Cipreses

Un quejido ronco, acaso un murmullo, lo acompaña camino a la tumba de su madre. Mientras, su hermano lo espera en el auto, leyendo el diario que ella escribió a lo largo de cuarenta años. El camino de cipreses es una imagen que ambos guardan de su niñez, tal vez del lejano entierro del abuelo Francisco. Ahora, siente una extraña sensación de alivio en el pecho; inspira todo el aire que puede sospechando que algo de esa paz podrá llevarse consigo cuando deje las últimas flores y a solas le diga a su madre todo lo que nunca se animó. El viento forma parte de un pacto que el hermano se niega a revelar pero que él cree desentrañar de casualidad al detenerse de tanto en tanto a leer epitafios en latín. Ese epifánico aullido que de pronto proviene de los cipreses no es otra cosa que la música con la que el camposanto da la bienvenida a sus nuevos inquilinos. Esto que acaba de explicarle el hermano con su habitual sabiduría no parece tener vinculación con que extrañamente el auto no arranque. Una voz, que no es de ninguno de los dos, advierte que es inminente la caída de la noche. Ambos están tranquilos; mamá, aún tibia allá abajo, habrá de protegerlos como cuando eran niños y jugaban a hacer pozos, minúsculas tumbas, para guardar en unas la luz, en otras la sombra.

Taller literario

Bastó un zapato, un único y común zapato tirado a la orilla de la ruta, para descubrir que el hombre que alguna vez estuvo en él es prescindible en esta historia. Dentro del zapato, y esto es lo que importa, hay un escarabajo que lo abandona lentamente para trepar por la mano de un niño que lo atrapa con habilidad de adulto y lo guarda con extremo cuidado en un frasco. Lo que el pequeño desconoce es que en caso de romperse, el zapato volverá al pie original y el insecto ya no será el insecto.

Stand Up

Se paró frente a ella como si ella fuese un micrófono y de golpe arrancó con una imparable catarata verbal. Prácticamente sin respirar, empezó a decirle de todo. No ahorró insultos, reproches, golpes bajos. Fueron exactos ocho minutos, controlados por reloj. Cuando terminó, su mujer lo miró a los ojos y, tras segundos que parecieron eternos, estalló en una carcajada. Ahora sí, más confiado, se fue a bañar, eligió la remera de Groucho Marx, el jean negro y cerca de las once salió hacia el teatro convencido de que esta sería una gran noche.

Diario del Coyote

20 de noviembre, 8.30 hs. Hoy decidí ayunar. Quiero estar más liviano y rápido que nunca. Estuve haciendo una serie de cálculos y es muy probable que todo salga tal como lo planeé. Está todo dado para que éste sea finalmente el día que tanto esperé. He dejado la mesa preparada, los cubiertos afilados, el plato bien limpio. Creo que jamás sentí tanta hambre como en este momento. Esta vez no tengo excusas, debo ir por lo mío.

Con un ojo abierto

Detesto a los melancólicos. Odio sus coartadas, sus remedios homeopáticos. Repudio esa teatral autoindulgencia con que silban un tango o cortan un pedazo de carne. Estén donde estén, su lastimosa mirada remite a un puerto, especialmente al barco que se va. Estos espantapájaros de oficio sólo pueden ver al mundo en reverso, nunca la vista al frente, la mano que espera (abierta). Eso sí, son previsores: duermen con un ojo abierto, estacionado por si acaso en el vano de la puerta. Y está probado que son los que se quedan eternamente en la duda extática de si deberían haber dejado todo y animarse a dar el salto. Están tan ensimismados en su propia historia que escriben de otros únicamente para vivir la vida que se niegan a sí mismos. Para ellos, esta bala de salva; esta única y definitiva bala perdida. ¿Quién dirá mía, quién con ese pusilánime hilo de voz?

Sarkozy

No sé cómo terminamos hablando de Sarkozy. Creo que fui yo el que dijo algo de que tenía ganas de viajar y puesto a soñar gratis mencioné al voleo París, Lisboa, Praga y alguna ciudad más. Germán, un ex compañero de la secundaria con el compartía un café después de, fácil, unos quince años, me interrumpe y me dice “¿te enteraste que murió madame Arlén, nuestra vieja profesora de francés?”. “No, ni idea”, dije como para contestarle rápido y seguir con mi hipotético periplo. Justo llega Ana María que llevaba a su hija al dentista. Se para a saludar a las apuradas pero antes de irse me reclama el libro de Baudelaire que me prestó hace mil años. Cuando intento retomar el hilo, digo “porque en Francia…” y ahí, ahora me acuerdo perfectamente, el Gordo (o sea Germán) me salta: “Ni en pedo, con Sarkozy está todo mal. No te lo aconsejo”, como si hubiera vuelto de allá hace unos días y estuviera al tanto de los problemas de los galos. (Aclaro: el Gordo, como mucho, cruzó una vez a Chile). Y después la remata con su mejor cara de politólogo: “Si no fuera por la Carlita Bruni, al Sarkozy ese ya lo habrían bajado de un hondazo”. Sin esperar mi respuesta, Germán grita un impostado “Garçon, la cuenta por favor” y una vez más, como en los viejos tiempos, me deja pagando a mí. ¡Merde!

