella la colección de discos de Gardel, los libros de Cortázar y la camiseta de Marzolini, es un trencito de lata que años ha recibió de manos de Evita. Sentado en la vereda de enfrente, no ve cómo las llamas comen todo a su paso; prefiere mirar la película de su vida pasándole por delante a la velocidad de una vaca sagrada. De pronto se arrodilla y empieza a jugar como alguna vez lo hiciera en aquel patio de tierra que daba a las vías. Los vecinos se le acercan, quieren hablarle, tratan de ayudarlo, de ofrecerle un café, un techo para pasar la noche. El no los registra, sigue en el cordón de la calle arrastrando el tren de la santa. Tanto va y viene que se pierde en su propio humo. Cuando éste se disipa, una mujer se le acerca para darle un vaso de agua, pero con estupor comprueba que allí sólo queda una espesa ceniza verde. El tren, en cambio, acaba de descarrilar en la estación de su infancia.

Hasta que

La siesta. Sirenas de ambulancia y reggaeton y disparos en la tele y la calle. Vendedores ambulantes en el timbre. El timbre en toda la casa y los niños escondidos entre los libros y debajo de las camas. Arriba, aviones militares en el laberinto de sus acrobacias. Abajo, las mujeres de los pilotos rezando en voz alta. Un golpe en la puerta, el vaso que cae, la beba que llora, el estómago que aulla, el mueble que se astilla. La siesta. Repentino dolor en el pecho. Se toca como si con ese mecánico gesto pudiera calmar la zozobra interior. Una araña le camina el brazo. Respira profundo, cierra los ojos y se le representa una pared y el agujero que deja un clavo donde quizás colgó un cuadro o un espejo o el banderín de Boca. Hasta que logre determinar qué simboliza esa imagen o si existe alguna relación con la puntada en la periferia del corazón, deja la respuesta (o el final) en suspenso. Y la siesta.

Doce fotogramas por segundo

Cae en medio del escenario como una libelula talada, en exactos doce fotogramas por segundo. El público apenas vislumbra a esa oruga que se cierra en sí misma como el puño de un campeón. Un minuto después la verán derramada en ese improvisado ring de oropeles. Su caída no cesará detrás del telón. Y la orquesta, incómoda en su repentino Titanic, debe seguir tocando para que la noche no llegue al río. Acorazado en su atril de fe, el director confía que ella volverá a tomar vuelo, que la libelula malquerida resucitará en ese jardín hostil donde no llega el sol ni la campana salvadora del aplauso.

Piensa el que mira

Hacia la montaña el cielo se avizora más oscuro y por la tormenta que lo va ganando en su hambre parece un enloquecido electroencefalograma, con afiebrados rayos que dibujan un paisaje abstracto en el horizonte. Las ventanas, piensa el que mira, sirven para dar fe de cómo la naturaleza también lanza pedidos de auxilio en clave. Si tuviera algún talento para el dibujo intentaría captar esta maravilla que se esfuma; la atraparía para decorar mi mejor pesadilla. Lo escribo sabiendo que me quedo a mitad de camino. Esta foto verbal no le hará debida justicia. Mi mano izquierda es una antena de lana, una cámara con lente de palo, nunca el garfio de la belleza o la sabiduría. Ese último rayo, en cambio, lo guardo para ella en mi oído. "Escuchalo en tu almohada de nieve", le susurro antes de cerrarle la ventana y la boca. En ese orden.

Días como éste

Veracruz no lleva un diario y ahora se dice que tal vez llegó el momento de empezarlo. Su idea no es registrar las intrascendencias cotidianas o detalles de una vida nada memorable. Lo necesita para convencerse de que debe tener algún sentido pasar por este mundo y llenar unas cuantas hojas en blanco. Le gustaría que tuviera el tono de Kawabata en Kyoto, algo así como “¿No te ocurre a veces que te sientes feliz simplemente sin pensar en nada?”. “Por supuesto. En días como éste, con las flores”.

