Putita o el fuego de Helga

Con Helga no nos perdemos ni un solo programa de las Olimpiadas de Atenas. Tiene veintidós años, es alemana y está en Buenos Aires por un intercambio de deportistas universitarios. Lo suyo es la natación; creo que fue campeona en un torneo europeo, pero no estoy muy seguro.
Soy Lucio, el amigo porteño que le ofreció su casa para lo que dure su estadía en Argentina, y les puedo asegurar que en la cama es una excelente atleta. Helga tiene ese cuerpo liso y suave de las que nadan y como tal vive cuidándose todo el tiempo: en las comidas, en los horarios, en la vida misma. No fuma ni toma alcohol. "24 horas deportista", suele decir ella y no falta a la verdad.
Entre tanto atletismo, básquet y canotaje mediatizado, practico mi deporte favorito, el zapping, hasta caer en un canal de videos. Estoy por continuar con mi travesía televisiva cuando Helga me pide, en un dificultoso castellano, "pará, pará, quiero ver eso". Y eso es un video donde varias chicas compiten en natación hasta que en un momento dos de ellas se pelean debajo del agua. "¿Cómo se llama este tema?", me pregunta Helga. "Putita -le digo-, y es de Babasónicos". Se ríe. Le causa gracia la palabra Putita. No sabe qué significa, pero le resulta graciosa. Desde ese día, en los lugares menos oportunos la repetirá ante el desconcierto de quienes creían ver en ella a la típica alemana, tan rubia como gélida. Para salir del paso, esbozan una mueca que no llega a sonrisa y cambian de tema o se van.
Días después, entre su grupo de amigos argentinos ya se la conoce como Putita. Todos la llaman así; le gusta. Sabe que fue ella quien empezó con el chiste por eso ahora no puede ofenderse. Incluso cuando compite en un torneo organizado por la Universidad de Lomas de Zamora todos le gritan "¡Aguante, putita!" y ella se da vuelta y los saluda, feliz, cómplice.
Ahora que está de vuelta en su Hannover natal pienso que mi historia con Helga no fue nada del otro mundo. Salidas, algo o mucho de sexo, y bastante televisión en mi departamento. Sin embargo, cuando abro mi correo y leo "tu Putita" me digo que nadie conoció el fuego de Helga como lo conocí yo. Su cuerpo arqueándose hacia el techo como una mariposa dominada por la luz. Sus manos nadándome hasta lo más profundo. Y esa piel, y su olor, y su boca, y la llama de Grecia, y nuestros juegos... El olvido es una música que vuelve, por eso para seguir recordándola debo ir al agua. Voy para encenderme. Voy por Putita, mi sirena olímpica.