De eso se trata

Hoy es el día más feliz de mi vida: renuncié al trabajo y tengo el tiempo suficiente para escribir que hoy es el día más feliz de mi vida porque renuncié a mi trabajo. Si tuviera que trasladar esa sensación a una metáfora, diría que me veo como el perro que en vano intenta morderse la cola hasta quedar agotado e impotente pero satisfecho por haberle sido fiel a su instinto. Así me siento ahora, en este preciso momento en que miro la calesita como si fueran mis pensamientos los que giran en ella. También podría contar que acabo de separarme, pero ese es otro capítulo. Prefiero, en cambio, sentir este extraño mareo en el que todo da vueltas a mi alrededor mientras yo sigo en el eje, quién sabe por cuántas horas más.
Siempre me jacté de que podía prescindir de los psicólogos, simplemente por tener un par de amigos con fino oído y lengua discreta. Pero hoy, para qué mentir, siento que ni siquiera eso me alcanza. Entonces salgo a caminar sin rumbo fijo y termino, indefectiblemente, en el Parque. En la calesita del Parque. Me quedo horas viéndola girar, pensando que esas caritas de velocidad son en potencia las de un futbolista, un torturador, una modelo famosa o un biólogo marino. En cada una de ellas veo a mis hijas y eso me recuerda que tengo una deuda pendiente. Siento una presión a la altura del cuello, como si una corbata demasiado celosa me estuviera quitando el aire. Si me pusieran un espejo, seguramente vería mi cara morada, los ojos a punto de explotar. Esta misma cara de desconcierto frente al monitor. De eso se trata, de explotar y no saber cómo.


Me lee, la leo

Me suele pasar muy seguido eso de dormirme con un libro entre las manos. Lo habitual es que ella me lo saque con delicadeza, lo cierre y apague la luz, pero esta vez altera eso que no llega a ser una rutina y con igual cuidado me lee al oído. Ya en el sueño le escucho decirme te amo en portugués. Por cosas así, despierto se lo digo yo en mi mejor francés. Como un ajuste de cuentas, apago la luz para leerla de arriba a abajo con estas manos.

Franz en Jules

Franz Skarbina acaba de dibujar su mejor retrato, el de Jules Laforgue. Al terminarlo, de inmediato visualiza una imagen del futuro: alquien mira ese dibujo y se pregunta cuánto había de Franz en Jules.

Cuidado, canciones tristes

La enfermedad es extraña, desconocida, ni siquiera tiene nombre, o al menos eso le dicen los numerosos especialistas que la han visto en los últimos meses sin poder disimular su perplejidad. Por lo que cuenta, se la descubrió ella misma mientras caminaba a la orilla del mar, durante las vacaciones en Villa Gesell. Si tiene que explicárselo a alguien ofrece la siguiente síntesis que, por repetida, ya suena a estudiada: “Basta que recuerde o escuche una canción triste para que empiece a reír sin parar hasta que se me caen las lágrimas y recién ahí es cuando siento una especie de equilibrio reparador”. Ante este extraño cuadro, debe andar por la vida más que precavida, no sólo evitando pensar en ese tipo de canciones o, lo que es mucho más difícil, escaparle a la música que sale de radios, autos que pasan, ventanas abiertas, disquerías, novios despechados. Los médicos, o la mayoría de ellos para ser justo, no son nada optimistas al respecto. Por ahora, resignados se limitan a reír como locos con ella y hasta llorar a los gritos si tal gesto empático fuera necesario.

Bolero de hoy

Desarmar los relojes era lo más fácil. Quizá porque no lo hacíamos con la intención de volverlos a armar. Se trataba de ver cómo funcionaban en ese estado; saber si como creíamos el tiempo era un dócil rompecabezas que no tenía ni atrás ni adelante. Horas nos llevaba desnudar cada esqueleto metálico hasta que el latido final sobrevenía, inevitable, como la alarma del último minuto sobre la tierra.

Usted es

Quería pasar inadvertido, se había puesto unos anteojos oscuros y caminaba rápido, mirando para abajo. A pesar del esfuerzo, una mujer madura que parecía estar sumergida en una revista lo reconoció. "Usted es…", no alcanzó a completar la frase porque un guardaespaldas se le vino encima antes de que pudiera identificarlo. El pasillo del hospital estaba repleto a esa hora de la mañana. Niños llorando, mujeres con bebés colgándoles del pecho, enfermeras corriendo su cotidiana maratón; la escena de todos los días pasaba como una película frente a sus ojos y él sólo pensaba en verla. Su idea fija era llegar hasta la habitación de ella sin cruzarse con los molestos de siempre. Estaba por abrir la puerta cuando desde adentro salió un tremendo grito que congeló su mano en el picaporte. Superado el impacto, en un segundo logró decodificar ese grito: decía claramente “¡andate!”. Destrozado por lo que consideraba una reacción inesperada, bajó la cabeza y se fue camuflado detrás de un hombre que acompañaba a una niña en silla de ruedas. A mitad de camino no tuvo opción: se le apareció a su paso la misma mujer del pasillo, quien esta vez en lugar de decirle “usted es…” prefirió robarle un beso como módico trofeo. Ahora sí, pensó, sus amigas no podrían creerle que estuvo con…