Una foto de Elisa

También las cosas hablan por nosotros. Una mesa de luz, el reloj, las llaves. La foto de Elisa en su habitación, por caso. El Cristo en el portarretrato, sus vírgenes de yeso, una crema para la piel, los cigarrillos, esos libros. El rosario. Sobre su cama, revueltos, diarios y cuadernos y más diarios. Todo lo que la rodea es ella, aun si ella no estuviera en la foto. Su presencia sustenta el resto, esa sábana arrugada, aquel zapato, el agua en el vaso. El espejo de su cara.

Materia prima

Escribir un cuento es ponerse una media. Es decir, el mecanismo funciona así. La media puede ser propia o ajena. Ella es el tema, la punta del ovillo hurtado a un gato suicida. A partir de esa modesta prenda la trama desanda el camino entre la media perdida y la media encontrada. Esta puede pertenecer al hombre que huyó apurado de la casa de su amante o haber caído de la cesta con ropa sucia que esa -u otra- mujer lleva con desgano a un laverap. El hombre sería un funcionario de la aduana o un sociólogo desocupado. La mujer, empleada de una óptica, una farmacia, o top model retirada. Entre ellos hay una ligazón que es parte de la trama tanto como lo es esa media que ni ella ni él reconocen pero que tarde o temprano habrán de ponerse para que la historia cierre aquí. O dentro de un zapato olvidado bajo la cama.

Medicina natural

Una pareja se para frente a la pared y mira la hoja de marihuana pintada. La obra en stencil lleva como título “Medicina natural”. La pared y ellos están en una vereda por donde habitualmente pasa mucha gente, por eso no extraña que al cabo de unos minutos ya sean unas diez o doce personas las que miran y comentan. De la nada aparece un policía (parece de los nuevos) y antes de que alcance a preguntar o hacer algún comentario, todos se han hecho humo. Sólo queda un pibe que tose. No tendrá más de 16 y lleva puesta una remera de Las Pelotas. Ningún rictus delataría que le preocupa tener al lado al de uniforme. El policía clava la vista en la pared, carraspea, y sin mirar al chico le pregunta, ¿tenés fuego?

Las campanas también

Cementerio inglés. Un matrimonio de turistas, hoja de ruta en mano, camina lento por una calle angosta. Comparten el paraguas porque llueve fino. El se agacha en una tumba cualquiera para sacar una rosa y cae pesadamente. Un paro cardíaco, fulminante, lo deja con los ojos abiertos mirando fijo cómo cae la lluvia. Ella grita, nadie parece escucharla a pesar de que se divisan sombras en unas bóvedas cercanas. Aparece un perro. No es cualquiera, es el que tuvo de niña. Agitada, lo sigue hasta una lápida que verá por primera y única vez. Allí lee su nombre y ahora es ella quien cae. La lluvia se detiene en ese preciso instante. Su mano aferra la rosa usurpada. El perro, sin luna ni cadena, ladra tres veces. Las campanas también, también, también.

La pecera

Despierta cerca de las 10 y apenas pisa el suelo, siente el agua. Aún adormilado, no se convence de que sea cierto. Bastan unos segundos para confirmarlo. Viene del living; de eso está seguro. El baño y la cocina están en la otra punta, lejos. Al acercarse ve al primer pez boqueando en un ángulo de la alfombra. La imagen es bellísima, tanto que quisiera ser fotógrafo para eternizarla. El segundo está muerto, cerca del televisor, como si hubiera caído de un dibujo animado. Al fondo, centro de toda la atención, la pecera rota. Imposible que se rompiera sola, especula, los vidrios son gruesos y resistentes. Ni una piedra ni un disparo podrían haberlo hecho. Las ventanas no muestran rastros de haber sido violentadas. La puerta está cerrada y la alarma nunca se activó. Nadie más que él tiene las llaves. La única copia alguna vez estuvo en manos de su ex pero ella jura que se las devolvió a su secretaria. ¿Por qué entonces la nota tan nerviosa cuando le dice “te lo juro”?

