La novia

Con su vestido blanco agitándose, sucio por el paso entre rosedales, jazmines, arbustos y ramas secas, la novia escapa corriendo como en una mala película de sábado por la tarde y sin saberlo termina en una ruta abandonada. Se encuentra con una escena apocalíptica, autos humeando, casas derruidas, árboles caídos. Igual corre sin parar. No parece tener miedo y no se permite mirar hacia atrás, mucho menos arrepentirse por lo que está haciendo. Así, durante horas. Agotada, se detiene en un puente lleno de agujeros y todo oxidado. Jadeando, se recuesta sobre la baranda, tira el ramo al agua putrefacta y en un giro perfecto besa al primer zombie que se le cruza. Ahora sí, la novia inasible respira aliviada. No se hubiera perdonado jamás haberse casado con un vampiro de 184 años tan distinto a ella, una sensible fantasma que sólo habla en lenguas muertas.  

El elefante de Jade

Lo encontré en un puesto callejero de Huizhou, perdido entre sahumerios, pañuelos de seda, anillos berretas y aros estrafalarios. Primero fue el color, después la forma, lo que llamaron mi atención. Me acerqué con curiosidad y supe inmediatamente que sería mío. Pregunté el precio sin importarme la cifra que me dijeran (no podía salir más de 100 yuanes), además me quedaba aún la instancia del obligado -y teatral- regateo. Finalmente, lo conseguí por un valor irrisorio y me lo llevé como quien se lleva el primer premio en una rifa. Maldigo ese día y esa elección. En la tradición china, supe después, mi preciado elefante de jade es símbolo de mala suerte e infertilidad. Antes de regresar, sin dejarme ver, lo tiré por ahí. Mi mujer nunca lo sabrá. Espero que en el futuro haya hijos y que tampoco ellos lo sepan.

A confesión de parte

Miguelito asegura que el perro del circo tiene ojos celestes. Por su parte, el perro sostiene que Miguelito ladra mejor que él. El león desdentado y la niña funánbula han sido convocados para dirimir quién miente o quién muerde. Bajo la carpa, miles de personas e igual número de insectos esperan su turno para soltar un aplauso para uno u otro. La señal de caso cerrado queda a cargo del bufón ad hoc, lo que garantiza la seriedad de lo relatado hasta aquí.

Cementerio indio

La sensación de estar parados sobre un territorio prohibido, en el que un par de señales deberían bastar para darnos cuenta de que no somos bienvenidos. No hay una mirada hostil que nos dé la alerta y tampoco hace falta. Ese algo imperceptible es suficiente para irnos rápidamente. Al tiempo, investigando acerca del lugar, por el testimonio de pobladores que vivieron allí hace demasiados años me entero de que allí existió un cementerio indio. ¿Por qué dejaron sus casas de un día para otro? Según parece, bastó que alguien decodificara lo que decía la piedra debajo del árbol. “Huyan, mientras puedan”, leyó en voz alta el traductor. Y huyeron, claro que huyeron.

Wok

Le cocino como si hoy, enseguida, ya mismo, fuera a acabarse el mundo. Vilma, la de siempre, me mira hacer, logra que me crea el mejor, el encantador de vegetales, el esteta en su salsa. Cuando la mesa está lista y la música logra esa particular sinergia con su respiración, le clavo el primer cuchillo (gentileza de mi abuelo siciliano) y dejo que su sangre corra lentamente como un arroyito donde podrían jugar los niños del futuro. Su carne tibia es un manjar irrepetible, el punto g de los sibaritas. Lamento, eso sí, tener que brindar solo. Debería haberme creído cuando le dije que terminaría en mi boca.

La cicatriz de Nietzsche

Antes que nada, es. Como el tatuaje de un abducido iconoclasta vendría a ser. Sin más preámbulos, una verdad tan irrefutable como la evolución de las especies. El pez volador.

Recalculando

A medida que se va a acercando a una persona que no logra distinguir en medio del camino, disminuye la velocidad, en un acto reflejo de cálculo y prudencia. Por el medio de los dos carriles avanza algo torpe una mujer joven, de pelo largo y jeans. A metros de ella reconoce por su guardapolvos a cuadros que se trata de una maestra jardinera. Por la manera en que se acerca peligrosamente al carril por donde avanzan los autos a una velocidad temeraria uno pensaría que se trata de un intento de suicidio. Ya a metros de la mujer, descubre la verdadera razón de su arriesgado acercamiento: el barrilete de un niño, su alumno tal vez, se precitó en medio del Acceso y ella quiere rescatarlo de cualquier forma. Detrás del volante, tras esquivarla con la elegancia de quien saca a bailar a su chica, piensa que quién no se enamoró alguna vez de maestras así.