Mi versión de los hechos

Durante mucho tiempo traté de mantenerme en silencio, no hablar con nadie; mucho menos con la prensa. El cambio de opinión responde a que estoy harto de que la historia, de la que yo también fui parte, se cuente a medias, o tan diferente que termine siendo otra historia. No es fácil decirlo, pero fui yo quien atropelló a Stephen King aquel 19 de junio del '99. A decir verdad, no lo conocía demasiado. No me gusta leer, apenas si hojeo el diario o alguna revista cuando voy al dentista. Mi esposa, que sí lee y cada tanto compra algún libro, me contó que Stephen es el mismo que escribió Carrie; es más, me hizo acordar que vimos juntos Misery, una película basada en un libro suyo. Hasta ahí lo poco que puedo decir que sabía de este tipo. Pero volvamos al principio. Esa mañana salí temprano en mi camioneta para hacer unas compras, no recuerdo bien si fui por cervezas, pero sí me acuerdo claramente que no iba demasiado rápido. Como mucho, a unos 60 km, no más. A Stephen, según me contaron después, le gustaba salir a caminar unos cuantos kilómetros por la principal de Maine para despejarse un poco y ganar oxígeno para seguir escribiendo. El iba hacia el norte por la banquina, distraido; creo que no sólo no me vio sino que ni siquiera me escuchó. Supongo que todo ocurrió en ese instante de distracción en que me agaché para retarlo a Bullet, mi perro. Cuando levanté la vista, ya lo tenía ahí; demasiado tarde para pegar el volantazo o frenar. El golpe, el ruido del golpe de su cuerpo contra mi vieja Dodge, aún lo tengo grabado en mi cabeza (hay veces en que sueño que es él quien maneja y yo el atropellado, volando por el aire, mirándolo todo desde arriba pero con la angustia extra de que nunca termino de caer).
Me bajé corriendo y respiré aliviado cuando vi que estaba vivo. Sus lentes ensangrentados habían quedado intactos en el asiento de la camioneta. Vaya a saber cómo fueron a parar ahí. Sin un solo rasguño, Bullet jugaba con ellos, entre los vidrios del parabrisas esparcidos por todos lados.
Alguien que pasaba por allí llamó una ambulancia, pero en realidad llegaron dos: una para Stephen, con el doctor Fillebrown a la cabeza, y otra para mí. Intenté explicarles de todas las maneras posibles que estaba bien; sólo tenía algunos golpes y un susto que ni les cuento. Los paramédicos no quisieron escucharme, me pusieron un collarín y me subieron a la ambulancia en cuestión de segundos.
Desde entonces, cinco largos años ya, espero que volvamos a vernos las caras. Mientras llega ese día, mato el tiempo leyendo su última novela. Para ser sincero, no recuerdo ni el título. Tantas pastillas me sumergen en profundas lagunas que a veces ni sé quién soy y hasta el pobre Bullet se transforma en un extraño. Lo único que tengo claro es que mi mujer me compra sus libros y que yo los leo con una inexplicable curiosidad. Me pregunto si será por la culpa. Sinceramente espero que algún día pueda perdonarme. Yo ya lo hice.

Puede ser el agua

Casi al mismo tiempo que en Amsterdam el castaño de Ana Frank muere lentamente de una enfermedad infecciosa a sus 150 años, en mi minúsculo jardín de barrio atravieso un duelo similar: el cerezo de apenas seis años, obtenido de buena fe en un concurso radial, agoniza sin razón aparente. De cerca, escasos metros, el limonero y la rosa china parecen acompañar desde su silencio la caída de un hermano mayor. Si el castaño de Indias, que conmovía a la niña al punto de quitarle el habla y darle motivos para registrarlo en su famoso diario, ahora es un vegetal senil vapuleado por hongos y polillas, mi dolido cerezo en cambio se presenta como un caso extraño con diagnóstico poco claro. De un día para otro, sus hojas se fueron marchitando sin que en ellas se percibieran esos microorganismos que las devoran de a poco, hasta con cierta delicadeza, dejando las suficientes pistas de que algo va mal. La ausencia de pájaros en sus ramas debería haber sido la señal más elocuente del inminente final. Nunca tuve la sensibilidad de aquella niña, me excuso.
Un llamado de emergencia al INTA fue uno de mis últimos intentos. "Puede ser el agua", especuló al otro lado de la línea el atento especialista. "El agua nuestra tiene mucho cloro", completó sin sonar a maestro ciruela. Para luego agregar que sería conveniente aportarle nutrientes al esquelético ejemplar. "Compre humus y revuélvale la tierra. Empecemos por ahí", fue su consejo final.
El arbolito de Ana se había consumido en los años '90 unos 160 mil euros en un tratamiento a toda vista infructuoso. A mí sólo me había costado una llamadita por teléfono, podía jactarme estúpidamente. Ahora no me queda otra que esperar. Cada mañana me acerco con la esperanza de verle un brote, una mínima pista de recuperación. Caso contrario, ya tengo en vista un hermoso sauce eléctrico (como el que tiene un tío en su campo de Misiones). Mi única condición será desde un principio no establecer ningún lazo afectivo. Tengo que aprender, alguna vez tengo que aprender. Salvo un verdugo, nadie puede saber el dolor que siento cada vez que miro el hacha apoyada en la pared mientras se acerca la inevitable hora de usarla.