Como quien se levanta a sacar algo de la heladera

Su radio ve. La ve regar las plantas, enderezar un cuadro, abrir una caja. El hombre envasado le habla mientras la mujer no escribe. Y después, pájaro bobo, le canta un fado, le atrasa el reloj, le lee diez poemas chinos. Ella escucha y como quien se levanta a sacar algo de la heladera, deja flotando un silencio que se apura a llenar con el ruido de las teclas. La radio la oye respirar. Y calla. La música se va de a poco, dejando sus ropas en el camino. Primero él, después su voz, llegan hasta ella. La noche ahora toma la palabra, sirve otra copa para dos. La radio, cuervo por liebre, se ha ido de las manos. A estas horas hamaca en el aire a otro corazón que supura soledad, mentiras apenas dichas al oído.

Digresión

Balzac nunca lo hubiera imaginado. No digo morirse a los seis meses de casado, sino que un delivery lleve impunemente su nombre. Tampoco que La comedia humana no se lea con frenesí en micros, taxis y guardias de hospital. Hoy, al pobre Honoré se lo lee tan poco como a los poetas de provincia y a los ensayos sobre el adn de las luciérnagas. Balzac, en todo caso, es un buen nombre para una banda electrónica o una librería o una delicatessen para sibaritas ilustrados. Mal que les pese a políticos y cantantes de narcocorridos, Balzac es perenne como una estatua en el desierto de Atacama o el anillo de un cadáver. Balzac es ese amigo que se fue lejos pero te escribe y en cualquier momento, como Victor Hugo, vuelve para despedirse.

El sombrero de mi padre

La cara de mi madre llega antes que mi madre. No necesito un astrolabio para verla cruzar la calle. Me alcanza una ventana, los ojos bien despiertos, las ganas. Trae bolsas del supermercado en cada mano, su campera azul, el pelo sin canas, una billetera marrón, quince pesos, hambre de ayer. Mi madre siempre piensa –y lo dice– que algo malo le va a pasar. Igual sale a la calle, desafiando al horóscopo, las runas, los consejos de sus hermanas, los taxistas suicidas y esos pianos que no dejan de llover por las veredas y que ella sabiamente esquiva. Mi madre, ochenta años como ochenta mundos u ochenta satélites de amor, llega hasta mi casa y sabe que el niño que ahora la recibe también soy yo. Tengo el pelo más corto, menos vocabulario y aún demasiados libros por leer en mi mesa de luz. Cuando atraviesa la puerta y de casualidad se ve reflejada en un vidrio, saluda con su mejor sonrisa. Esa es su lección. Y yo sigo su ejemplo, cada vez que paso frente a un espejo me saco el sombrero de mi padre.

De tapas

La escena transcurre en el Museo del Jamón, Madrid. El hombre, 50 años, barba candado, arito, termina de pagar. Ella, no más de 40, rubia, mechón rojo, aros tipo perla, tropieza y le tira la cerveza encima. Cuando está por lanzar un insulto, la reconoce: es la misma mujer de la tapa del libro que acaba de comprar en el Corte Inglés. Para disculparse, ella lo invita a tomar algo, luego a otra copa por haberla reconocido y a la tercera ya están en su casa (su cama). Años después la recordará, no así su cara en la tapa. El libro, como tantas otras cosas de lo imprevisto, quedó olvidado en la mesa de luz. Hablaba de un hombre como ella y una mujer como él.

Agua va

La camioneta se detiene al costado de la ruta. Bajan en silencio. De fondo, la radio rebota una chacarera del Chaqueño Palavecino. La madre de los tres que van con ella lleva en su mano una pepsi de dos litros, llena con agua de la canilla. Con un gesto ceremonioso la deja junto a cientos de botellas similares. Están solos porque es plena siesta, pero hay días en que no se puede caminar por ese cementerio de plásticos e insectos. Ninguno habla o hablan para dentro, como hacen cada vez que visitan al Gauchito. Pasajeros de un viaje que no admite intrusos, sus ojos se concentran en la pequeña gruta. La mujer, que viste la misma blusa roja de todos los meses, pide por sus hijos, mientras sus hijos piden por ella, la cosecha que se viene y el hermano purgando su pena en una cárcel del Sur. Los cuatro agradecen estar vivos. Sienten que si se acabara el mundo en ese instante, ellos al menos estarían a salvo. Cerca, a unos cien metros, un camión va perdiendo una rueda y el conductor, que tomó de más, el control del volante. Un ruido, un solo ruido, acalla al Chaqueño. Lo que sigue, lo leímos en los diarios.

