Call center

Aquel cabaret mexicano era como cualquier película mexicana, un aullido de colores, un exceso de formas, luces, sonidos. Canciones pegadizas le salían al paso, románticas por demás como esas chicas gruesas, de bigotes a lo Frida y labios inflamables, que relojeaban detrás de una cortina sucia. Se quedó en la puerta, fumando para no hablar, viendo lo suficiente como para saber que el sexo no estaba ahí, que la noche prometía algo mejor que esas desalineadas julietas de utilería. Prometía, bendita Virgen de Guadalupe, esa chica del call center que amaba las novelas de Boris Vian y odiaba con fervor los boleros, toda esa pasión impostada. Ella valía mucho más que dos polvos y dos Jack Daniel's. Sin que él se diera cuenta, le escribió un nombre y un teléfono en el pasaporte. Al otro día, varado en el aeropuerto, la llamó y llamó sin resultado. Ella no contestó. Demasiado trabajo, pensó resignado.

Acting

No hizo falta mentirle ni improvisar una excusa más o menos convincente. Salía a comprar cigarrillos como todos los días. Su mujer lo miró a los ojos pero no le dijo nada. Después cerró la puerta con el temor de siempre.

Tu puerta

Mirás la lluvia pensando que alguien debería golpear tu puerta en este preciso momento. Y aunque nadie llega, en tu corazón anegado la música gira una última llave y el que dormía en vos te saca a bailar como entonces.

Contame

El ventilador de techo va por su vuelta 108.957 cuando suena el timbre. Molesto, muy molesto porque han interrumpido su conteo, le abre al sodero y apuntándole en la frente antes de que el otro le lance su acostumbrando “Buenos días, jefe”, le dice, más bien le exige: “Empezá a contar. ¡Ya!”. Pálido y totalmente aterrorizado, el sorprendido hombre de unos 50 años se larga a contar titubeante: “1, 2, 3, 4, cin…” en la mitad del cinco suena el disparo. Con sus últimas fuerzas, el sodero exhala “…co”. Más relajado, el dueño de casa cierra la puerta de calle, vuelve a su pieza y recomienza el conteo interrumpido. Esta vez arranca desde cinco.

Tres deseos

La moneda está en el aire. La niña mira y no cae. El niño cuenta los segundos y tampoco cae. Un hombre, que bien podría ser el padre de ambos, piensa que debe tratarse de una foto. Hasta que de repente cae y ya no son los mismos: sus deseos se han cumplido y en un pestañeo desaparecen de allí. La niña es una más en el casting de Narnia, el niño festeja el gol del campeonato y el hombre está con la mujer de su vida. ¿La que arrojó la moneda?

Un tipo más

Entró en la etapa Tahoma después de años entregado a la Arial. El había sido un tipo más de la Times (con ascendente en Helvética) en aquellos años de escasos cambios, de vida organizada y mínimas digresiones. Ahora lo suyo lleva el sello de los puntos suspensivos; no quiere oír hablar de paréntesis ni corchetes. Quiere aire, pocas comas, mucho blanco; sobre todo mucho blanco. Su presente se reduce a poco más de 1.000 caracteres. Suficiente para decir, y decirse, que no todo habrá de terminar con un punto.

Alféizar

Dijo ella: nunca usás la palabra alféizar. Tenés razón, le dije. Me dice: ¿Qué te parece si hablás de una paloma que cae en tu ventana, herida por el disparo de un rifle? Escribís, por ejemplo,”esa mañana, como todas las mañanas, no vi sólo la montaña desde mi ventana. Obstruyendo mi privilegiada visión de la cordillera había una paloma herida sobre el alféizar”. No me gusta, le dije. Y fui por el rifle.