Como leyendo el cartel

El tipo cae a la redacción como todos los días: pucho en la boca, mp3 en la oreja y una historia nueva. A ver, contáme, le digo. "Se llama el Restorán de la Ruta y se trata de...", empieza agitado, pero el ruido de las rotativas no deja escuchar el entusiasmo de su voz ni de qué va su flamante delirio.
Se sabe que en un diario está prohibido pedir silencio, por eso lo invito a un café de máquina (del más barato) y las monedas, una vez más, las aportará él. Un sorbo y el tipo se suelta. Retoma su speech: "Mirá, el Restorán de la Ruta es como una road movie pero quieta. El camino es parte de la historia, pero no la historia. Me explico: todas las historias suceden en ese restorán en el culo del mundo, atendido por un chabón de pocas pulgas, y al que en cada capítulo caerá un personaje no menos extraño. El auto en el que llegan los protagonistas le va ir dando el título a cada capítulo y...".
"Dejá los detalles para después", lo interrumpo en seco. "Restorán de la Ruta", me digo para mí, como leyendo el cartel o imaginando ese nombre en una página del diario. "Restorán de la Ruta... Vos estás muy loco..." Hago una pausa y completo la frase: "... pero me gusta tu historia. Arrancás el sábado. Eso sí, vos pagás el almuerzo".

Cumbia para mí

Para dejar de pensar en ella pienso que ella ya no piensa en mí, que prefiere seguir distrayéndose en fiestas electrónicas y escribiendo su vida en un diario sin pretensiones literarias. Después de largos años hoy saqué la guitarra del estuche para ponerme a cantar tangos tristísimos, siempre con acordes menores para soltar alguna puta lágrima. Si Mozart ni Spinetta no logran conmoverme lo suficiente, me digo que ése no debo ser yo. Pero canto, medio borracho canto como Whitman en la colina. Como un negro que cosecha algodón en un campo de soja. Canto Ella ya me olvidó y recién entonces puedo llorar un poco y romper la guitarra contra la cama y repetirme que ella, definitivamente, ya me olvidó. Antes de irme a dormir solo, beso su foto como si fuera una estampita de Santa Catalina y me hago una promesa, la última: de ahora en más, la vida será una cumbia para mí.

Apuntes de un entomólogo lacaniano

La cabeza del alfiler piensa que el globo es el que está equivocado. (Por eso) le clava su maquiavélico aguijón para luego morir con displicencia en el vientre de la mariposa que huyó de Nabokov. En la exhalación, el globo, ya marchito, se vale de la mentira de sus alas. Nos enseña así que hasta en la muerte sobrevive un instinto solidario. Como una mano en otra mano al borde de un precipicio. O bien cayendo como el grito, la hoja sin rumbo o el aire en su melodía abismal.

Todo dicho

El día que lo encontraron muerto, desparramado en medio de un oscuro callejón de Carlos Paz, todavía estaba vestido con el disfraz de Pantera Rosa. Ignacio Lépez había llegado a su último trabajo -animador part-time del Trencito de la Alegría- después de largos meses de rebotar en sus intentos de encontrar un modesto puesto como ingeniero civil. Con el título universitario colgado en el lugar más visible de su comedor, Ignacio se había dado una última oportunidad: conseguir un trabajo, cualquier trabajo. No cargaba con mujer ni con hijos. En el mundo sólo le quedaba su madre (89 años de humanidad desparramados en un geriátrico municipal), a la que rara vez visitaba. Su única compañía, puede que su único verdadero afecto en esta vida, era su esquivo gato Poe. La noche que lo encontraron muerto, Ignacio sabía que sería la última y aún así no hizo nada al respecto. Sin apuro, a eso de las 20 se puso su ajado disfraz, guardó en el bolso Adidas el desodorante, el peine y la pulsera de oro, y después de saludar con un gesto mecánico a su jefe en el puesto de la plaza se subió por última vez al Trencito. Allí tuvo la certeza de que en la mirada de ese niño rubio estaba todo dicho.

