El Señor

El predicador se para frente a la puerta y duda si tocar el timbre o golpear. Golpea con timidez. Dos veces. Cuando la mujer se asoma y está por decir, con su estudiado tono amable pero cortante, "disculpe, somos católicos", el hombre abre ceremoniosamente su maletín, saca una armónica y toca una melodía de Tools Thielemans. Extasiada, la mujer lo invita a entrar. Una vez adentro, el predicador revuelve el café y le dice con una sonrisa sincera, "viste, Dios es una música que entra por cualquier parte".

Paso de cebra

El ataque de pánico le sobreviene en medio del paso de cebra. Queda detenida como en una foto. Se diría un árbol atravesado por el rayo de Vallejo. Desde el interior de su cápsula momentánea, puede verse a sí misma como la tapa de un disco. Ella en Abbey road. Extática con su banda sonora de monedas, frenadas, portazos, ramas caídas, corazones rotos. Los autos le pasan a centímetros, no reparan en su cuerpo de maniquí demodé. La rozan, la despeinan. La ignoran mecánicamente. Ella sigue dentro de ella durante segundos que pesan o duran tres días. Cuando retorna, la foto se mueve y el disco vuelve a girar, entonces llora como si fuera otro domingo en Londres. Ella.

Música para un ascensor que sólo sube

Empieza con el despertar de una araña. Continúa con el pliegue de las alas de una mantis. Y concluye con el despegue de un pájaro capicúa. Antes y después hay una puerta. Detrás, el sonido que sostiene y eleva. Las notas, a su turno, sortean sus propios escalones: esas piedras innumerables que hacen callar o caer o volar.

Carne sobre carne

Lo mío con ella fue como esa frase que Romualdo Quiroga le lanzaba lascivamente a Isabel Sarli cuando la sometía sobre una media res en la caja trasera de un camión: "Carne sobre carne". Nunca pude sacarme de la cabeza esas palabras, esa piel, esa blanca carne de mujer que con sólo llevarse a la boca un cigarrillo el humo se atoraba en medio de su pecho. Han pasado tantos años que por no recordar su nombre la evoco como Isabel. Hubiera deseado que al menos una vez el arribo a su cuerpo sin fronteras superara el mero contrapunto de la física y la química. Habría muerto feliz, completo, escuchándola susurrarme "¿qué pretende usted de mí?".