Watts

Cuando me paré frente al espejo añoré las velas que sobraban en ese libro del siglo XIX que acababa de leer. Con la escasa luz que había, me afeité apelando a la memoria táctil de años de recorrerme palmo a palmo la cara, confiando más en la suerte que en el supuesto oficio. Tenía una importante cena de negocios y no daba para presentarme con más cortes que un boxeador en su noche más negra. Como pude, al cabo de quince trabajosos minutos salí dignamente ileso. A la que no le fue nada bien fue a mi hija mayor; a ella la esperaba un cumpleaños, un novio nuevo, y su maquillaje casi a ciegas había resultado una lograda réplica adolescente de Piñón Fijo. Cuando salió del baño, con mi mujer nos largamos a reír y Flopi a llorar desconsoladamente. Al otro día, cansado de los justificados reclamos y quejas de toda mi familia, fui al súper sólo a comprar un foco. No cualquier foco; uno de 200, para ahorrarles cualquier tipo de comentarios. Ahora, cada vez que nos miramos al espejo, vemos hasta lo que estamos pensando. Y ahí sí que nos reímos todos.

Solía

Mientras se depilaba y yo leía el diario, solía hacer comentarios del tipo “a mí me gustaría ser amiga de Marcelo Cohen”. Yo la miraba de reojo y me limitaba a contestarle con una indiferencia tal que hasta Marcelo Cohen hubiera querido llamarse Ernesto.

Yerba nueva

Lo estoy viendo yo pero podría verlo cualquiera: una mosca haciendo pie sobre el lomo de un caballo. ¿Se animaría alguien a discutirme que la muy osada intenta domarlo? No sería eso lo más extraño, reconozco. Lo raro es cómo se miran a los ojos y en un instante salen volando hasta perderlos de vista. Es cierto, el mate sabe muy diferente con la yerba nueva, sin embargo eso no explicaría que mis alpargatas estén leyendo un libro en braile ni que la cigarra cante negro spirituals con una voz que realmente mete miedo. En lo único que pienso ahora es si volverán. Mañana habrá sopa y no será lo mismo sin ellos.

Cara a cara a cara

Su cara se me aparece nítida en el disco “Pare”. Su cara no es su cara de verme sino su cara de mirarse en el espejo. Al minuto, tal vez menos, las bocinas se multiplican enviándome una clara señal de que no es correcto que la siga mirando como si fuera a desvestirla o a darle el beso de la muerte. A mí no me preocupa la espera; el problema es cuando en el mismo cartel de su cara aparece otra palabra. En sus labios, y con rojo furioso, leo: “Fuiste”.

Mi coma

Sería más romántico decir que desperté escuchando su voz. En realidad, ahora lo recuerdo con claridad: fue el ruido de la lluvia lo primero que escuché cuando volví del coma. Puedo ser más preciso aún; no se trataba de una lluvia real sino de la lluvia que provenía de la radio que mi padre había dejado al costado de la cama. Cuando reaccioné, ella gritó, lloró, volvió a gritar y finalmente se desplomó como si un francotirador le hubiera dado en la frente. Yo no entendía nada pero igual me sentía feliz, en medio de un cumpleaños en el que todos quisieran brindar por mí y salir en la foto. Como era de esperar, su sonrisa se borró inmediatamente cuando pregunté qué me había pasado. Incómoda, mirándose un rosario atado a su muñeca, sólo atinó a decir “un golpe, un simple golpe”. Y esta vez lloró de una forma que le desconocía.

Este corazón carnívoro que somos

Algunos ven la vida como si recorrieran el mundo en una bicicleta fija. Su hora es la de los relojes de pared y sus cuadros siempre están en el museo equivocado. ¿Qué tendrá de cierta esa teoría que asegura que los patos vuelan cuando quieren estar quietos? Nada de lo que se pueda aprender de estas u otras aves se acerca a las enseñanzas que se desprenden de la cinética del caracol. En su misterio a la vista está la clave: el humano es un acto fallido de la creación.

Bendita química

En el correo de lectores de The Guardian una mujer escribe que ya no sabe qué hacer con ese vecino loco que a toda hora lee la Biblia a los gritos y con la ventana abierta. Ella, devota con asistencia perfecta a misas de domingo, ha tomado una determinación de la que, cree, se va a arrepentir pero el Señor sabrá entenderla y por qué no, perdonarla. Irá al departamento del vecino desquiciado, le tocará el timbre, le pedirá que le convide una tacita de azúcar y, cuando se distraiga, le vaciará agua bendita en su vaso de whisky. Al otro día, de regreso de confesarse con el padre Peter, su vecino nuevamente está leyendo a viva voz pero ya no se trata de los textos bíblicos sino de los más encendidos relatos del Marqués de Sade. Extraña reacción química, piensa la desconcertada feligresa mientras apura el paso para llegar a su casa y tomarse su tranquilizante fernet con mirra. Sobre la mesa, el diario le trae la noticia de que otro cura pedófilo está tras las rejas. Gracias a Dios, siempre habrá una buena excusa para beber.