Fue él

Adonde va lleva un pequeño lápiz negro, herencia de su padrino carpintero. No es porque crea en ese lugar común de la inspiración, tan sólo trata de que en cualquiera de sus lecturas (jamás sale sin un libro, mucho menos si va a pagar impuestos) no se le escape una frase memorable, un fragmento maravilloso que con el tiempo no pueda redescubrir. Para su sorpresa, con los años ese minúsculo trozo de madera ha ido tomando vida a punto tal de tomarse la confianza de hacer sus propias marcas, dejar arbitrarias anotaciones al margen, reflexionar sobre determinado texto y hasta sugerir temas para poemas, cuentos y notas periodísticas. Por precaución –su mujer dirá que es no otra cosa que pánico– lo ha dejado confinado al rincón más lejano de su mesa de luz, no lo suficientemente oculto como para evitar que a mitad de la noche escriba en la libreta de apuntes: “Me voy, no me busques. La historia que pensabas escribir seguirá siendo mía”.

Acuariano

La calle desolada tras el bombardeo. Lo único que pido después de tanto fuego cruzado, tanta pirotecnia doméstica. Un silencio absoluto, una soledad proporcional. Caminar pisándome la sombra con un libro bajo el brazo, silbando para adentro una melodía que aún nadie oyó (¿un tango luminoso?). Tranquilo por saber que ella mira por la ventana y me sonríe (aunque llore a su modo). A esta distancia apenas alcanzo a leerle los labios: no sé si balbucea que espere de ella un tsunami de amor o maldice que me caiga un rayo o un piano o la peor versión del Quijote. Yo también le sonrío y le digo algo que ella entiende como “nuestra vida es una novela que escribimos juntos” cuando en realidad le estoy diciendo “el sueño donde te partía la cabeza con una máquina de escribir como la de Jack Kerouac no era una pesadilla. Era una visión. Empezá a correr...¡ahora!”.

Sin título

Ya perdí la cuenta de cuántas veces me paré frente a ese cuadro y me dejé ir. Desorientado, caminé entre sus girasoles con un habano cubano guiándome desde el humo y un sombrero estrafalario coronó mi cromático desconcierto. En esas costas, conocí a la mujer del desnudo sobre una piedra (su piel olía a manzana verde, a mañana junto al río). Allí golpeé la puerta de una casa vacía que al abrirse me devolvió aquí, a estos zapatos embarrados, a las veredas repletas de poetas y carteristas y a esos demacrados mimos que en la esquina tiran de una soga imaginaria y tanto tiran que me falta el aire; veo visiones, gitanas regalando mascotas, violinistas en un spa, niños que besan al Presidente. Ahora soy yo quien cuelga como un cuadro y él quien entra en mí. Sin sombrero, habano, mujer, piedra, girasoles, manzana, río, casa, puerta, mañana ni humo, se deja ir como un ahorcado.


Bolivia real

Lo primero que le ofrecieron al aterrizar en el aeropuerto de La Paz fue un té de coca, como para acomodarse a la altura. Lo tomó de mala gana; a esa hora lo único que le importaba era conseguir lo antes posible un hotel donde hacer tiempo entre un avión y otro. Terminó en un cuatro estrellas (ese tipo de calificaciones no dejaban de resultarle un tanto arbitrarias), bastante húmedo pero acogedor. Lo más extraño se encontraba de las ventanas hacia afuera: por el jardín recién cortado caminaban unos cuantos pavos reales. Uno de ellos se acercó lo suficiente como para dejarse fotografiar. A la larga, su foto resultó ser lo mejor de ese penoso viaje que también incluyó insólitas y agobiantes escalas nocturnas en Honduras y Ecuador. Finalmente, de Bolivia se llevaba, además de la preciada imagen, un sutil catálogo de olores. Por momentos se había sentido algo así como un chef intruso, degustando comidas inéditas, sabores excitantes, en una fiesta única para su paladar. Ya de nuevo en el avión, miró por la ventanilla las lejanas luces de la ciudad. La noche, con unas copas de más, ahora tenía los colores de aquel pavo real. Y también su sabor.