Perdido el hilo

El ojo, la aguja, el hilo perfilado para cruzar una vez más el minúsculo túnel. Nada del otro mundo para una anciana que cose como respira desde que tiene memoria. El pulso imperturbable no le delata los 89. Pero ahora, a las 20.40 de este martes de junio, la mano le tiembla y la aguja, por primera vez en mucho tiempo, se desencuentra con el hilo. El pibe que le apunta lo nota y se ríe y le dice "no estás nada mal viejita" y se vuelve a reír y el revólver se agita al ritmo de su risa alucinada. Antes de que la anciana intente decirle que sólo tiene los 400 recién cobrados, la bala se le instala perfecta, maradoniana casi, en medio de la frente. Media hora después, por ese mismo agujero dos policías enhebran una conversación de rutina: -Para qué matarla; con un simple golpe el muy boludo la sacaba del medio y le robaba igual- analiza Ferreira. -Qué querés, seguro que era un pendejo que estaba dado vuelta- infiere Carrizo, mientras juega con una bufanda tejida por la vieja. Sin más por hacer en el lugar del hecho, Ferreira prende otro cigarrillo y a los gritos saluda al chofer de la morguera apelando a su acostumbrado humor negro: “Cacho, ¿quién te tejió ese pulóver de trolo?”. Ahora el que ríe a destiempo es Carrizo.

El trato

Fue hasta la cajita que guardaba en un lugar poco accesible para cualquiera que no fuera él y la sacó con especial cuidado, consciente de su habitual torpeza con las manos. Antes de volver a donde lo esperaban, se sentó en la cama y lloró como no lo hacía desde niño. En sus manos, lo que debía entregar quemaba como un anillo caliente. Las voces de los otros le llegaban cada vez más cercanas; delataban los nervios compartidos y dejaba aún más claro que ya no quedaba tiempo. Había que entregarlo para intentar al menos volver a llevar una vida normal, aunque todos supieran que eso sería casi imposible. Tomó coraje, se levantó decidido y fue hacia la cocina donde lo aguardaban de pie. Eso que a su pesar debía entregar iba aferrado en su puño. No hizo falta decir nada, sólo se miraron unos segundos hasta que bajaron la vista dando por cerrado el trato y como llegaron, se fueron: murmurando en aquel idioma de infancia. Ya solo, el vacío recuperó cada rincón de la casa. Un previsible tsunami de silencio fue barriendo todo a su paso y lo arrojó desprevenido sobre su cama. Desde allí vio en cámara lenta como las fotos de su vida se acomodaban una a una en el techo e iban dando forma a otra versión de su historia. Ni más feliz ni más tranquila. Simplemente, otra.

Los que pescaban

Tenían las manos gastadas, las uñas negras, la mirada desconfiada. Tenían el cuero curtido, el olor del mar penetrado, la lengua en un tic de alerta. Tenían mujeres que los esperaban con la comida caliente y los pies fríos, hijos entrenados para el naufragio, madres con el rosario en la boca. Tenían el viento como un tatuaje insoportable, las mejillas en carne viva. Tenían redes, anzuelos, cañas. Oficio. Toda la paciencia. Tenían el horizonte. Hasta que un día ni eso tuvieron.

Autoayuda

Pensar en mí. No en mí pensando en ella.

On-Off

El bombero ciego, el mago fallido de mi madre y tu padre, toca el fuego para leer en la ceniza la partitura de lo que vendrá. En los ojos de sus víctimas hay un grito hecho polvo que habitualmente él escucha con las manos abiertas, entregado como un agujero más a la red de su sombra. Son éstas las ocasiones en las que su corazón exhausto libera un agua milagrosa, vital, para que todo se apague y vuelva a encenderse justo del otro lado.

No se nos

Le decíamos Guernica porque no se le entendía nada cuando intentaba explicar alguna teoría. Típico chiste universitario. A pesar de esa piedra que el profesor Ardiles nos obligaba a sortear en el ríspido camino del aprendizaje, a la larga su método develaba aristas únicas, puentes inesperados que motivaban ir a sus clases como a una cita imposible de cancelar. Y así como él detestaba trabajar a reglamento, nosotros nos negábamos a concluir el encuentro de martes y jueves en una mezquina hora de reloj. Por eso el café de la facultad o el mismísimo jardín oficiaban de literal extensión universitaria. En ese extra que nos ofrendaba gratis (o a cambio de un cigarrillo o dos) había más contenido y pasión que en cualquier mamotreto sugerido por un férreo plan de estudios. La vida, una vez más, estaba en otra parte y nosotros, simples pasajeros de turno, éramos un fragmento más en el puzzle del profesor Guernica. El día que intentaron armarlo, digo domesticarlo con cancerberos del intelecto, decretaron sin más la muerte del sorprendido Ardiles. Desde entonces una paloma hiperrealista, falsa paz de postal, nos sobrevuela la cabeza pero no hay caso, entrañable Guernica, no se nos cae una puta idea.