Defensa al consumidor

Son cuatro. Casi iguales en todo. Lo único que los diferencia es el color del ojo derecho y un sutil olor a especias. Cada mañana desde hace 52 años se levantan a pescar religiosamente. Esto quiere decir: con fe o su equivalente en energía. A mediodía, cuando la alarma suena como un Titanic a punto de, disponen lo obtenido sobre la mesa, con extremo cuidado y precisión de orfebres, y en segundos lo cortan con sus seis afilados dedos. El resultado son pequeñísimos trozos no más grandes que una moneda de diez centavos. Jamás los comen; no es para eso que fueron programados en su momento por el profesor Lisboa. Aunque ven al gato venir por lo suyo, no se permiten dudar de que se trata de un hipopótamo. ¿Qué ganan con un engaño tan pueril? Bastante. Por lo pronto, que cada vez que el animal desaparece por unos cuantos días, el ahorro de comida y espacio se noten significativamente. Entonces son premiados: las noches de plenilunio tienen un merecido descanso para salir a aullar el óxido acumulado.  

El, no yo

Los miro todas las noches desde la ventana de mi departamento en un quinto piso. Me fumo uno o dos cigarrillos, si tengo algo para tomar, mejor, y me quedo mirándolos no sin cierta admiración. Están estacionados, en silencio, no hay dudas de que duermen. Sus motores descansan después de un día que supongo agotador para todos ellos. No es poco cruzar esta ciudad y con este tránsito de locos. Cerca veo cómo pasan otros como ellos y ponen aún en más evidencia que sí duermen y hasta descansan. No podría probar efectivamente que sueñan, aunque esos crujidos extraños bien podrían ser sus pesadillas o esas manchas de aceite en el asfalto, poluciones nocturnas. Para probarlo, acciono la alarma y saco a mi auto de lo que deduzco es un sueño profundo. Por la mañana, me muestra su enojo por haberlo desafiado: no hay forma de que arranque. Lo peor sin embargo es la siesta. Ahí se le manifiesta cada tanto su particular versión del insomnio; lo sé por cómo regula incómodo en la tarde, desafinando sobre todo en los semáforos. Pasado ese trance, es como si en lugar de súper le hubiera puesta un par de red bull. Aunque no le gusta que lo cuente, la única vez que choqué fue porque claramente estaba falto de sueño. El, no yo. Por eso desde entonces respeto su descanso como él mi necesidad de calentar el motor antes de entregarme a un nuevo día de trabajo. 

La planta misma

Para que su hijo le saque una foto tonta, de esas que gusta colgar en su muro de Facebook, coloca la mano izquierda en la planta carnívora que compraron ayer en la tienda del chinito Wa Lun. La imagen digital capta el momento exacto en que caen dos dedos, su cara se transforma como un papel al que va consumiendo el fuego y su mujer se desploma casi teatral. Hasta la planta misma, vemos claramente, ha quedado con la boca abierta. 

Jesús es el yeti

Está escrito en el piso, junto al parquecito del Acceso. Me quedo un rato leyendo y pensando qué habrá querido decir con eso de “Jesús es el yeti”. Bajo este sol primaveral y el ruido de los autos, no logro concentrarme lo suficiente. Sigo mi caminata, cuidando de mirar cada tanto hacia atrás. No sería la primera vez que una extraña sombra se superponga a la mía. En esos casos, pareciera que un hielo se desliza lentamente por mi espalda. Por las dudas, esta vez me persigno con la derecha.

Sarmiento en 140

Tipo bravo, Domingo; un helvético bold de aquellos. No era lo que se dice un hombre unívoco, esos tibios agitadores de un solo carácter. Era, mal que les pese a sus fiscales, los 140 que se necesitan para pulverizar el bronce y soltar al cosmos esas esquirlas que sostienen cual mantra: todos somos la biografía del otro.