Elefante en el azar

Siete de abril. Elijo ese día porque me es ajeno. No me dice nada y algo o mucho esconde. Sugiere. Digo ochenta y tres y no es mi madre ni mi padre. Tampoco la página del libro que abandoné. Pienso en Piscis y apenas si creo en la Luna porque ahora otea como una gata en celo. El azar es el que dicta. Lengua larga, piernas cortas. Podría este día ser el último o dejar que corra sangre como tinta. Admirar al elefante y punto.

El Señor

El predicador se para frente a la puerta y duda si tocar el timbre o golpear. Golpea con timidez. Dos veces. Cuando la mujer se asoma y está por decir, con su estudiado tono amable pero cortante, "disculpe, somos católicos", el hombre abre ceremoniosamente su maletín, saca una armónica y toca una melodía de Tools Thielemans. Extasiada, la mujer lo invita a entrar. Una vez adentro, el predicador revuelve el café y le dice con una sonrisa sincera, "viste, Dios es una música que entra por cualquier parte".

Paso de cebra

El ataque de pánico le sobreviene en medio del paso de cebra. Queda detenida como en una foto. Se diría un árbol atravesado por el rayo de Vallejo. Desde el interior de su cápsula momentánea, puede verse a sí misma como la tapa de un disco. Ella en Abbey road. Extática con su banda sonora de monedas, frenadas, portazos, ramas caídas, corazones rotos. Los autos le pasan a centímetros, no reparan en su cuerpo de maniquí demodé. La rozan, la despeinan. La ignoran mecánicamente. Ella sigue dentro de ella durante segundos que pesan o duran tres días. Cuando retorna, la foto se mueve y el disco vuelve a girar, entonces llora como si fuera otro domingo en Londres. Ella.

Música para un ascensor que sólo sube

Empieza con el despertar de una araña. Continúa con el pliegue de las alas de una mantis. Y concluye con el despegue de un pájaro capicúa. Antes y después hay una puerta. Detrás, el sonido que sostiene y eleva. Las notas, a su turno, sortean sus propios escalones: esas piedras innumerables que hacen callar o caer o volar.

Carne sobre carne

Lo mío con ella fue como esa frase que Romualdo Quiroga le lanzaba lascivamente a Isabel Sarli cuando la sometía sobre una media res en la caja trasera de un camión: "Carne sobre carne". Nunca pude sacarme de la cabeza esas palabras, esa piel, esa blanca carne de mujer que con sólo llevarse a la boca un cigarrillo el humo se atoraba en medio de su pecho. Han pasado tantos años que por no recordar su nombre la evoco como Isabel. Hubiera deseado que al menos una vez el arribo a su cuerpo sin fronteras superara el mero contrapunto de la física y la química. Habría muerto feliz, completo, escuchándola susurrarme "¿qué pretende usted de mí?".

Asociación libre

El árbol es un sauce eléctrico. Tendrá unos cinco años y se lo trajeron de Formosa para un cumpleaños. Todavía no da buena sombra pero al menos sirve para atar al perro o apoyar la bicicleta. Aunque el árbol crece más que su hija o la mancha de humedad en la cocina, un día se levanta decidido y, sin consultarlo, lo corta en silencio, casi rezando para adentro. “Esas hojas… esas hojas me hacían acordar demasiado a mi primera mujer”. Fue lo único que se le escuchó antes de atarse al perro en su cuello y dejarlo correr y correr hasta que los ojos se le cerraron como una carta.

Los sedentarios

Cruzarle temerariamente el auto antes de llegar a una esquina bastó para retarlo a duelo a los gritos como una adolescente histérica. El otro, sin pestañear, mostró una sorpresa un tanto teatral pero sin demora aceptó el desafío como si lo convidaran a un partido de fútbol o a un asado con los amigos. Las únicas armas para el anacrónico reto serían sus propios cuerpos y el objetivo a superar llegar en pie hasta cierto punto establecido, después de caminar cien cuadras sin descanso alguno. El final para ambos -fumadores y con marcado sobrepeso- fue tan previsible como penoso: ninguno llegó a la meta. Agotados, los dos quedaron a mitad del recorrido, boqueando y maldiciendo a madres y hermanas (ajenas) desde sus lenguas pastosas. Tras el papelón, en algo coincidieron los improvisados padrinos, lo más digno hubiera sido resolver el entuerto callejero con la habitual pirotecnia de insultos dando por cerrada una discusión vial tan usual como poco épica.