Los ojos de Moe

Lo descubrió de casualidad mi mujer en una película muy mala; creo que se llamaba “Blancanieves y los Tres Chiflados”, pero no estoy muy seguro. Fue un domingo, de eso no tengo dudas porque estábamos almorzando pastas en lo de mis suegros. Será porque habíamos pasado toda una vida viéndolos en blanco y negro que, prácticamente gritando, ella me dice con el tenedor suspendido en el aire: “¡Mirá, Moe tenía ojos celestes!”. Si hay algo en lo que jamás me hubiera detenido, pienso y se lo digo, es en los ojos de Moe. En el color de los ojos de Moe. Reconozco que en ese momento yo estaba más atento en escucharlos en su inglés original; a mí, la verdad, me siguen gustando más doblados al castellano, no sé, será la costumbre. Cómo son las cosas, en mi biblioteca debe haber no menos de cinco biografías de los Tres Chiflados, las cuales he leído de punta a punta, y ahora vengo a descubrir que Harry Moses Horwitz, el tirano de flequillo, el rey de los piquetes, tenía ojos claros. Mientras recoge los platos sucios de la mesa, mi suegra, confesa seguidora de Los Hermanos Marx, intenta aportar algo acerca de la morfología de los rulos de Larry, pero después de aquel hallazgo a quién podría importarle eso.

Tres

La foto era en blanco y negro, con una esquina rota y un tanto ajada, como si hubiera estado mucho tiempo fuera del álbum familiar. En ella había tres hombres, en orden decreciente en cuanto a estatura y edad. El más alto era el padre, el del medio el hijo y el más pequeño el nieto. Los tres se ven bien vestidos, prolijamente peinados y algo serios, quizás cohibidos por el fotógrafo y la posteridad. Los tres han muerto hace demasiados años; no menos de 25 o 30. En realidad, no es el recuerdo lo que conmueve como ayer a toda la familia. Lo que se puede leer con toda claridad detrás de la foto es lo que aún hoy les eriza la piel, lo que revive en ellos un interminable sentimiento de venganza. La letra del asesino, palabra por palabra con la sangre de los tres, sigue latente ahí, peor que un fantasma, mucho peor que haber visto todo.

Pensándolo bien

De la noche a la mañana se le dio por hacer pilates, por escuchar esa insoportable música de delfines, por leerse todo Osho, por evitar el maquillaje y hasta por dejar de fumar sus dos cigarrillos diarios. Pero ahí no termina todo. Me hace dejar los zapatos en la puerta, colgar cada camisa y pantalón que me saco, recoger el diario (sí, soy de los que dejan una parte en el baño, otra en la cocina y hasta debajo de la cama) y hasta bañar al perro, aunque sólo tengamos un gato de esos que te caen de arriba. Esto, por ser sintético y no sonar como el típico macho despechado. El problema, el real problema, es que consciente o no ella extendió su cambio radical a mi vida y mi vida dejó de ser eso: mi vida. Ante esa descomunal invasión, siento que me quedan dos opciones, no más: irme o matarla. Pero, pensándolo bien, ¿por qué irme?

Dulces sueños en un Skona

Aún sin saberlo, todos soñamos con dormir en uno de ellos. Especialmente en los rellenos con pelo de caballo. Créanme, una noche sobre un Skona es lo más parecido a una luna de miel bajo techo, a un largo día en un spa de Bombinhas. Tan lejos estamos de ellos, en precio digo, que sólo podemos mirarlos detrás de una vidriera pensando que alguna vez la dulce fortuna nos pondrá en las manos el número ganador y con él la posibilidad de entrar a comprar un Skona. Hasta que llegue esa oportunidad, invento nuevas excusas para probar sus diferentes modelos: el de resortes bicónicos de acero, el relleno de látex, el de tela termofusionada, el de cáscara de espelta, el de plumas de ganso; en fin, son tantos que ya se me complica encontrar coartadas creíbles para recostarme un rato en un Skona. Esto, sin ir más lejos, lo estoy soñando de espaldas sobre el último modelo que pusieron en exposición. Seré más preciso: es todo blanco y a medida que uno sueña, el sueño se va escribiendo a lo largo y a lo ancho. Al despertar, un extraño cuento ha quedado impreso en ese material indefinible. Ahora bien, nada es lo que parece: los clientes que llegan y se ponen a leer con inocultable curiosidad entran en un sopor que los lleva a buscar el primer Skona que encuentran para caer como álamos talados. Ese, precisamente ése, será el que compren para sus mejores pesadillas.

Acá y más allá también

¿Quién puso la estampita sobre el piano?”, pregunta con vehemencia aunque ya sabe la respuesta. Resignado, la deja a un costado y vuelve a poner el portarretratos con una foto de su perra. Sabe que ser soltero y vivir con la madre tiene estas cosas. La anciana no desaprovecha ocasión para intentar contagiarle al hijo algo de su desbordante fe; por ejemplo: mientras él ensaya una pieza que interpretará con la Sinfónica no es extraño que encuentre intercalado el “Oratorio de los milagros” o “Réquiem para un ángel caído”, piezas clásicas en toda reunión de feligreses. O esa molesta costumbre de interrumpir el almuerzo o la cena para rezar una oración. A disgusto, Rolando tiene que dejar de comer y sumársele aunque más no sea con un respetuoso silencio. Tampoco falta el golpe de efecto de encontrarse todas las noches en su mesa de luz con una gastada Biblia de tapas de cuero que él, con entrenado tacto, volverá a dejar sigilosamente en la habitación de su madre mientras duerme abrazada al rosario de la abuela. Aunque a veces le gustaría mirarla a los ojos y decirle que nada de eso tiene sentido, que la vida termina y ya, que no hay nadie esperándonos del otro lado, vuelve a caer en la cuenta de que es tarde, muy tarde. Ella es apenas un fantasma, un leal fantasma que le recuerda cada día que una madre siempre está más allá.