La herencia

Cuatro ratas en un fiat 600. El dibujo data de 1972 y lleva mi firma. Cada rata tiene un color distinto: rojo, verde, azul y amarillo. El auto es blanco. Al dibujo lo guardó mi abuela por años y volvió a mí al otro día de su muerte, cuando revisamos sus cajones. Como debíamos repartirnos una herencia tan magra, no lo dudé: el ratón rojo fue para mi hermana, el azul para mi hijo, el amarillo para tía Marta y el verde para Osvaldo, el novio de mamá. Yo me quedé con el fiat, pero ese día me fui más solo que nunca.

El albañil de Bioy

Lo que se le pide es lo que precisamente no hace. El baraja ideas propias con oficio de croupier. Me explico. Se le pide un piso de cerámicos a dos colores, nada especial, y él agregará un tercero, y no sólo eso, dispondrá el dibujo de los mismos de tal manera que imitarán islas perdidas en un mar un tanto extraño, diríase abstracto. El resultado final será tan sorprendente como visionario, por definirlo de alguna forma. La dueña de casa primero cuestionará, como para que quede claro quien contrata y quien paga, para luego decir con cierto entusiasmo que le encanta (por dentro, en cambio, piensa que su marido pondrá el grito en el cielo). Cuando hablamos de él, le llamamos "el albañil de Bioy"; así le puso mi vecino porque sostiene -muy en serio lo dice- que ese hombre menudo y con ínfulas de artista es otra invención de Morel. Verdad o no, el tipo toma cada obra como un laboratorio del que puede salir cualquier cosa menos la imaginada por el arquitecto X o quien lo contrata. Tanto que esta casa, la nuestra, en cuestión de días pasó a ser su casa y nosotros meros invitados a una mesa sin platos ni cubiertos. De hecho, hoy hay dos puertas: una para él, otra para nosotros. Rara vez nos lo cruzamos, lo que es importante, sobre todo por lo incómodo que sería encontrarlo en la ducha o sentado en el inodoro leyendo nuestro diario. El sabe que un día de estos las dos puertas serán sólo una y la calle el único hogar posible para nosotros. Ya lo estoy viendo: desde la ventana, el albañil de Bioy nos saluda, mientras la nieve nos va tapando de a poco, como un ladrillo sobre otro ladrillo sobre otro ladrillo sobre otro ladrillo y así.

Créanme

No es un árbol más, aunque nueve de cada diez que pasan frente a él podrían afirmarlo a ciegas. Ayer, de ese árbol que no es uno más colgaba un pibe de unos veinte años. Para el que desconozca este dato no menor, claro que es un árbol común y corriente, el generoso refugio para el vendedor de helados o para la prostituta que transita la zona con paso firme. Para los que vimos esos ojos abiertos como quien se topa con un fantasma, siempre será el árbol del suicida. De ahora en más, cada vez que caigan sus hojas sabremos que ha llegado el otoño a desnudar al muerto. Cuando vean cómo pende de una rama su vapuleado corazón recién ahí sabrán que no miento. Les laterá más fuerte que nunca, créanme.

DF

Me es casi imposible escribir in situ, jugar al diario de viaje cuando estoy en un lugar nuevo, desconocido. Siento que, como la infancia o ciertos recuerdos, tantas imágenes, diálogos, olores, señales, deben macerar, volver en el momento menos pensado para poder ser escritos. Lo que no se escribe se va, se pierde, se olvida. Yo no quiero olvidar. Por eso escribo, por eso hago memoria y vuelvo a viajar con mis manos y la ayuda de un puñado de fotos que hace años no veía. La catedral de Guadalupe, las mujeres con la vida esculpida en sus rostros indígenas, los colores chillones, los ecos de Frida en los azules, los bigotazos de los hombres, los cejas de las mujeres, la lengua picante, la cerveza del alivio. Y sobre todo, ese perfume que es una mezcla de todos los perfumes del mundo; en él, mujeres y comidas funden sus aromas para desorientar al olfato mejor entrenado. Desde el séptimo piso, veo los escarabajos blancos y verdes como un ejército que marcha caiga quien caiga. Les llaman taxis; en uno de ellos parto sin rumbo fijo. Quien dice que en ese uno en un millón no la encuentre.