Sabrina

"Toda la noche bailé con una lesbiana". Me lo cuenta mientras tomamos el café de todos los días, sabiendo que lo que en boca de cualquier otro sonaría como un auténtico perdedor, en la de él se escucha apenas como un capítulo más del reciente separado que sólo busca alcohol, serpentina y sexo sin explicaciones. El, que es de los que todavía se enamoran, ¿por qué iba a hacer una excepción con una lesbiana? Será por eso que me cuenta frunciendo el ceño que no le hizo ninguna gracia cuando una amiga se puso entre los dos y la besó con furia, le mordió la oreja sin dejar de mirarlo para terminar pasándose de boca a boca el trago que ya podrán imaginar quien pagó. Lejos de resignarse, él manoteó al primer tipo que iba pasando y lo besó violentamente. El otro, tocado en su hombría, le pegó una piña que lo dejó improvisando un ridículo break dance en el piso del pub.
Ella, como era de esperar, se rió en su cara, pero sorprendiendo a todos -en especial a la amiga del beso y la copa- le tendió su mano para ayudarlo a levantarse, lo besó con un larguísimo beso y por último le susurró algo al oído.
Hasta ahora, digo en más de diez años de amistad, es la primera vez que me mezquina un detalle. De tanto que nos conocemos, él y yo sabemos que tengo que hacerle la inevitable pregunta "Y, ¿qué te dijo?". Incómodo, cambia de tema y después de un largo silencio prende un cigarrillo, vacía el pocillo de café y me dice: "¿Sabías que mi mamá quería llamarme Sabrina?".

La cicatriz de Moby Dick (fragmento)

La puerta se estremece por los golpes. Es extraño, el timbre funciona, por lo tanto no se entiende que golpeen en lugar de tocar el timbre. La mujer espía por la mirilla y lo ve. Lo reta: "¿Che, por qué no tocás el timbre?". Marcos no contesta. Para salir del paso masculla un chiste ininteligible y entra a la casa. Sus hijos se le abalanzan, él los besa e inmediatamente les muestra una extrañísima cicatriz: "¿Saben quién me la hizo?", les pregunta, y sin esperar respuesta (los niños están demasiado sorprendidos como para contestarle), entra en detalles: "¿Se acuerdan de Moby Dick?" Ellos lo miran incrédulos. El, sin inmutarse, les cuenta que la enorme ballena blanca del libro fue la que le dejó esa marca en el brazo. "Ojo, fue en la biblioteca", aclara y no hace otra cosa que confundirlos aún más.
Para evitar preguntas incómodas les dice que después les contará cómo sucedió, pero ahora quiere comer algo porque está muerto de hambre. Los niños se miran sin entender qué está pasando. Lucio y Camilo especulan: la cicatriz, en realidad, puede ser uno de esos tatuajes que duran un par de días. Sin embargo, el efecto está más que logrado: es una cicatriz, extraña, pero cicatriz al fin.
En Marcos Urquiza la línea entre lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario, es tan delgada que una u otra posibilidad terminan dando lo mismo. Su esposa Alicia es enfermera y se podría decir que prácticamente vive en el hospital. Los chicos, en consecuencia, han crecido con abuelos, empleadas confiables y vecinos samaritanos. Pero hay un momento del día, apenas pasadas las diez de la noche, en que los niños sienten que ingresan a una zona paralela donde quedan atrás la crisis -palabra que escuchan cientos de veces en boca de su madre, su padre y los noticieros-, los deberes sin hacer, o las películas con el cartelito de "protección al menor". Ese territorio virtual excluye todo rasgo de realidad. Sólo cuentos, fábulas o relatos de todo tipo ocupan ese espacio vedado a cualquier persona ajena a la familia Urquiza. Allí, las mentiras piadosas operan como antídotos caseros para que las bombas del mundo no los saquen del sueño, no los dañen con sus esquirlas de brutal realidad. Tarde o temprano, caerán en la cuenta de que la felicidad es una mentira que acaba por descubrirse.