Segurísimo

No me acuerdo su apellido, pero segurísimo que se llamaba Aníbal. Lo sé porque cuando me lo presentaron pensé para mí “se llama igual que mi hermano; imposible que me olvide su nombre”. Los años, unos veinte tal vez, pasaron y nunca más supe de él. Hoy, de pura casualidad, me encuentro con su ex mujer y vuelvo a acordarme de Aníbal. No me animo a preguntarle cómo está él o qué es de su vida. Desconozco si terminaron en buenos o malos términos; temo que me responda “no sabés, Aníbal murió hace dos años, una enfermedad fulminante, no pudimos hacer nada”. Evito entonces la pregunta incómoda y a cambio la invito a tomar un café. No sabría explicar cómo, qué dije o hice, pero a las dos horas estábamos en su cama. En el momento menos oportuno, podrán imaginarse, estábamos llegando al clímax y a la par que ella lanzaba un aaaaaaaaahhhhhhhhhh largo y sostenido, se me sale casi en un grito un aaaaaaaaa…¡níbal Olaver! La puta madre, ¿justo ahí tenía que responderme la duda que me había rondado desde que me encontré con Serena? Ella abrió los ojos como un dos de oro y con un odio indisimulable en la voz me preguntó: “¿Me estás cargando, imbécil?”. Si le decía que no, no me hubiera creído. Opté por mentirle. “Lo vi, estoy seguro que lo vi en el espejo y me hacía así con la mano (un tajo en el cuello)”. Debo decir que lo tomó mejor de lo que esperaba. “Siempre me hace lo mismo. Cada vez que me traigo un tipo, se aparece en el espejo y lo amenaza. No le des bola”. Le hice caso. Sin mirar hacia donde estaba Aníbal, me vestí a desgano y cuando Serena intentó preguntarme mi nombre le tapé la boca con un beso. Otro día tal vez se lo diga, mientras tanto prefiero que me recuerde sólo por mi apellido.

Madera oriental

Una japonesa abre la puerta. Es una foto en el diario, pero ¿quién podría afirmar que no hay vida en las fotos? No faltará quien me diga que no hay nadie esperándola, que está llegando a su casa después de un día tremendo en el hospital. Digo hospital porque para mí ella es enfermera, aunque también podría ser cirujana (manos finas, uñas muy cuidadas). Como no hay pruebas ni señales de que efectivamente alguien la esté esperando, ya estoy allí sentado, con la mesa preparada, su comida preferida y un sahumerio de madera oriental para armonizar el encuentro. Comprenderán, no quiero ser descortés, pero es hora de ir cerrándoles la puerta.

La chispa de mamá

Sabíamos que algún día le iba a pasar. Por terca, por orgullosa. Se lo decíamos y ella como si nada. Sobrevoló tantas veces y tan peligrosamente las hornallas con su larga melena sin atar que ese día no tardó en llegar. Fue un treinta de agosto; lo recuerdo como si fuera hoy. Cocinando como siempre, se acercó lo suficiente para que el fuego ganara su cabeza con una velocidad inusitada. Nosotros recién nos dimos cuenta cuando escuchamos a mamá gritar como loca y, aunque nos pedía ayuda, no esperó que le tiráramos agua o una toalla encima; salió corriendo a la calle y no hubo vecino, rápido o no de reflejos, que pudiera hacer algo por esa mujer consumiéndose a lo bonzo. Hoy no dudamos de que se salvó de milagro y ella no deja de decir a quien quiera oírla que está viva gracias a Santa Rosa de Lima. Con mis hermanas hicimos un pacto: ya no la dejamos ni acercarse a la cocina; la menor es quien se encarga de la comida y yo de prender el calefón y el calefactor. Mamá pareciera no estar molesta por nuestras decisiones; mientras peina durante horas la peluca roja, aprovecha para fumar a escondidas sus cigarrillos apagados. Uno tras otro.

Hasta ayer

Apenas terminaron de enterrarla, se miraron y sin decir palabra volvieron al auto. En el camino, Lorenzo estuvo tentado en comentarle lo que se le cruzó por la cabeza y que antes no había notado: desde el cementerio se podía apreciar la mejor vista de la ciudad. Allá abajo, en ese pozo que los años fueron rellenando pacientemente de calles, edificios e historias poco dignas de contar, un millón y pico de personas seguían evitando alzar la mirada hacia la colina donde los huesos de alguno de los suyos había ido a parar antes o después. Genaro era uno de esos supersticiosos. Hasta ayer. Con su hermano Lorenzo alguna vez se juraron no volver a pisar jamás el tumberío, pero su madre se los había pedido encarecidamente en su lecho de muerte: "El día que llegue el turno de Negrita, entiérrenla conmigo". Cumplido el deseo materno, ahora ambas descansan en paz. Ellos, en cambio, no pueden dejar de regresar todos las noches a cavar sus propias tumbas.

Lo de Ocampo

En el jardín de las hermanas Ocampo un cactus de origen mexicano acaba de abrirse junto a la misma pared blanca donde el sol de abril se permite un exiguo descanso. Una mariposa queda atrapada, en realidad atravesada en una espina, mientras adentro de la casa departen fogosamente unos veinte escritores. Hoy, extrañamente, nadie ha salido a fumar o a respirar un poco de aire puro. En consecuencia, ninguno habrá de toparse accidentalmente con la mariposa en el cactus. La poesía, como el amor, confirma que es elusiva por naturaleza. Con la noche, los escribas parten uno a uno hacia donde la ciudad les reserva un anaquel, una copa y una cama. Todos se van, incluso el cactus. Volando.