Los Tilos

Se peleaban para ver cuál de las dos estaba más loca. Quién amaba más. Quién podía tocar más el fondo, rasparlo con la mejilla húmeda y los labios resecos. En cada extremo, la una y la otra. La cocina, la cama, el living, como un ring multiplicado. Y en medio, las palabras, esos dóciles cuchillos tan al acecho desde sus lenguas. El plan: dar en el blanco, dejar moribunda a la víctima, pisarla con el taco aguja o el pie más descalzo que nunca. Apagar el cigarrillo en el silencio que una dejó sobre la mesa, junto al plato sin tocar de la otra. Fuego cruzado en las miradas. Odio, a veces. Amor, todas las veces. Hasta que un día, una de las dos baja los brazos, desde el rincón el corazón exangüe tira la toalla y un S.O.S grita hasta hacerse escuchar. En una habitación blanca, con una silla, un vaso con agua y una flor que trajo la enfermera, ella piensa que ha llegado demasiado lejos o demasiado cerca. El amor deja más tumbas que flores, siempre es así. Aunque lo aprendió muy tarde, al menos se tiene a sí misma en el espejo. Peor es nada, se dice, y abre las cortinas para que el sol le dé en la cara como ese beso que no llega.

Vacas con ovejas

Maldita sofista, siempre me hacés lo mismo. Comparás vacas con ovejas y el resultado es un perro que me muerde únicamente a mí. No sé cómo hacés, pero en boca tuya los árboles son pájaros capicúa, los aviones medias de red, las madres flores de Saturno. En algo, sin embargo, debo darte la razón: mi espejo y mi almohada están en tu área de exclusión. Allí, él único que hace trampa soy yo. Cuervo con lengua de cisne.   

No pisen al perro


“¡No pisen al perro!, ¡no pisen al perro!”, grita desesperada una chica de no más de 15 años. La gente que sube apresurada al micro mira para abajo o se frena de golpe por si acaso, pero no frena su marcha. Y ella grita cada vez más fuerte “¡no pisen al perro!, ¡no pisen al perro!”. Alertado por los gritos, un policía se acerca a ver qué pasa. Por el lugar circula mucha gente, lo de todos los días. Es hora pico y es tal el ir y venir de chicos de la escuela que el policía fácilmente le pierde el rastro. Es evidente que nadie parece haber visto al perro pero por las dudas evitan pisarlo. Al cabo de un par de horas, cuando todos se han ido, la chica ladra agradecida junto a las ruedas de los autos.

Hoy pienso en Julia

Me desperté pensando en Julia Pastrana. El chiste fácil sería decir que llevaba tres días sin afeitarme y hoy tenía una reunión importante en la empresa. Pero era otra cosa. Sus ojos eran. Nadie reparaba en ellos, en su mirada de pájaro abrumado. Lo lógico era detenerse en esa profusa barba que la rodeaba como un bosque implacable. Sus ojitos decían aquí estoy, hay vida detrás de estos pelos. Supo del amor, o algo parecido, aunque guardaba la triste certeza de que no alcanzaría. Julia había nacido para ser diferente y, hay que reconocerlo, nadie está preparado para eso. Venimos para ser uno más y cuando no se lo es ahí es donde empieza el problema. Algunos matarían por ser diferentes, ella no. Julia hubiera querido una cara como cualquier otra. Una cara lisa, sin más detalles que una boca, unos ojos, una nariz. Pienso en ella y tomo la decisión: hoy no me afeito. Hoy pienso en Julia y sus ojos. Desde una foto ella me mira como desde un espejo saboteado. A mi también me espera un circo, la diferencia es que lo mío es el equilibrio.

Yoko estuvo por aquí

La bolsa es negra, de esas de consorcio. Donde podrían haber ido a parar latas, restos de comida, hojas, por qué no un cadáver bien parecido, sólo hay piedras. Muchas piedras. Se ven con claridad porque la bolsa, arrojada en una acequia, está rota de punta a punta. La lluvia que empieza a caer a esta hora de la tarde produce un extraño efecto sobre las piedras. Perfectamente podría tratarse de una instalación; quizás lo sería de contar con un título. El arte acaba de abrirme una puerta inesperada: pienso “Yoko estuvo por aquí”. 

Ella, el león

Dejó el circo como se deja a una mujer: con la seguridad de que nada es para siempre. Intentó el olvido manejando un taxi, pintó paredes, vendió diarios, probó en el correo. Un día, viendo un documental de la National Geographic, un león miró a cámara y no pudo más. Se quebró como cuando, de tanto en tanto, se encuentra con su ex. Si ella le habla, le habla el león.

