En el eco de

El nido vacío de la mamá de Nietzsche es un agujero negro donde caben todos los suicidas con sus correspondientes instrumentos del abandono. Para llenarlo, Franziska escribe a diario cartas a sí misma que él se empeña en contestar con una risa como de puntos suspensivos.

Cada quien, cada cual

Si tuviera el valor suficiente, elegiría a esa maniquí de la blusa lila y la desnudaría allí mismo para amarla furiosamente contra la vidriera. Siente que entre ambos acaba de nacer una conexión que nadie podría entender. Especialmente los que van y vienen por la vereda sin reparar en su belleza. Ahora la toma cuidadosamente entre sus brazos y la lleva hasta la caja. Después de decirle algo al oído, la deja parada a un costado para sacar su tarjeta de crédito; no se ha percatado de que detrás ya tiene a dos guardias de seguridad dispuestos a sacarlo a empujones a la calle. La cajera no entiende nada. Mucho menos esa expresión de tristeza que va ganando el rostro del maniquí.

Cuatro ojos

No hay día que no se pare frente a la misma ventana de ese segundo piso (la que tiene un vidrio roto apenas sostenido con cinta adhesiva). De nada sirvió la piedra del aviso arrojada aquella noche de lluvia e impotencia. Sigue esperando que de una vez por todas se abra. Una señal le bastaría para irse de allí con algo parecido a una palabra, una posibilidad que atenúe su pena en ascenso. Sigiloso como siempre, el voyeur del tercero confía en un descenlace que lo involucre. Ruidos de colchón, gemidos, botellas que se abren, fósforos que se encienden en medio de la noche para iluminar a todos los lobos sueltos en la habitación. Pero la luz sigue apagada y ya son las tres. Resignado, mete las manos en los bolsillos, tantea el arma, y parte sin rumbo fijo. Detrás de la ventana del segundo, cuatro ojos ven más que dos.

Los dos lados

Lejana, apenas audible, la música llega como un aroma más hasta su mesa. Le suena conocida pero no está del todo seguro de quién se trata. Intenta concentrarse en lo que le está contando su mujer, sin embargo ya está muy lejos de allí, revisando de memoria sus discos. De pronto, se acuerda. “¡Hayden!”, grita al mismo tiempo que vuelca el vaso de vino sobre el vestido que ella está estrenando. Sin decir palabra, la mujer se levanta, camina hacia el mozo y le susurra algo al oído. El hombre asiente con la cabeza, va hacia la cocina, busca algo que esconde con disimulo y vuelve con paso firme a la mesa de la pareja. Clavándole la mirada a él, le lanza furioso: “¡Usted no puede confundir Hayden con Liszt!”, y con el cuchillo más contundente que encontró le parte el cráneo en dos. Ahora su cabeza tiene un lado A y un lado B como sus primeros discos de Mozart.

En sus marcas

Cuento osos. Por las noches y por si acaso. Las ovejas huelen mal y además son tan previsibles como los cíclopes. Cuento osos y por contar osos amanezco todo rasguñado. Ella no me cree. Por eso en pleno día sueña con vampiros. Y vuela.

Aranda

Iba a hablar de Aranda, el jardinero. Decir, por ejemplo, que su pala tenía un filo sospechoso, que solía llevar un rollo de alambre que no utilizaba para nada, que sus guantes eran de gamuza y su mirada esquiva, desconfiada. Con él, el trato no superaba el mero cruce de un “buen día” y un “hasta luego”. Iba a hablar de Aranda y termino hablando de su amante, enterrada junto al jazmín, perfumada para siempre.