Maldito muñeco de nieve

Cuando hicimos el amor por primera vez yo aún no sabía que era ciega. Para empezar no estaría nada mal pero no es esa la historia que quiero contar ahora que ya ni siquiera puedo pasar horas leyéndole, acariciándola mientras le leo, rozándola con las páginas, oliéndola. Ella olía como un jardín de Bariloche, como una noche bajo los Arrayanes. Sé que no es una comparación convencional pero olía a madera humeda, a rosa mosqueta, levemente a humo. Ella fue quien me enseñó a comparar valiéndome de los olores, a explicarme con el tacto. Todo lo que ella decía leer en mis manos se cumplió tal cual, incluso lo que le pasó. "Está escrito, yo sé que está escrito", repetía a pesar de mi enojo cada vez que me advertía que lo nuestro tenía los días contados.
Hago una pausa, respiro, me sirvo un trago. Enciendo un sahumerio de canela, su preferido. Afuera está nevando y las calles están más vacías y tristes que nunca. El cielo es un techo negro, un telón inabarcable. Me gusta la nieve, me gusta porque me recuerda a ella con una insólita expresión de felicidad y extrañeza jugando a crear muñecos deformes, imposibles. A pesar de lo que pasó, me sigue gustando la nieve porque allí su risa tenía una resonancia única, porque sus ojos de ornamento se ponían -o yo lo creía- más blancos, más brillantes.
Ahora soy yo el que puede afirmar que todo estaba escrito. Yo soy el que no vio las luces del auto viniendo hacia nosotros como una bala perdida tras esquivar a un gato infame. Ella eligió creer que mis gritos eran un mal chiste para asustarla y así lograr que regresara junto al fuego. Sus manos quedaron aferradas a la cabeza del muñeco; ambos perdieron la forma como si de pronto el sol hubiera llegado a poner las cosas en su lugar.
La única vez que había visto sangre en la nieve fue en una película. Y esta película, nuestra película, terminó como terminan todas: con el fin y las luces invitando a buscar la puerta de salida. Ella partió primero. Yo me quedé paralizado en los títulos.

Não tem fim

Me he propuesto sufrir más que Sabato. Con vos puedo lograrlo, me digo entre cínico y resentido, apurando un vino berreta mientras una moza se agacha a recoger la carta y me ilumina con las mejores tetas del bar. Levanta la vista y choca con la mía, que brilla tan lasciva como etílica. Me deja su teléfono garabateado en una servilleta sucia y como estoy decidido a sufrir más que Ernesto rompo el papel, y pienso en mi anciana vecina desnuda contra la ventana para que me baje la súbita erección.
Afuera llueve como en las películas de barcos o las novelas de Conrad. La tormenta, que ahora suena peor que la peor música electrónica, colabora para que un camión derrape y le pase por encima a un perro flaco que husmeaba los tachos de la basura. Dos autos más le pasan por encima. Como es de esperar, el agua se lleva su poca sangre. Ni siquiera la carta de mi madre confesándome la aparición de un cáncer de médula logra devastarme lo suficiente. Pero tengo que intentarlo. Sufrir hasta llorar un río, como cantaba aquella negra maravillosa de la que ahora no recuerdo el nombre.
Por las dudas o el gatillo fácil, como al descuido dejo sobre la mesa de luz mi tentativo epitafio:
Tristeza não tem fim, felicidade sim. Entonces sí, cierro los ojos y me voy de a poco con el tic tac.