Tos del Khumbu

No te suelta. Está con vos día y noche, a toda hora. Es como un espíritu que te toma y hace de vos un ser manejable, sin voluntad, pasible de hacerte bailar como un muñeco vudú o actuar en una bizarra obra de marionetas. Si por un momento creés ingenuamente que te abandonó, falsa señal querido amigo: está agazapada dispuesta a volver a convertirte en una extraña síntesis de rapero y tartamudo. Un médium pasado de copas que transmite en vivo el mensaje en clave de Khumbu, el electrocutado.

Creer (y reventar)


Toca el Buda negro que le acaban de regalar y su vida cambia. Muere.

Aquí no ha pasado nada

En la esquina de Misiones y J. Achaval acaban de chocar una ambulancia y una moto. La ambulancia, que ha quedado dada vuelta, se levanta un tanto mareada y se le va al humo a la moto. A esta todavía no se le va el shock producto del golpe, por eso desde el piso intenta escuchar lo que le dice la otra. La ambulancia le descarga un insulto tras otro hasta que la moto reacciona y con esfuerzo alcanza a decirle: “¿Qué te pasa, tarada, si venías con la sirena apagada y pasaste en rojo?”. Avergonzada, la ambulancia pide mil disculpas y reconoce su error. Cuando llega la policía, ambas dicen “aquí no ha pasado nada, oficial”. No han reparado en que los conductores de ambas están muertos, uno por aquí, el otro por allá.

Colaboración

A mi mujer se le ocurre una historia. Ella dice: “Che, se me ocurrió una historia. Te la cuento, puede que te sirva”. Y arranca: “Esta tarde iba en el auto y en una de esas miro por el espejo retrovisor y veo a Cristo manejando un auto negro, creo que era uno de esos coches fúnebres. Parecía que me miraba el Cristo ese; digo Cristo porque era igual al de la estampita que llevo en la billetera. Yo tampoco podía dejar de mirarlo, casi choco por eso. Al final, antes de llegar a un semáforo, me pasa, me hace una seña y ahí de repente se me pone la vista en blanco. Paré como pude a un costado de la calle, lloré un buen rato y cuando terminé se me dio por persignarme”. La miro sin saber qué decirle pero le digo: “La verdad, no sé si me servirá; gracias igual”. Una vez más, le miento.

¡Corten!

Noche cerrada. Un viento que apenas despeina. Autos por aquí, autos por allá. Camina a paso lento y encuentra tirada una tijera en la vereda. A pocos pasos, un mechón de pelo rubio. Dos metros más adelante, gotas de sangre. Avanza con temor hacia una puerta. No sabe qué le espera detrás de ella. Cuando está por tocar el timbre sobreviene el milagro. Alguien grita ¡corten! y él, un joven extra con poco futuro, respira aliviado.

En el año del dragón, caballos

En tren de elegir, el exegeta de bigote anchoita destaca del inventor de caballos su obra más perfecta e imperecedera: el de calesita. Incansable, duro por fuera, tierno por dentro, ahí va, siempre dócil para conducir al niño por el ilimitado camino de los sueños. Ya quisiera igual destino el sobrevaluado dragón.  

Dudosa fábula surcoreana

Li Ho Chin es un apicultor de 35 años. No sabe leer ni escribir pero por algún extraño designio puede escuchar y entender lo que dicen las abejas. Una mañana de abril de 1972, en la mismísima cara de Li Ho Chin una de ellas le cuenta a otra que la muerte del apicultor es inminente. Sin mostrarse perturbado, Li Ho Chin vuelve a paso lento a su casa, busca el viejo revolver de su padre, se sienta en la cama y decidido se dispara en el corazón. Li Ho Chin muere desconociendo, entre muchas otras cosas, que las abejas, además de sabias, son peligrosamente mentirosas.

Eso que yo

Compro comida para gatos y no tengo gato. Por cosas así una noche mi mujer se fue con mi mejor amigo y eso que yo no tenía amigos.

Nada pasó

En la foto los perros están acostados bajo la mesa. Sobre la mesa hay un florero y en el florero una marchita rosa blanca. Pienso que ya hace demasiado tiempo que papá no da señales de vida. Mamá, que acaba de escuchar mi pensamiento, sigue preparando la comida para los perros. Hace como que nada pasó. Por eso esta vez no ladra.