Fluir

Teje, para no morirse teje. Con frenesí cruza las agujas como espadas en un duelo con sí misma o como un cuchillo y un tenedor que pugnaran por un trozo de la carne de una vaca sagrada. Tiene 80 pero también 40 o 93 o 101. Teje porque tejer es como escribir, escribió años ha en un pulover con colores de otro mundo. "Todo es cuestión de ritmo, de fluir como en una pesadilla con final abierto", enseña sin pizarrón a quien guste oír su asordinada letanía. Ahora que muere, que su orquesta de lana se viene abajo, en la bufanda negra sin terminar puede leerse con caligrafía de bruma que esta vez será Penélope la que oville el viaje, la que teja historias de un solo ojo y seduzca a las sirenas con el nudo ciego de su silencio.

Cosas mínimas

Lo primero que piensa es que se trata de una gota de sangre. Cuando baja de la cama, se agacha y la toca le parece que es pintura pero nadie está pintando y en los últimos tres meses a la casa únicamente entró un electricista. Vive solo, no se le conoce mujer, amigos, padres, acreedores. Los vecinos saben de su sombra; apenas si han cruzado alguna mirada con él en las veredas o la parada del micro. Se diría que le temen, tanto que prefieren ignorarlo y seguir con sus vidas no menos opacas, igualmente olvidables. El no repara en esas conductas, está demasiado concentrado en pasar sus días buscando explicaciones a todo, deteniéndose en cosas mínimas, en detalles que sólo a él le importan. Ayer, en los cinco agujeros de un botón; hoy, en la mancha roja. Mañana será el espejo que habla o el agua que canta desde una canilla rota.

Tus cactus

Como cuando era chica, frena la sangre del pinchazo chupándose el dedo. Esa minúscula herida se la debe a su nuevo hobbie: coleccionar cactus. El primero, recuerda, lo trajo de San Luis, de las orillas del río; el segundo, lo heredó de su madre, cuando la mudaron a un geriátrico. Después, gracias a un dato clave de tuscactus.com, ya no paró de sumar ejemplares de todo el mundo. Al principio los ubicaba en lugares estratégicos de la casa: rincones, huecos, ventanas. Sin embargo, al tiempo esa pasión se transformó en un incómodo problema. La biblioteca, la mesada de la cocina, el botiquín del baño, los pasillos, la mesa de luz, fueron prácticamente tomados por las más extrañas variedades de cactáceas. El día que él llegó más tarde que de costumbre, se metió en la cama sin prender la luz y al intentar abrazarla sintió millones de agujas atravesándole el cuerpo, ella se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Quizá tanto como un Gymnocalycium o una Mammillaria.

Delay

En el sueño de Atilio siempre suena un piano en Yo. En el sueño de Atilio los tigres copulan con la nieve. En el sueño de Atilio la música es una almohada mal estacionada. En el sueño de Atilio a la iglesia se entra desnudo y sin alas. En el sueño de Atilio las pesadillas circulan en puntas de pie. En el sueño de Atilio las noches son blancas y las medias azules. En el sueño de Atilio el único que no sueña es Atilio.

Una luz klieg

Eso y nada más encontró escrito detrás de una vieja receta médica dejada como al descuido dentro de un libro: "Una luz klieg". Ahora sabía que tendría que seguir investigando un poco más, consultar a gente de su confianza o al menos hacer memoria. Completar el círculo, cerrarlo con una respuesta lo más cercana posible a una verdad, se tornaba en un desafío casi tan complejo como jugar al scrabell sólo con consonantes. Y si de esa doméstica pesquisa nada salía a flote, entonces sí, debería volver al libro o ir por un molesto plan b: llamar a su psiquiatra.

