Esa clase de hongos

Tuvieron muchos hijos, demasiados, sólo porque vivían a orillas del mar. Desde el vamos consideraron que esa cercanía sería la más propicia para la reproducción indiscriminada. ¿Quién en su sano juicio, argumentaban, podría sustraerse a la acompasada música de las olas, al rumor del viento cuando desova y especialmente a esa luna varada en la ventana? En clima tan inspirador concibieron a sus dieciocho versiones. No obstante, un día la cadena habría de cortarse abruptamente. Un tsunami soñado por el más pequeño de la casa los sorprendió en plena noche; a ella arriba, a él abajo, y a los chicos durmiendo o leyendo o jugando con los fantasmas de siempre. En cuestión de segundos, quedaron todos pendiendo del árbol más alto y antiguo de la costa. Y allí debieron continuar por años, camuflados entre ramas y aves cada vez más familiares. Vivieron de cazar pájaros, pescar mantarrayas y tortugas de agua, y, en no menor medida, de la caridad forzada de turistas desorientados. De a poco, los hijos se les fueron yendo: unos detrás de mujeres anzuelo, ellas detrás de capitanes de barco o marineros vírgenes y un puñado de la mano de la muerte misma. Ya solos y sin el hambre de entonces en el cuerpo, madre y padre se miraron a los ojos por primera vez. Un solo objetivo los llevó a bajar del árbol aquél: recoger esa clase de hongos con la que empezó todo.

Chau Irene

Escucho un “Chau Irene” pero no alcanzo a verle la cara a quien la despide. La voz, tenue, tal vez adolescente, sube sola al micro y parte conmigo. Trato de concentrarme para retenerla, para no distraerme con la radio del chofer o lo que conversan dos tipos que recién salen del trabajo. Desde entonces, cada mañana la voz de la que no es Irene me dice “levantate, amor” y yo me levanto con la convicción de un soldado. Desayuno solo pero siempre hablamos de todo un poco. Comentamos lo que dice el diario, lo que cada uno hará el resto del día, dónde nos gustaría ir a la noche. Una tarde cualquiera, me distraigo mirando artesanías y la voz de la que no es Irene se me pierde en la plaza y ya no hay nada que pueda hacer para impedirlo. “Chau”, es lo único que atino a decirle a sus espaldas (o a lo que imagino como ella yéndose) y cuando pienso que todos estos árboles sólo crecieron para esperar el momento en que yo decida colgarme, la Irene que no es la voz se da vuelta y me pregunta: “¿Me hablás a mí?”.