Cipreses
Taller literario
Stand Up
Diario del Coyote
Con un ojo abierto
Detesto a los melancólicos. Odio sus coartadas, sus remedios homeopáticos. Repudio esa teatral autoindulgencia con que silban un tango o cortan un pedazo de carne. Estén donde estén, su lastimosa mirada remite a un puerto, especialmente al barco que se va. Estos espantapájaros de oficio sólo pueden ver al mundo en reverso, nunca la vista al frente, la mano que espera (abierta). Eso sí, son previsores: duermen con un ojo abierto, estacionado por si acaso en el vano de la puerta. Y está probado que son los que se quedan eternamente en la duda extática de si deberían haber dejado todo y animarse a dar el salto. Están tan ensimismados en su propia historia que escriben de otros únicamente para vivir la vida que se niegan a sí mismos. Para ellos, esta bala de salva; esta única y definitiva bala perdida. ¿Quién dirá mía, quién con ese pusilánime hilo de voz?
Sarkozy
De eso se trata
Hoy es el día más feliz de mi vida: renuncié al trabajo y tengo el tiempo suficiente para escribir que hoy es el día más feliz de mi vida porque renuncié a mi trabajo. Si tuviera que trasladar esa sensación a una metáfora, diría que me veo como el perro que en vano intenta morderse la cola hasta quedar agotado e impotente pero satisfecho por haberle sido fiel a su instinto. Así me siento ahora, en este preciso momento en que miro la calesita como si fueran mis pensamientos los que giran en ella. También podría contar que acabo de separarme, pero ese es otro capítulo. Prefiero, en cambio, sentir este extraño mareo en el que todo da vueltas a mi alrededor mientras yo sigo en el eje, quién sabe por cuántas horas más.
Siempre me jacté de que podía prescindir de los psicólogos, simplemente por tener un par de amigos con fino oído y lengua discreta. Pero hoy, para qué mentir, siento que ni siquiera eso me alcanza. Entonces salgo a caminar sin rumbo fijo y termino, indefectiblemente, en el Parque. En la calesita del Parque. Me quedo horas viéndola girar, pensando que esas caritas de velocidad son en potencia las de un futbolista, un torturador, una modelo famosa o un biólogo marino. En cada una de ellas veo a mis hijas y eso me recuerda que tengo una deuda pendiente. Siento una presión a la altura del cuello, como si una corbata demasiado celosa me estuviera quitando el aire. Si me pusieran un espejo, seguramente vería mi cara morada, los ojos a punto de explotar. Esta misma cara de desconcierto frente al monitor. De eso se trata, de explotar y no saber cómo.
Me lee, la leo
Franz en Jules
Cuidado, canciones tristes
La enfermedad es extraña, desconocida, ni siquiera tiene nombre, o al menos eso le dicen los numerosos especialistas que la han visto en los últimos meses sin poder disimular su perplejidad. Por lo que cuenta, se la descubrió ella misma mientras caminaba a la orilla del mar, durante las vacaciones en Villa Gesell. Si tiene que explicárselo a alguien ofrece la siguiente síntesis que, por repetida, ya suena a estudiada: “Basta que recuerde o escuche una canción triste para que empiece a reír sin parar hasta que se me caen las lágrimas y recién ahí es cuando siento una especie de equilibrio reparador”. Ante este extraño cuadro, debe andar por la vida más que precavida, no sólo evitando pensar en ese tipo de canciones o, lo que es mucho más difícil, escaparle a la música que sale de radios, autos que pasan, ventanas abiertas, disquerías, novios despechados. Los médicos, o la mayoría de ellos para ser justo, no son nada optimistas al respecto. Por ahora, resignados se limitan a reír como locos con ella y hasta llorar a los gritos si tal gesto empático fuera necesario.