Instrucciones para encontrar la poesía

Abajo, bien abajo, más abajo aún, allí donde trabajan las arañas o se demora la caspa, en un rincón, lo más lejos posible, diez pisos debajo de cualquier best seller fast food (novela histórica súper top, mucho da vinci y poco código, mucho misterio y más sangre y sexo y santo sudario), ahí, sorteando el último, el humeante del aggiornado gurú de la vida sin escollos (¡oh la vie en rose!) recién entonces puede que se acceda a alguno de ellos. No suelen ser menos de 20 ni más 60, hablo de libros, de poesía en estado brutal, a la espera de ese lector con alma de arqueólogo que difícilmente dé con el poema que busca o el poema que lo busca a él. Casi como sucede con ese amor que nunca llega y acaba de pasarte por al lado o aquel que tal vez esté leyendo tu mismo libro o en su mesa de luz tenga ese mismo título. Por lo que se concluye que la poesía siempre está en otro lugar; en cualquier lugar, menos, mucho menos, en las librerías de un Shopping donde un impune vendedor puede llegar a preguntarte: ¿PizarniK? ¿Es polaca, no?

Nada original

El tipo se cruza en el centro con un sesentón que se parece a Beckett. No es que conozca demasiado al escritor, pero recuerda haberlo visto hace poco en una foto del suplemento cultural de La Nación. Ni siquiera ha leído nada del irlandés. Sin embargo, el rostro de aquel Samuel se le marcó a fuego. Piensa que vagamente le recuerda a su tío Osvaldo, un militar retirado, de gesto adusto y lo menos sensible al arte que puedan imaginar. Lo extraño no es que este hombre se parezca a Becket sino que la mujer que lo acompaña es idéntica a Patti Smith; mejor dicho a la Patti Smith de la época de su disco Horses, tan flaca y sugerente ésta que cruza desapasionadamente San Martín como aquella que nos miraba insinuante desde la tapa del disco. Samuel y Patti, es decir sus versiones de este lado del mundo, podrían ser pareja, aunque no van de la mano ni dan señales de cierta cercanía afectiva. El tipo camina detrás de ellos unas dos o tres cuadras antes de que entren a una galería y los pierda definitivamente. Justo cuando pensaba que terminaría tomando solo su café, se cruza con Amalia, una morocha que, creer o reventar, cada día luce más parecida a Penélope Cruz.

Lo que dura el efecto

Se me ocurrió viendo un documental de momias, un sábado por la tarde en que mi casa -sin niños ni electrodomésticos activados- ostentaba una paz infrecuente; de camposanto de pueblo si exagero. Los que me conocen saben que la fotografía me ocupa no sólo las horas del día sino también gran parte de las noches. Será por eso que si bien sueño como todo el mundo mis sueños son lo más parecido a fotos. A ver si me explico; si por caso estoy soñando que alguien me persigue por la estación de subterráneos de Nueva York, la velocidad de la escapatoria será lo suficientemente lenta como para permitirme ir tomando, desde ángulos imposibles, el tren que se detiene con puntualidad de té inglés, la madre con su niño buscando asiento, el policía pegándole a un carterista poco hábil, el dealer que se dirige al baño a la caza de clientes, y hasta mi otro yo corriendo por la vía hasta terminar, exangüe y sediento, en un bar atendido por mi propio perseguidor... Con la contundencia de un electroshock, el inesperado encuentro me despierta, pero al despertar cada fotograma del sueño ha sido revelado. Al menos en mi laboratorio cuelgan las mismas agitadas imágenes que acabo de soñar. Mi mujer, lejos de tratarme de loco, escribe con rigurosa fidelidad lo que le cuento porque en su novela autobiográfica yo soy el protagonista y cada foto que le aporto desde lo onírico, me explica, funciona como un nuevo capítulo que ella aprovechará antes de que pase lo que yo llamo el "efecto". Lo de las momias, en cambio, es un tanto más complicado. Me he propuesto
pasar una noche con una de ellas; se trata de la que duerme celosamente protegida en un subsuelo de la Facultad de Antropología. Es una adolescente peruana y tiene casi 600 años. Confío que a su lado voy a soñar la suficiente cantidad de imágenes para montar tal vez mi mejor exposición. Y como parte de nuestra secreta sinergia estética, mi mujer tendrá, además, el final de su morosa novela (lleva siete años sumergida en ella) y, por qué no, una bizarra foto para la tapa.