La procesión va

Los únicos, los mínimos e indispensables movimientos, se desarrollan en el antes y el después. Estrictamente estudiados, son tan precisos y mecánicos que parecieran responder a un guión. Cada cambio de guardia conlleva algo de patriótico déjà vu; de polaroid sanmartiniana que nunca habrá de perder la huella hacia el portarretratos. Los niños miran a esos robots domesticados como se mira a Don José sobre su fiel caballo congelado. De reojo, padres, maestros y curiosos sucumben al poder simbólico de tales muñecos de carne y hueso que apenas se permiten respiran para no alterar los laureles de la solemne foto. Pero adentro de sus cabezas, los imberbes granaderos juegan, sienten, se excitan incluso (¿imaginarán sus sables en alto?). Se ven a sí mismos tomando por asalto las piernas de esa maestra jardinera o el cuello de aquella madre de veintipico y así el frío de julio milagrosamente se les va como un transporte escolar o ese periodista desdeñoso que ni mira ni toma notas. A veces, puede que sus ojos se disparen detrás del taxista que enfurecido encierra a la motito del delivery. O se cuelguen buscándole formas reconocibles al gratuito humo de los micros. Imperturbables, debajo del uniforme ellos también bailan por un sueño.

Yendo se escribe así

Un ejército cae derrotado en una batalla que, a priori, se presentaba favorable. Cuando llega la hora de recoger a los heridos, un moribundo alcanza a dejar su última palabra, tal vez dirigida a la mujer que lo espera de vuelta a casa. La palabra está a punto de llegar a destino pero al rozar las siemprevivas del hogar detona y a ella sólo la alcanzan esquirlas de un inesperado silencio. El silencio de él abrazando al de ella.

Panda del minuto

La miro dormir. Desvelado la miro dormir. Con envidia. Hambre, acaso. En esta noche de brazos abiertos ha caído como una gemela para que yo me pierda entre sus escombros más tiernos. A oscuras, la hurgo sabiendo que aún hay fuego en su centro. Luz de giro hacia un bosque que empieza y termina en el sueño que otra vez me deja afuera. En él habita el panda que trabaja un minuto por día para procurarse la miel de su ausencia. Comerla es su instinto. Hablo de mí.

Esa clase de hongos

Tuvieron muchos hijos, demasiados, sólo porque vivían a orillas del mar. Desde el vamos consideraron que esa cercanía sería la más propicia para la reproducción indiscriminada. ¿Quién en su sano juicio, argumentaban, podría sustraerse a la acompasada música de las olas, al rumor del viento cuando desova y especialmente a esa luna varada en la ventana? En clima tan inspirador concibieron a sus dieciocho versiones. No obstante, un día la cadena habría de cortarse abruptamente. Un tsunami soñado por el más pequeño de la casa los sorprendió en plena noche; a ella arriba, a él abajo, y a los chicos durmiendo o leyendo o jugando con los fantasmas de siempre. En cuestión de segundos, quedaron todos pendiendo del árbol más alto y antiguo de la costa. Y allí debieron continuar por años, camuflados entre ramas y aves cada vez más familiares. Vivieron de cazar pájaros, pescar mantarrayas y tortugas de agua, y, en no menor medida, de la caridad forzada de turistas desorientados. De a poco, los hijos se les fueron yendo: unos detrás de mujeres anzuelo, ellas detrás de capitanes de barco o marineros vírgenes y un puñado de la mano de la muerte misma. Ya solos y sin el hambre de entonces en el cuerpo, madre y padre se miraron a los ojos por primera vez. Un solo objetivo los llevó a bajar del árbol aquél: recoger esa clase de hongos con la que empezó todo.

Chau Irene

Escucho un “Chau Irene” pero no alcanzo a verle la cara a quien la despide. La voz, tenue, tal vez adolescente, sube sola al micro y parte conmigo. Trato de concentrarme para retenerla, para no distraerme con la radio del chofer o lo que conversan dos tipos que recién salen del trabajo. Desde entonces, cada mañana la voz de la que no es Irene me dice “levantate, amor” y yo me levanto con la convicción de un soldado. Desayuno solo pero siempre hablamos de todo un poco. Comentamos lo que dice el diario, lo que cada uno hará el resto del día, dónde nos gustaría ir a la noche. Una tarde cualquiera, me distraigo mirando artesanías y la voz de la que no es Irene se me pierde en la plaza y ya no hay nada que pueda hacer para impedirlo. “Chau”, es lo único que atino a decirle a sus espaldas (o a lo que imagino como ella yéndose) y cuando pienso que todos estos árboles sólo crecieron para esperar el momento en que yo decida colgarme, la Irene que no es la voz se da vuelta y me pregunta: “¿Me hablás a mí?”.

Que no, que gracias

Es un regalo. Te juro que es un regalo. No tengás miedo, es para vos”. Y yo, que no lo conocía, que nunca recibí nada de un extraño, lo miré a los ojos para decirle que no, que gracias, pero él ya se había ido, dejando su cuerpo ahí, vacío, para que yo pusiera mi oído en su corazón aún en ritmo y al cerrar los ojos viera con los suyos eso para lo que, a falta de palabras o definición más certera, nunca dudé en llamar regalo.

