Digresión

Balzac nunca lo hubiera imaginado. No digo morirse a los seis meses de casado, sino que un delivery lleve impunemente su nombre. Tampoco que La comedia humana no se lea con frenesí en micros, taxis y guardias de hospital. Hoy, al pobre Honoré se lo lee tan poco como a los poetas de provincia y a los ensayos sobre el adn de las luciérnagas. Balzac, en todo caso, es un buen nombre para una banda electrónica o una librería o una delicatessen para sibaritas ilustrados. Mal que les pese a políticos y cantantes de narcocorridos, Balzac es perenne como una estatua en el desierto de Atacama o el anillo de un cadáver. Balzac es ese amigo que se fue lejos pero te escribe y en cualquier momento, como Victor Hugo, vuelve para despedirse.

El sombrero de mi padre

La cara de mi madre llega antes que mi madre. No necesito un astrolabio para verla cruzar la calle. Me alcanza una ventana, los ojos bien despiertos, las ganas. Trae bolsas del supermercado en cada mano, su campera azul, el pelo sin canas, una billetera marrón, quince pesos, hambre de ayer. Mi madre siempre piensa –y lo dice– que algo malo le va a pasar. Igual sale a la calle, desafiando al horóscopo, las runas, los consejos de sus hermanas, los taxistas suicidas y esos pianos que no dejan de llover por las veredas y que ella sabiamente esquiva. Mi madre, ochenta años como ochenta mundos u ochenta satélites de amor, llega hasta mi casa y sabe que el niño que ahora la recibe también soy yo. Tengo el pelo más corto, menos vocabulario y aún demasiados libros por leer en mi mesa de luz. Cuando atraviesa la puerta y de casualidad se ve reflejada en un vidrio, saluda con su mejor sonrisa. Esa es su lección. Y yo sigo su ejemplo, cada vez que paso frente a un espejo me saco el sombrero de mi padre.

De tapas

La escena transcurre en el Museo del Jamón, Madrid. El hombre, 50 años, barba candado, arito, termina de pagar. Ella, no más de 40, rubia, mechón rojo, aros tipo perla, tropieza y le tira la cerveza encima. Cuando está por lanzar un insulto, la reconoce: es la misma mujer de la tapa del libro que acaba de comprar en el Corte Inglés. Para disculparse, ella lo invita a tomar algo, luego a otra copa por haberla reconocido y a la tercera ya están en su casa (su cama). Años después la recordará, no así su cara en la tapa. El libro, como tantas otras cosas de lo imprevisto, quedó olvidado en la mesa de luz. Hablaba de un hombre como ella y una mujer como él.

Agua va

La camioneta se detiene al costado de la ruta. Bajan en silencio. De fondo, la radio rebota una chacarera del Chaqueño Palavecino. La madre de los tres que van con ella lleva en su mano una pepsi de dos litros, llena con agua de la canilla. Con un gesto ceremonioso la deja junto a cientos de botellas similares. Están solos porque es plena siesta, pero hay días en que no se puede caminar por ese cementerio de plásticos e insectos. Ninguno habla o hablan para dentro, como hacen cada vez que visitan al Gauchito. Pasajeros de un viaje que no admite intrusos, sus ojos se concentran en la pequeña gruta. La mujer, que viste la misma blusa roja de todos los meses, pide por sus hijos, mientras sus hijos piden por ella, la cosecha que se viene y el hermano purgando su pena en una cárcel del Sur. Los cuatro agradecen estar vivos. Sienten que si se acabara el mundo en ese instante, ellos al menos estarían a salvo. Cerca, a unos cien metros, un camión va perdiendo una rueda y el conductor, que tomó de más, el control del volante. Un ruido, un solo ruido, acalla al Chaqueño. Lo que sigue, lo leímos en los diarios.

Elefante en el azar

Siete de abril. Elijo ese día porque me es ajeno. No me dice nada y algo o mucho esconde. Sugiere. Digo ochenta y tres y no es mi madre ni mi padre. Tampoco la página del libro que abandoné. Pienso en Piscis y apenas si creo en la Luna porque ahora otea como una gata en celo. El azar es el que dicta. Lengua larga, piernas cortas. Podría este día ser el último o dejar que corra sangre como tinta. Admirar al elefante y punto.