La culpa la tuvo ella

Una sola vez en mi vida me subí a un caballo. Fue en unas vacaciones de verano en San Luis, a fines de los 80. Yo que nunca tuve ni un enclenque caballito de madera ni moría por los spaghetti westerns terminaba montando un aburrido animal de alquiler a instancias de mi novia de entonces. De lo poco que recuerdo, apenas retengo un puñado de imágenes: las pocas ganas de echarse andar del explotado equino, mi cuerpo absolutamente petrificado y sobre todo el momento, el eterno momento en que decidió cruzar -sin mi consentimiento- una ruta peligrosísima para retomar su trillado recorrido. Ya perdí la cuenta de las veces que pensé qué hubiera pasado si en ese instante el ajedrez del destino hubiese puesto en mi camino un auto o uno de los tantos micros con turistas que transitan esa zona. De poco sirvieron las tres o cuatro instrucciones que se dan cuando te alquilan un caballo. El hizo lo que quiso y yo lo que quiso mi novia. Creo que después de esa frustrada cabalgata no nos hablamos durante el resto del día; esa solía ser nuestra forma de dirimir los conflictos para evitar la pirotecnia verbal. Desde entonces, ya sin aquella novia, cada vez que voy al mar o a la montaña no lo dudo: alquilo una bicicleta. Una segura y dócil bicicleta. A los caballos los sigo prefiriendo entre las piernas de Scarlett Johansson o en los poemas de Julio González.

Dorita y los de rojo

No hay día que no le pida una aspirina. Nunca se le escuchó decir me duele la cabeza ni mostrar algún signo de molestia. Simplemente pide una aspirina, la recibe, agradece y se va. Un día, la noticia altera el monótono ritmo de la oficina. Su muerte -algunos comentan que fue por una hemorragia intestinal- sorprende hasta al más apático. Dorita, la veterana de Soriano & Asociados a la que nunca le falta una aspirina en su cartera, la que surte a cuanto hipocondríaco merodee su escritorio, no puede evitar sentirse algo culpable. Tiene un nudo en el estómago y a cada rato parte al baño a llorar sin testigos. Le duele la cabeza, buena excusa para su diaria aspirina. Se siente un poco mareada, su cara en el espejo se va difuminando como un televisor mal sintonizado. Cae lentamente pero no logra dar con su cabeza en el piso porque una compañera que va entrando alcanza a sostenerla. "¿Dorita, qué te pasa? ¿Estás bien?". Son las últimas palabras que alcanza a escuchar. Cuando despierta en el hospital está rodeada de extraños. Todos están de negro; tienen una rosa marchita en la mano y se la extienden. Ella está demasiado sorprendida y atemorizada como para recibirlas. Cree conocer a uno de ellos; efectivamente, se trata de su compañero de trabajo, el de las aspirinas, la diferencia es que ahora está pelado y lleva una cadenita de oro en el cuello. Llega un punto en que está tan confundida que llama al doctor y le ruega que le cambie la medicación. Era mejor, le dice, cuando los que la visitaban vestían de rojo y le traían chocolates y libros de Corín Tellado.

Ahí

Murió prometiéndose un año sabático. En los últimos treinta años había trabajado cada vez más para ahorrar y darse ese prometido impasse para escribir la novela de su vida, la que lo desvelaba, la que le daría un modesto pasaje a la eternidad. Cada diez años (arrancó a los cuarenta) juraba que había llegado el momento de cumplirse la promesa: dejar todo y tomarse el bendito año sabático. El envión le duraba apenas unos cuantos días hasta que la realidad, la mujer o un amigo esclarecedor lo bajaban a tierra en cuestión de segundos. ¿Con qué, si no tenés un mango ni para un fin de semana sabático, loco de mierda?, solía lanzarle ella con precisión de cenicero o despedida. Sabiamente, él había optado por seguir con la poesía. Se sabe, un poema se escribe de parado, antes o después del sexo, con o sin luz, en el baño o esperando que te atienda el doctor. La poesía nunca pide, es tan humilde que asusta. Mientras la novela sedimentaba, el fantasma de Karl Kraus le repetía su artera letanía: "Todo periodista lleva una novela dentro de sí. Si es inteligente la dejará ahí..." Y la dejó ahí.