Fue él

Adonde va lleva un pequeño lápiz negro, herencia de su padrino carpintero. No es porque crea en ese lugar común de la inspiración, tan sólo trata de que en cualquiera de sus lecturas (jamás sale sin un libro, mucho menos si va a pagar impuestos) no se le escape una frase memorable, un fragmento maravilloso que con el tiempo no pueda redescubrir. Para su sorpresa, con los años ese minúsculo trozo de madera ha ido tomando vida a punto tal de tomarse la confianza de hacer sus propias marcas, dejar arbitrarias anotaciones al margen, reflexionar sobre determinado texto y hasta sugerir temas para poemas, cuentos y notas periodísticas. Por precaución –su mujer dirá que es no otra cosa que pánico– lo ha dejado confinado al rincón más lejano de su mesa de luz, no lo suficientemente oculto como para evitar que a mitad de la noche escriba en la libreta de apuntes: “Me voy, no me busques. La historia que pensabas escribir seguirá siendo mía”.

Acuariano

La calle desolada tras el bombardeo. Lo único que pido después de tanto fuego cruzado, tanta pirotecnia doméstica. Un silencio absoluto, una soledad proporcional. Caminar pisándome la sombra con un libro bajo el brazo, silbando para adentro una melodía que aún nadie oyó (¿un tango luminoso?). Tranquilo por saber que ella mira por la ventana y me sonríe (aunque llore a su modo). A esta distancia apenas alcanzo a leerle los labios: no sé si balbucea que espere de ella un tsunami de amor o maldice que me caiga un rayo o un piano o la peor versión del Quijote. Yo también le sonrío y le digo algo que ella entiende como “nuestra vida es una novela que escribimos juntos” cuando en realidad le estoy diciendo “el sueño donde te partía la cabeza con una máquina de escribir como la de Jack Kerouac no era una pesadilla. Era una visión. Empezá a correr...¡ahora!”.

Sin título

Ya perdí la cuenta de cuántas veces me paré frente a ese cuadro y me dejé ir. Desorientado, caminé entre sus girasoles con un habano cubano guiándome desde el humo y un sombrero estrafalario coronó mi cromático desconcierto. En esas costas, conocí a la mujer del desnudo sobre una piedra (su piel olía a manzana verde, a mañana junto al río). Allí golpeé la puerta de una casa vacía que al abrirse me devolvió aquí, a estos zapatos embarrados, a las veredas repletas de poetas y carteristas y a esos demacrados mimos que en la esquina tiran de una soga imaginaria y tanto tiran que me falta el aire; veo visiones, gitanas regalando mascotas, violinistas en un spa, niños que besan al Presidente. Ahora soy yo quien cuelga como un cuadro y él quien entra en mí. Sin sombrero, habano, mujer, piedra, girasoles, manzana, río, casa, puerta, mañana ni humo, se deja ir como un ahorcado.


Bolivia real

Lo primero que le ofrecieron al aterrizar en el aeropuerto de La Paz fue un té de coca, como para acomodarse a la altura. Lo tomó de mala gana; a esa hora lo único que le importaba era conseguir lo antes posible un hotel donde hacer tiempo entre un avión y otro. Terminó en un cuatro estrellas (ese tipo de calificaciones no dejaban de resultarle un tanto arbitrarias), bastante húmedo pero acogedor. Lo más extraño se encontraba de las ventanas hacia afuera: por el jardín recién cortado caminaban unos cuantos pavos reales. Uno de ellos se acercó lo suficiente como para dejarse fotografiar. A la larga, su foto resultó ser lo mejor de ese penoso viaje que también incluyó insólitas y agobiantes escalas nocturnas en Honduras y Ecuador. Finalmente, de Bolivia se llevaba, además de la preciada imagen, un sutil catálogo de olores. Por momentos se había sentido algo así como un chef intruso, degustando comidas inéditas, sabores excitantes, en una fiesta única para su paladar. Ya de nuevo en el avión, miró por la ventanilla las lejanas luces de la ciudad. La noche, con unas copas de más, ahora tenía los colores de aquel pavo real. Y también su sabor.