Museo de la nieve

Cuando llegamos ya era demasiado tarde. Sólo quedaban charcos aquí y allá donde ahora con cierto esfuerzo llegamos a intuir un cuadro impresionista, una columna dórica, puede que una escultura románica, acaso el grabado de una mujer dormida junto al fuego. Lo que vemos, en realidad es eso que no vimos y que creemos poder reconstruir apelando a una arbitraria combinación de relato oral e imaginación. A la salida, ni ella ni yo lo decimos pero sabemos perfectamente que fue un error imperdonable haber esperado la primavera para traer a los niños.

La poca sopa

Da vueltas una, dos, veinte veces, alrededor de la lámpara hasta acercarse lo suficiente. Después, lo previsible: queda fulminada al instante. Su caída se produce tan ahí como todos podrían imaginar. El niño, otrora animalito boquiflojo, deja de comer ipso facto. Y no por asco, como cree su madre de pecho. Como activado por su propio play, se ha puesto a jugar sin importarle el grito sioux de papá. Se propone ayudar al náufrago (la ex mosca) a llegar a la costa (borde tallado del plato). Una vez rescatado, el héroe (él) espera el beso redentor de la reina voluptuosa (su prima). Jugar al salvador es algo que el gobernador Ortegoza cultiva con fervor desde entonces. El problema -nuestro, no de él- son estas demasiadas moscas para tan poca sopa. Deberíamos haberlo pensado antes.

Paritaria

Si no hay voces ni pruebas en contra, estoy en condiciones de afirmar que esta silla camina. Es todo lo que tengo para decir. Será mi palabra contra su placebo.

Todo de negro

Ir en tren era lo último que había pensado cuando recibió ese llamado. Pero ahí estaba, con un libro en las manos que no lograba decidirse a leer y mirando por la ventanilla una sucesión de árboles, vacas y casas. Lo único que logró alterar la monotonía de ese paisaje en movimiento fue un espantapájaros vestido todo de negro. Ahora, cada vez que recuerda su rostro, le vuelve aquella aterradora sensación. El ominoso muñeco tenía la cara de su padre, la misma cara que puso cuando la policía le dijo que debía llevarlo detenido. Lo acusaban de un crimen que él habría de negar hasta el día de su propia muerte. Agitado por lo que acababa de ver, corrió la cortina y sin convicción abrió el libro. Por suerte, estaba todo en blanco.

Ni mú

Grillos. Un coro griego de grillos. Sólo callan cuando alguien, dentro o fuera de la casa, grita más fuerte que ellos. Indiferente, ella pone un disco. Diferente, él enciende la licuadora. Hijo 1: grita goles en la play. Hija 2: ve dibujitos japoneses. A pura bocina, un taxi recuerda que hace rato espera y no tiene todo el día. El sodero, sin freno de mano, hace otro tanto colgado del timbre. Calladito pero harto, el silencio huye; decide atrincherarse debajo del sofá. Como de costumbre, habrá de masturbarse pensando en ese maravilloso cuadro donde ni el mar ni la gaviota dicen ni mú.

Rama caída

Carece de gimnasia social. No tiene. No tuvo. No tendrá. Y no le importa en lo más mínimo. Dice: "Soy un caracol feliz transitando una huella indeleble". Por el ojal de su cabeza, día y noche entra y sale una música esférica, un silencio viral así o asá. A su lado, esa mujer anexada a su sexo late y late y ese eco anida para siempre dentro de ella. Afuera, cada hoja que cae duele como una primera vez. Asido a la rama caída no necesita antena. El es la antena.

Rodríguez y Rodríguez

Se conocieron en el pasillo de un hospital. Hablo de Rodríguez y Rodríguez. Cuando la enfermera se apareció en la puerta y preguntó “¿Rodríguez?”, ambos se le acercaron con gesto preocupado. Frente a los dos hombres, la mujer amplió la pregunta: “¿Quién es Rodríguez?”. Casi a dúo, respondieron “Yo”. La desconcertada enfermera revisó un papel y creyó así aclarar la confusión: “Luis Rodríguez”. Los dos Rodríguez se miraron. Uno dijo: “Yo soy Esteban”. El otro: “Yo Aníbal”. Más molesta que desorientada, la enfermera resopló y se fue sin decirles nada. Los Rodríguez se convidaron una sonrisa de incomodidad. No les quedó otra que darse la mano y romper el hielo. “Mucho gusto”, dijeron al unísono. Adentro, un recién nacido lanzó su primer berrido en este mundo. Pesaba 3,400, tenía ojos marrones y no se parecía ni a Esteban ni a Aníbal. Sí a Luis, el Rodríguez que la policía acababa de identificar a sólo dos cuadras del hospital. “Cruzó corriendo como loco y no vio que el micro tenía verde”, intentó explicar la anciana que vio todo.

Propiedad horizontal

Era mejor cuando no teníamos sommier. Hacíamos el amor a capela y la madera crujía tiernamente, dócil aun en su desmadrado vaivén. En esas noches sentíamos que algo más allá de los cuerpos –llamale energía, mística, simple vibración- se activaba natural entre clavo y clavo. Salvaje, una música orgánica irrumpía desde la fricción in crescendo. Hasta que esa música dejó de sonar. ¡Claro que era mejor cuando no teníamos sommier!, porque entonces todavía dormíamos juntos, soñábamos tête à tête. Ahora apenas si te veo, tan desnuda allá en la otra punta de esta pesadilla y con el silencio al medio como un tajo incómodo, llenándote donde yo ya no puedo.

