Una promesa es una promesa

Pelo cortado al rape, bolsito Adidas desbordante, cara recién afeitada. Va sentado delante de mí. Lleva la mirada perdida en las calles, se lo nota concentrado y un poco tenso. Su piel es morena, la espalda más bien ancha y el rostro relleno, con cicatrices que parecen recortes de un electro. En el cuello le asoma un tatuaje medio casero con un corazón atravesado por una serpiente que forma la palabra Lorena. Le suena el celular y la cara se le llena de una alegría súbita. Yo supongo que es ella. Presto atención. “Sí, voy a pelear y voy a ganar”, dice con un entusiasmo que lo hace gesticular como si tuviera un rival enfrente. “Ahora estoy yendo a la Terminal. Esperame ahí, mamita”, le pide. Lo último que hago es mirarle las manos. Son más gruesas que un libro de Umberto Eco e inspiran un respeto instantáneo. Debo decir que ignoro si ganó como tampoco sé si Lorena era novia, mujer o amante. Lo único que tengo claro, porque se lo escuché antes de bajar, fue su promesa de un romanticismo un tanto sublimado: “Si gano, mami, te parto al medio”.