Dorita y los de rojo

No hay día que no le pida una aspirina. Nunca se le escuchó decir me duele la cabeza ni mostrar algún signo de molestia. Simplemente pide una aspirina, la recibe, agradece y se va. Un día, la noticia altera el monótono ritmo de la oficina. Su muerte -algunos comentan que fue por una hemorragia intestinal- sorprende hasta al más apático. Dorita, la veterana de Soriano & Asociados a la que nunca le falta una aspirina en su cartera, la que surte a cuanto hipocondríaco merodee su escritorio, no puede evitar sentirse algo culpable. Tiene un nudo en el estómago y a cada rato parte al baño a llorar sin testigos. Le duele la cabeza, buena excusa para su diaria aspirina. Se siente un poco mareada, su cara en el espejo se va difuminando como un televisor mal sintonizado. Cae lentamente pero no logra dar con su cabeza en el piso porque una compañera que va entrando alcanza a sostenerla. "¿Dorita, qué te pasa? ¿Estás bien?". Son las últimas palabras que alcanza a escuchar. Cuando despierta en el hospital está rodeada de extraños. Todos están de negro; tienen una rosa marchita en la mano y se la extienden. Ella está demasiado sorprendida y atemorizada como para recibirlas. Cree conocer a uno de ellos; efectivamente, se trata de su compañero de trabajo, el de las aspirinas, la diferencia es que ahora está pelado y lleva una cadenita de oro en el cuello. Llega un punto en que está tan confundida que llama al doctor y le ruega que le cambie la medicación. Era mejor, le dice, cuando los que la visitaban vestían de rojo y le traían chocolates y libros de Corín Tellado.

Ahí

Murió prometiéndose un año sabático. En los últimos treinta años había trabajado cada vez más para ahorrar y darse ese prometido impasse para escribir la novela de su vida, la que lo desvelaba, la que le daría un modesto pasaje a la eternidad. Cada diez años (arrancó a los cuarenta) juraba que había llegado el momento de cumplirse la promesa: dejar todo y tomarse el bendito año sabático. El envión le duraba apenas unos cuantos días hasta que la realidad, la mujer o un amigo esclarecedor lo bajaban a tierra en cuestión de segundos. ¿Con qué, si no tenés un mango ni para un fin de semana sabático, loco de mierda?, solía lanzarle ella con precisión de cenicero o despedida. Sabiamente, él había optado por seguir con la poesía. Se sabe, un poema se escribe de parado, antes o después del sexo, con o sin luz, en el baño o esperando que te atienda el doctor. La poesía nunca pide, es tan humilde que asusta. Mientras la novela sedimentaba, el fantasma de Karl Kraus le repetía su artera letanía: "Todo periodista lleva una novela dentro de sí. Si es inteligente la dejará ahí..." Y la dejó ahí.


Capote

A los 10 años tuvo un perro, su primer perro, al que su padre sin mayores explicaciones y para su asombro bautizó Capote. Se trataba de un caniche poco agraciado que, sin embargo, caía muy simpático. Una noche de verano, tres o cuatro meses después, tal vez impulsado por la sed de un día de más de 35 grados, la inquieta mascota intentó tomar agua de la pileta que habían hecho construir en el fondo de la casa. Por la mañana, al salir al patio y ver a su perro flotando, inmóvil, supo que algo andaba mal. Su madre recuerda que al niño no se le escapó ni una lágrima; sólo atinó a patear una maceta y a volver corriendo a su cuarto sin desayunar. Impávidos, observaban el cuadro de situación en silencio, mientras Capote giraba lentamente movido por la brisa de la mañana. Años después, la terapia dejaría de ser un gasto inútil para empezar a dar algunos frutos. Finalmente descubriría allí su inexplicable fobia al agua, a las piletas, a los perros, a las novelas de Capote y, sobre todo, a su padre, al hijo de puta de su padre que ni muerto dejó de ladrarle que era un maldito perdedor.

Todo lo que termina

Saúl acaba de ahogarse frente a mí y ni siquiera sé quién es Saúl. Yo estaba tranquilo en el puente, mirando las luces de la ciudad, pensando en nada, cuando un hombre joven, a unos veinte metros, también apoyado en la baranda y bebiendo de una petaca, en un movimiento muy rápido y hasta se diría estudiado, se tiró al agua, decidido. Yo me quedé estupefacto, no atiné ni a correr ni a gritarle. Detrás, llegó corriendo una mujer, desencajada, gritando ¡Saúl! ¡Por Dios, Saúl, no lo hagas! En el agua, una estela marcaba el sitio exacto donde había caído Saúl. Fue culpa mía, decía ella en un sollozo convulsivo. Fue culpa mía, repetía mirando fijo al agua. Recién cuando intenté acercarme se dio cuenta de que no estaba sola. Mi presencia no modificó en nada su estado de alteración. Apenas si giró su rostro para mirarme e inmediatamente volver su vista al río. ¿Te puedo ayudar?, le pregunté, pero ya era demasiado tarde; se había tirado siguiendo el camino de Saúl. Encendí un cigarrillo, miré la última estela en el agua y me fui pensando que Andrés, una vez más, tenía razón: "Todo lo que termina, termina mal".


La cosecha de Narovsky

El tipo es un auténtico obsesivo. Está en la playa con todo lo que tiene que tener un hombre para ser feliz: un libro, cigarrillos, mate. Corre viento y aunque se está nublando no deja de ponerse protector solar. Nada le irrita más que la arena que se le pega donde acaba de pasarse crema. Sus hijas han vuelto a invitarlo a jugar al tejo y él ha vuelto a disculparse para dedicarse a su nuevo e insólito hobbie. Está concentrado en recoger vidrios de la arena (en pocos minutos la tapa del termo está repleta). Desde que una antigua novia le leyera aquel famoso aforismo de Narovsky, la idea le quedó dando vueltas y ahora, tras haber descubierto un trozo considerable de una botella de cerveza, no puede dejar de buscar pequeñas y filosas muestras de la animalidad humana. Esos restos, que la mayoría de las veces lleva el etílico sello de los desaprensivos, han dejado sus secuelas en donde se juega al vóley, se miran mujeres como si fueran amaneceres o simplemente se trota para que las vacaciones no terminen con uno. Un día, proyecta el obsesivo, bien podría construir con todos estos vidrios una botella para lanzarla al mar. A diferencia de los mensajes de los naufragos, adentro iré yo, sueña antes del tajo y el grito y la sangre y su mujer insultándolo, curita en mano.