Ríe (última)

En segundo plano quedan los cuatro alrededor de la mesa. El foco en este momento está puesto en el vaso al que hasta una mosca del montón elige como centro de atención. Parece que los cuatro hablan. Parece que escuchan. Y no. No hablan, no escuchan. Los cuatro miran de reojo el vaso. No es fácil, hay poca luz, apenas unas velas nada románticas. Por la tensión, la situación daría para reírse, pero a pesar del alcohol nadie se anima a abrir la boca. Hay cuatro vasos juntos y en uno flota, obscena, una dentadura. Ella es la única que ríe.

Perdido el hilo

El ojo, la aguja, el hilo perfilado para cruzar una vez más el minúsculo túnel. Nada del otro mundo para una anciana que cose como respira desde que tiene memoria. El pulso imperturbable no le delata los 89. Pero ahora, a las 20.40 de este martes de junio, la mano le tiembla y la aguja, por primera vez en mucho tiempo, se desencuentra con el hilo. El pibe que le apunta lo nota y se ríe y le dice "no estás nada mal viejita" y se vuelve a reír y el revólver se agita al ritmo de su risa alucinada. Antes de que la anciana intente decirle que sólo tiene los 400 recién cobrados, la bala se le instala perfecta, maradoniana casi, en medio de la frente. Media hora después, por ese mismo agujero dos policías enhebran una conversación de rutina: -Para qué matarla; con un simple golpe el muy boludo la sacaba del medio y le robaba igual- analiza Ferreira. -Qué querés, seguro que era un pendejo que estaba dado vuelta- infiere Carrizo, mientras juega con una bufanda tejida por la vieja. Sin más por hacer en el lugar del hecho, Ferreira prende otro cigarrillo y a los gritos saluda al chofer de la morguera apelando a su acostumbrado humor negro: “Cacho, ¿quién te tejió ese pulóver de trolo?”. Ahora el que ríe a destiempo es Carrizo.

El trato

Fue hasta la cajita que guardaba en un lugar poco accesible para cualquiera que no fuera él y la sacó con especial cuidado, consciente de su habitual torpeza con las manos. Antes de volver a donde lo esperaban, se sentó en la cama y lloró como no lo hacía desde niño. En sus manos, lo que debía entregar quemaba como un anillo caliente. Las voces de los otros le llegaban cada vez más cercanas; delataban los nervios compartidos y dejaba aún más claro que ya no quedaba tiempo. Había que entregarlo para intentar al menos volver a llevar una vida normal, aunque todos supieran que eso sería casi imposible. Tomó coraje, se levantó decidido y fue hacia la cocina donde lo aguardaban de pie. Eso que a su pesar debía entregar iba aferrado en su puño. No hizo falta decir nada, sólo se miraron unos segundos hasta que bajaron la vista dando por cerrado el trato y como llegaron, se fueron: murmurando en aquel idioma de infancia. Ya solo, el vacío recuperó cada rincón de la casa. Un previsible tsunami de silencio fue barriendo todo a su paso y lo arrojó desprevenido sobre su cama. Desde allí vio en cámara lenta como las fotos de su vida se acomodaban una a una en el techo e iban dando forma a otra versión de su historia. Ni más feliz ni más tranquila. Simplemente, otra.

Los que pescaban

Tenían las manos gastadas, las uñas negras, la mirada desconfiada. Tenían el cuero curtido, el olor del mar penetrado, la lengua en un tic de alerta. Tenían mujeres que los esperaban con la comida caliente y los pies fríos, hijos entrenados para el naufragio, madres con el rosario en la boca. Tenían el viento como un tatuaje insoportable, las mejillas en carne viva. Tenían redes, anzuelos, cañas. Oficio. Toda la paciencia. Tenían el horizonte. Hasta que un día ni eso tuvieron.

Autoayuda

Pensar en mí. No en mí pensando en ella.

On-Off

El bombero ciego, el mago fallido de mi madre y tu padre, toca el fuego para leer en la ceniza la partitura de lo que vendrá. En los ojos de sus víctimas hay un grito hecho polvo que habitualmente él escucha con las manos abiertas, entregado como un agujero más a la red de su sombra. Son éstas las ocasiones en las que su corazón exhausto libera un agua milagrosa, vital, para que todo se apague y vuelva a encenderse justo del otro lado.

No se nos

Le decíamos Guernica porque no se le entendía nada cuando intentaba explicar alguna teoría. Típico chiste universitario. A pesar de esa piedra que el profesor Ardiles nos obligaba a sortear en el ríspido camino del aprendizaje, a la larga su método develaba aristas únicas, puentes inesperados que motivaban ir a sus clases como a una cita imposible de cancelar. Y así como él detestaba trabajar a reglamento, nosotros nos negábamos a concluir el encuentro de martes y jueves en una mezquina hora de reloj. Por eso el café de la facultad o el mismísimo jardín oficiaban de literal extensión universitaria. En ese extra que nos ofrendaba gratis (o a cambio de un cigarrillo o dos) había más contenido y pasión que en cualquier mamotreto sugerido por un férreo plan de estudios. La vida, una vez más, estaba en otra parte y nosotros, simples pasajeros de turno, éramos un fragmento más en el puzzle del profesor Guernica. El día que intentaron armarlo, digo domesticarlo con cancerberos del intelecto, decretaron sin más la muerte del sorprendido Ardiles. Desde entonces una paloma hiperrealista, falsa paz de postal, nos sobrevuela la cabeza pero no hay caso, entrañable Guernica, no se nos cae una puta idea.