Wikifreak

Convocado como todas las noches por el insomnio y sus narcóticas sirenas, me subo de buena gana al barco de Homero. O traducido en mi idioma, ir a la computadora como a sus piernas, si ella estuviera aquí. Misión en el desvelo de hoy: buscar algo en Wikifreak. Tipeo “Jirafa hasta los pies”. La pantalla me explica: “Agrupación fantasma. Mix de estilos, predominantemente new romantic con sello indie. Líder único. Pensamiento lateral. Su cerebro tiene 17 años y duerme menos que un sereno. Noche a noche grazna cosas como ‘Y ese barco se hundía/ palabra por palabra/ Se hundía/ como una hostia/ en la boca mía’”. Leo también una extraña recomendación: “No busquen su disco. No existe, es apenas una voz interior”. Se sabe, esa es la más jodida, la que da vueltas como un caset girando en torno de una bic negra. He dado con la clave: para el sueño que no llega, invoco a una masajista oriental que se ensucie a lo niño las manos conmigo. Y que parezca un accidente.

Más de tres

El político que leyó más de tres libros fue encontrado muerto con un extraño rictus en sus ojos y una mancha de tinta en medio de la frente. Por años se ocultó la verdadera historia de este inesperado desenlace. Podríamos decir que las conjeturas crecieron a la par del mito, ese malvón agradecido de ver luz. Jamás trascendieron los títulos de esos libros ni los detalles de la muerte, pero en tren de leer bajo el agua todo indicaría que se trató de una venganza de la corporación. Quién era él para ponerlos en evidencia tan aviesamente. Según el forense, cenizas hubo en la boca del político. De acuerdo con su informe, eran de un papel similar al de las páginas de un libro. El parte médico oficial habló en su momento de un simple paro cardíaco; nada que no pueda provocar un poema conmovedor, una novela movilizante, un cuento esclarecedor. O una biografía en la que vivir quepa en apenas tres o cuatro libros.

La verdad de Félix Bush

“Construí una cárcel y me encerré dentro de ella por cuarenta años”, se sincera Félix Bush ante el dueño de la funeraria. Está purgando una culpa que lo corroe por dentro a tal punto que decide hablar por única y última vez. Un dios interior no alcanza, nunca le alcanzó, para explicar por qué se aisló en el bosque y le dio de pastar a sus demonios. Ahora debe confesarse frente al pueblo y ante su propia sombra. Contar su verdad como quien se saca una molesta sanguijuela del corazón. Llega el día anunciado y todos están parados esperando que hable, que explique qué luz se le apagó en los ojos, que cuente qué cazador furtivo le asestó su mejor bala en la esperanza. Félix Bush está por hablar y esa mujer que lo mira a los ojos ya está llorando, allanando la primera piedra del camino. La verdad está por caer sobre propios y extraños como una lluvia ácida que a todos salpicará. Recién entonces Félix Bush habrá de sentirse libre y podrá rumbear con la frente bien alta hacia esa caja de madera que el mismo construyó. Sabe que ahora sí ella lo estará esperando.

Profético

Corría loca detrás del caracol. Agitada, lengua afuera, el corazón a punto de estallar, alcanzó a rozarlo. Suficiente para saber que no se trataba de otro sueño recurrente y que morir así tenía algo de profético. Perder frente a un caracol era como entrar al mar y que el agua no la tocara. Y si el agua no la tocaba, el caracol reiría frenéticamente hasta estallar y multiplicarse en jardines ajenos. En el propio, acaso, un conejo intentara el vuelo. ¿Para qué entonces, esas antenas que sólo captan la radio que transmite el canto de los grillos día y noche?

Final alternativo

Entra a la librería decidido a comprarse un par de libros. Los lleva anotados porque siempre le pasa lo mismo; se distrae viendo las tapas, los títulos, los autores que no conoce y al final termina llevando cualquiera menos el que buscaba. Ahora está seguro de que eso no volverá a ocurrirle. En realidad, eso creía hasta que al ver una tapa que le llama la atención descubre que el título es igual al de uno de sus cuentos. No al de cualquiera, al de su mejor cuento. Le sobreviene tal bronca, tal impotencia, que no sólo no compra lo que tenía pensado sino que a una mujer que está por pagar y lleva el libro que disparó su ira le dice por lo bajo, sin que lo escuche el cajero: “Yo que usted no lo llevaría. Lo leí hace poco y es una porquería. Lo peor que ha escrito”.
Final alternativo, símil “Elige tu propia aventura”: El escritor indignado descubre que no sólo el libro se llama igual a su cuento sino que el autor tiene su mismo nombre. Ante tan borgeana situación, se le nubla la vista y se desploma como la bailarina del Cisne negro. Los que están a su alrededor cambian de planes; deciden llevarse ese libro sin importarles si en algún momento despertará.

