La verdad de Félix Bush

“Construí una cárcel y me encerré dentro de ella por cuarenta años”, se sincera Félix Bush ante el dueño de la funeraria. Está purgando una culpa que lo corroe por dentro a tal punto que decide hablar por única y última vez. Un dios interior no alcanza, nunca le alcanzó, para explicar por qué se aisló en el bosque y le dio de pastar a sus demonios. Ahora debe confesarse frente al pueblo y ante su propia sombra. Contar su verdad como quien se saca una molesta sanguijuela del corazón. Llega el día anunciado y todos están parados esperando que hable, que explique qué luz se le apagó en los ojos, que cuente qué cazador furtivo le asestó su mejor bala en la esperanza. Félix Bush está por hablar y esa mujer que lo mira a los ojos ya está llorando, allanando la primera piedra del camino. La verdad está por caer sobre propios y extraños como una lluvia ácida que a todos salpicará. Recién entonces Félix Bush habrá de sentirse libre y podrá rumbear con la frente bien alta hacia esa caja de madera que el mismo construyó. Sabe que ahora sí ella lo estará esperando.

Profético

Corría loca detrás del caracol. Agitada, lengua afuera, el corazón a punto de estallar, alcanzó a rozarlo. Suficiente para saber que no se trataba de otro sueño recurrente y que morir así tenía algo de profético. Perder frente a un caracol era como entrar al mar y que el agua no la tocara. Y si el agua no la tocaba, el caracol reiría frenéticamente hasta estallar y multiplicarse en jardines ajenos. En el propio, acaso, un conejo intentara el vuelo. ¿Para qué entonces, esas antenas que sólo captan la radio que transmite el canto de los grillos día y noche?

Final alternativo

Entra a la librería decidido a comprarse un par de libros. Los lleva anotados porque siempre le pasa lo mismo; se distrae viendo las tapas, los títulos, los autores que no conoce y al final termina llevando cualquiera menos el que buscaba. Ahora está seguro de que eso no volverá a ocurrirle. En realidad, eso creía hasta que al ver una tapa que le llama la atención descubre que el título es igual al de uno de sus cuentos. No al de cualquiera, al de su mejor cuento. Le sobreviene tal bronca, tal impotencia, que no sólo no compra lo que tenía pensado sino que a una mujer que está por pagar y lleva el libro que disparó su ira le dice por lo bajo, sin que lo escuche el cajero: “Yo que usted no lo llevaría. Lo leí hace poco y es una porquería. Lo peor que ha escrito”.
Final alternativo, símil “Elige tu propia aventura”: El escritor indignado descubre que no sólo el libro se llama igual a su cuento sino que el autor tiene su mismo nombre. Ante tan borgeana situación, se le nubla la vista y se desploma como la bailarina del Cisne negro. Los que están a su alrededor cambian de planes; deciden llevarse ese libro sin importarles si en algún momento despertará.

Ella a él / él a ella

Ella le dijo: vos sos un mal doblaje del doctor House. El a ella: y vos, como una película de Armado Bo pero muda. Como ninguno entendió lo que quería decirle el otro, convinieron que al menos por esa noche no había razones para seguir discutiendo. Una vez más, el sexo pacificador puso las cosas en su lugar. En el alto al fuego parecían una foto de Annie Leibovitz.