Muy muy tan tan

Me dice "hoy no tengo ganas de cocinar, vamos a comer afuera". Con esa carita que me pone, no puedo decirle que no, que ando sin un peso y la tarjeta ya es un chicle que perdió el gusto. La llevo a un restorán ni muy muy ni tan tan, sabiendo que igual quedará contenta. Pedimos la carta y ella elige lo de siempre (pastas), en cambio yo me propongo salirme de lo acostumbrado y la despisto pidiendo unas rabas. Elijo un buen vino, no muy caro, pero sin dudas un buen cabernet sauvignon. Una hora después, llega el mozo con la cuenta y yo amago a sacar la billetera. Ella me frena con un oportuno "¡pará!". No cabe duda de que me quiere invitar ella, algo que -debo admitir- no figuraba en mis planes. Con movimientos decididos busca su cartera, de pronto mira a ambos lados y mirándome a los ojos me propone: "A la cuenta de tres, corramos". Si no lo dije antes, tengo que decirlo ahora: ella siempre me sorprende. Y al mozo, ni qué hablar.

Retrato vintage

El sofá es atigrado y le hace juego con esa falda corta que no se saca ni para dormir. Sobre él, Tía E cruza las piernas y a mí, con cinco años apenas, se me corta el aliento y veo todo nublado. Manchas veo. Hace poco que dejó la noche pero todavía se le nota la calle en la voz, especialmente cuando me habla al oído. Ahora tengo quince y me estoy tocando, sentado en el tigre de su sofá. Allí se disimulan mis jugos del deseo, placenteros rastros que sólo yo y nadie más que yo podría reconocer. Cada tanto, de riguroso negro Tía E me espera para compartir una copa y un rato de charla. Debo reconocer que a sus sesenta sigue cruzando las piernas con el mismo arte con que la evocan mis manos. Tocarla sería como romper el vidrio antes del incendio. O quemarme así.

La birome amarilla

"Creo que si lo intentara tal vez podría, pero ¿tendría algún sentido?", cavila Aldo Lisboa oteando la calle desde su escritorio. Su duda es un molesto tic tac que no cesa desde que le regalaron una birome amarilla junto a otras de color verde, azul, negro y rojo. Lo lógico, razona él, sería utilizar las clásicas (azul, roja, negra) y desechar las otras por poco legibles. O por excéntricas, si lo piensa mejor. Pero no, hay algo que le dice que a la amarilla debería considerarla como algo especial, quizás un guiño para aquellos que buscan pelos en las sábanas, diarios ocultos, hijos no reconocidos. Exactamente a las 23.17, Lisboa toma la decisión: en amarillo escribirá lo que espera sea su último cuento. Quien logre leerlo completamente calzará el merecido traje de protagonista y entonces, recién entonces, podrá merecer que su historia vire al negro o el azul de las páginas.

Vida pico

Esperaba el tren; no donde sería lo lógico, un andén de una estación cualquiera. Lo esperaba acostada en la vía, los brazos a un costado, la mirada perdida en un cielo sin nubes, todo lo claro que podía serlo una mañana de enero. Nadie parecía reparar en ella. Yo en cambio la vi cuando cortaba camino por la vía para ir como todos los días a mi laburo en el kiosco. Me acerqué con más curiosidad que nervios y al ver que estaba con los ojos abiertos le dije “¿qué haces, estás loca vos? No seas boluda, levantate”. No se hizo rogar. Se levantó, no lloraba aunque estaba muy seria, con los ojos rojos y una palidez que asustaba. “Gracias”. Eso y nada más fue todo lo que me dijo. Se dio vuelta y se fue caminando hacia la estación, muy lento, como si arrastrara un vagón cargado de dolor. Allí compró un cigarrillo y le dejó unas monedas a una mujer muy anciana con un cartel en el que explicaba que tenía cáncer y ningún familiar. Después la perdí de vista, supongo que salió por donde a esa hora pico entraba un mar de gente. Nunca más la vi. Ahora, cada vez que pasa un tren o cruzo estas vías donde nos conocimos (es una forma de decir) pienso en ella como en alguien a quien debería haber despedido subiendo al tren. Me pregunto si pensará en mí cuando acerca un cuchillo a sus venas o se asoma con hambre a un balcón. Mientras tanto, la sigo esperando acostado en aquel mismo lugar.

Cereza D.

V. es Cereza D. La llamo así en la intimidad, en esas noches en que a falta de velas abrimos las ventanas y dejamos entrar de un solo trago las luces de la ciudad. A ella le gusta contarme historias, casi siempre inventadas y poco plausibles, pero tiene un talento especial para narrarlas, con un estilo potenciado por la forma de respirar cada palabra, o por esa ronquera leve y definitiva que le acentuó el cigarrillo. Cereza D. cree que me cuenta, sin saber que soy yo quien la está contando y haciéndola cierta en mis sábanas de había otra vez.

Ala una, alas dos

El auténtico pájaro capicúa vuela de atrás hacia adelante. Y viceversa. A veces el viento lo rebobina como a un viejo caset y su sombra termina donde todo empezó: en el umbral de un árbol que de tan imaginario aún no existe o ya se voló a su cielo de jaula eternamente abierta.