Ella a él / él a ella

Ella le dijo: vos sos un mal doblaje del doctor House. El a ella: y vos, como una película de Armado Bo pero muda. Como ninguno entendió lo que quería decirle el otro, convinieron que al menos por esa noche no había razones para seguir discutiendo. Una vez más, el sexo pacificador puso las cosas en su lugar. En el alto al fuego parecían una foto de Annie Leibovitz.

Call center

Aquel cabaret mexicano era como cualquier película mexicana, un aullido de colores, un exceso de formas, luces, sonidos. Canciones pegadizas le salían al paso, románticas por demás como esas chicas gruesas, de bigotes a lo Frida y labios inflamables, que relojeaban detrás de una cortina sucia. Se quedó en la puerta, fumando para no hablar, viendo lo suficiente como para saber que el sexo no estaba ahí, que la noche prometía algo mejor que esas desalineadas julietas de utilería. Prometía, bendita Virgen de Guadalupe, esa chica del call center que amaba las novelas de Boris Vian y odiaba con fervor los boleros, toda esa pasión impostada. Ella valía mucho más que dos polvos y dos Jack Daniel's. Sin que él se diera cuenta, le escribió un nombre y un teléfono en el pasaporte. Al otro día, varado en el aeropuerto, la llamó y llamó sin resultado. Ella no contestó. Demasiado trabajo, pensó resignado.

Acting

No hizo falta mentirle ni improvisar una excusa más o menos convincente. Salía a comprar cigarrillos como todos los días. Su mujer lo miró a los ojos pero no le dijo nada. Después cerró la puerta con el temor de siempre.

Tu puerta

Mirás la lluvia pensando que alguien debería golpear tu puerta en este preciso momento. Y aunque nadie llega, en tu corazón anegado la música gira una última llave y el que dormía en vos te saca a bailar como entonces.

Contame

El ventilador de techo va por su vuelta 108.957 cuando suena el timbre. Molesto, muy molesto porque han interrumpido su conteo, le abre al sodero y apuntándole en la frente antes de que el otro le lance su acostumbrando “Buenos días, jefe”, le dice, más bien le exige: “Empezá a contar. ¡Ya!”. Pálido y totalmente aterrorizado, el sorprendido hombre de unos 50 años se larga a contar titubeante: “1, 2, 3, 4, cin…” en la mitad del cinco suena el disparo. Con sus últimas fuerzas, el sodero exhala “…co”. Más relajado, el dueño de casa cierra la puerta de calle, vuelve a su pieza y recomienza el conteo interrumpido. Esta vez arranca desde cinco.

Tres deseos

La moneda está en el aire. La niña mira y no cae. El niño cuenta los segundos y tampoco cae. Un hombre, que bien podría ser el padre de ambos, piensa que debe tratarse de una foto. Hasta que de repente cae y ya no son los mismos: sus deseos se han cumplido y en un pestañeo desaparecen de allí. La niña es una más en el casting de Narnia, el niño festeja el gol del campeonato y el hombre está con la mujer de su vida. ¿La que arrojó la moneda?

Un tipo más

Entró en la etapa Tahoma después de años entregado a la Arial. El había sido un tipo más de la Times (con ascendente en Helvética) en aquellos años de escasos cambios, de vida organizada y mínimas digresiones. Ahora lo suyo lleva el sello de los puntos suspensivos; no quiere oír hablar de paréntesis ni corchetes. Quiere aire, pocas comas, mucho blanco; sobre todo mucho blanco. Su presente se reduce a poco más de 1.000 caracteres. Suficiente para decir, y decirse, que no todo habrá de terminar con un punto.

Alféizar

Dijo ella: nunca usás la palabra alféizar. Tenés razón, le dije. Me dice: ¿Qué te parece si hablás de una paloma que cae en tu ventana, herida por el disparo de un rifle? Escribís, por ejemplo,”esa mañana, como todas las mañanas, no vi sólo la montaña desde mi ventana. Obstruyendo mi privilegiada visión de la cordillera había una paloma herida sobre el alféizar”. No me gusta, le dije. Y fui por el rifle.