Capote

A los 10 años tuvo un perro, su primer perro, al que su padre sin mayores explicaciones y para su asombro bautizó Capote. Se trataba de un caniche poco agraciado que, sin embargo, caía muy simpático. Una noche de verano, tres o cuatro meses después, tal vez impulsado por la sed de un día de más de 35 grados, la inquieta mascota intentó tomar agua de la pileta que habían hecho construir en el fondo de la casa. Por la mañana, al salir al patio y ver a su perro flotando, inmóvil, supo que algo andaba mal. Su madre recuerda que al niño no se le escapó ni una lágrima; sólo atinó a patear una maceta y a volver corriendo a su cuarto sin desayunar. Impávidos, observaban el cuadro de situación en silencio, mientras Capote giraba lentamente movido por la brisa de la mañana. Años después, la terapia dejaría de ser un gasto inútil para empezar a dar algunos frutos. Finalmente descubriría allí su inexplicable fobia al agua, a las piletas, a los perros, a las novelas de Capote y, sobre todo, a su padre, al hijo de puta de su padre que ni muerto dejó de ladrarle que era un maldito perdedor.

Todo lo que termina

Saúl acaba de ahogarse frente a mí y ni siquiera sé quién es Saúl. Yo estaba tranquilo en el puente, mirando las luces de la ciudad, pensando en nada, cuando un hombre joven, a unos veinte metros, también apoyado en la baranda y bebiendo de una petaca, en un movimiento muy rápido y hasta se diría estudiado, se tiró al agua, decidido. Yo me quedé estupefacto, no atiné ni a correr ni a gritarle. Detrás, llegó corriendo una mujer, desencajada, gritando ¡Saúl! ¡Por Dios, Saúl, no lo hagas! En el agua, una estela marcaba el sitio exacto donde había caído Saúl. Fue culpa mía, decía ella en un sollozo convulsivo. Fue culpa mía, repetía mirando fijo al agua. Recién cuando intenté acercarme se dio cuenta de que no estaba sola. Mi presencia no modificó en nada su estado de alteración. Apenas si giró su rostro para mirarme e inmediatamente volver su vista al río. ¿Te puedo ayudar?, le pregunté, pero ya era demasiado tarde; se había tirado siguiendo el camino de Saúl. Encendí un cigarrillo, miré la última estela en el agua y me fui pensando que Andrés, una vez más, tenía razón: "Todo lo que termina, termina mal".


La cosecha de Narovsky

El tipo es un auténtico obsesivo. Está en la playa con todo lo que tiene que tener un hombre para ser feliz: un libro, cigarrillos, mate. Corre viento y aunque se está nublando no deja de ponerse protector solar. Nada le irrita más que la arena que se le pega donde acaba de pasarse crema. Sus hijas han vuelto a invitarlo a jugar al tejo y él ha vuelto a disculparse para dedicarse a su nuevo e insólito hobbie. Está concentrado en recoger vidrios de la arena (en pocos minutos la tapa del termo está repleta). Desde que una antigua novia le leyera aquel famoso aforismo de Narovsky, la idea le quedó dando vueltas y ahora, tras haber descubierto un trozo considerable de una botella de cerveza, no puede dejar de buscar pequeñas y filosas muestras de la animalidad humana. Esos restos, que la mayoría de las veces lleva el etílico sello de los desaprensivos, han dejado sus secuelas en donde se juega al vóley, se miran mujeres como si fueran amaneceres o simplemente se trota para que las vacaciones no terminen con uno. Un día, proyecta el obsesivo, bien podría construir con todos estos vidrios una botella para lanzarla al mar. A diferencia de los mensajes de los naufragos, adentro iré yo, sueña antes del tajo y el grito y la sangre y su mujer insultándolo, curita en mano.