Un balcón sin macetas

Todo empezó o terminó cuando el perro de ella rompió la maceta con la planta de marihuana que le habían regalado a Alberto para su cumpleaños. A los gritos le dejó bien en claro y lo cumplió: nunca la perdonaría. Alicia puso unas pocas cosas en una valija, llamó un taxi y desapareció, casi como si hubiera cruzado un espejo. Antes tomó ciertas precauciones, por ejemplo llevarse todos los ahorros de Alberto. A los pocos días se compró una notebook, empezó a escribir una novela de una mujer despechada que se venga de su ex, otro buen día logró que se la editara Alfaguara y cuando fue lo suficientemente famosa, lo primero que hizo fue ir a tocarle el timbre a Alberto. Mejor no podría haber resultado; la atendió su nueva pareja. "Soy Alicia, su ex", se presentó sin preámbulos para evitar cualquier reacción o saludo de parte de la mujer que abrió la puerta. Apenas se repuso, la otra preguntó con cara de pocas amigas: "¿Qué querés vos acá?". "Nada, solamente decile que el video que grabó con su amigo gay se quedó con mis cosas. Chau chau..." Desde entonces, diez días ya, Alberto la llama cada cinco minutos pidiéndole hablar. Ella suele excusarse a través de su representante. "Macho, dice que la disculpés, pero hoy tiene que firmar ejemplares de Un balcón sin macetas en Rosario. Seguí insistiendo", escuchó Alberto la última vez.

¿Quién dijo que estoy aquí?

"Uno recién empieza a morirse cuando piensa en su epitafio, cuando cree haberle dado forma definitiva, como a un poema", escribía a sus 81 el poeta Aldo Lisboa. "El mío dirá -continuaba- ¿Quién dijo que estoy aquí? Una pregunta retórica para arrancarle al menos un segundo de atención a la mujer que pasa cada lunes a llevarle flores a su marido muerto en la guerra o a la adolescente que descubre el sexo detrás de mi tumba, ese jardín en donde entregará su primera rosa negra".

De un vaso roto

Cómo puede ser que me escriba desde un vaso roto, salpicando las palabras con lo mejor de su sangre, ella que estuvo en mil batallas, que sabe de atravesar paredes como yo de esperarla del otro lado. Cómo puede ser que el vaso estuviera vacío, que obviara el brindis antes de la caída, que ni siquiera sus labios dejaran marca, su brevísimo paso para el estallido del después. No había dos vasos como tampoco había tres huellas. Se rompió y algo de mí caminó sobre los vidrios. Y por gritar no la escuché. Y por sangrar, callé.

Kafé con Cafka

Me espera en el fondo del café donde todo es negro y blanco. Corrijo: él es gris. Hay humo, dos mujeres fumándolo, y yo las veo como trenes que huyen mientras recuerdo mis amores descarrilados (ellas como novelas interrumpidas, como sonatas inconclusas, apenas música terrestre). Franz lee un diario o se esconde detrás de sus páginas. Cuando me siento frente a él me mira fijo a los ojos y dice: Yo no fui. No dice nada más. Se para, deja una moneda de otro siglo y se va con el humo de las mujeres y las mujeres se van con él. Una de negro, otra de blanco, él de gris. El mozo me reclama el diario. Sin pensar le digo: Yo no fui. Pero nadie lo dice como él, con esa voz claustrofóbica como si las palabras se despeñaran de una inevitable telaraña. A tal punto en que queremos abrir una ventana o romper los vidrios o dibujar otra puerta en busca de aire. O pedir la cuenta y volver al mundo, la calle, los colores.