Que no, que gracias

Es un regalo. Te juro que es un regalo. No tengás miedo, es para vos”. Y yo, que no lo conocía, que nunca recibí nada de un extraño, lo miré a los ojos para decirle que no, que gracias, pero él ya se había ido, dejando su cuerpo ahí, vacío, para que yo pusiera mi oído en su corazón aún en ritmo y al cerrar los ojos viera con los suyos eso para lo que, a falta de palabras o definición más certera, nunca dudé en llamar regalo.

Museo de la nieve

Cuando llegamos ya era demasiado tarde. Sólo quedaban charcos aquí y allá donde ahora con cierto esfuerzo llegamos a intuir un cuadro impresionista, una columna dórica, puede que una escultura románica, acaso el grabado de una mujer dormida junto al fuego. Lo que vemos, en realidad es eso que no vimos y que creemos poder reconstruir apelando a una arbitraria combinación de relato oral e imaginación. A la salida, ni ella ni yo lo decimos pero sabemos perfectamente que fue un error imperdonable haber esperado la primavera para traer a los niños.

La poca sopa

Da vueltas una, dos, veinte veces, alrededor de la lámpara hasta acercarse lo suficiente. Después, lo previsible: queda fulminada al instante. Su caída se produce tan ahí como todos podrían imaginar. El niño, otrora animalito boquiflojo, deja de comer ipso facto. Y no por asco, como cree su madre de pecho. Como activado por su propio play, se ha puesto a jugar sin importarle el grito sioux de papá. Se propone ayudar al náufrago (la ex mosca) a llegar a la costa (borde tallado del plato). Una vez rescatado, el héroe (él) espera el beso redentor de la reina voluptuosa (su prima). Jugar al salvador es algo que el gobernador Ortegoza cultiva con fervor desde entonces. El problema -nuestro, no de él- son estas demasiadas moscas para tan poca sopa. Deberíamos haberlo pensado antes.

Paritaria

Si no hay voces ni pruebas en contra, estoy en condiciones de afirmar que esta silla camina. Es todo lo que tengo para decir. Será mi palabra contra su placebo.

Todo de negro

Ir en tren era lo último que había pensado cuando recibió ese llamado. Pero ahí estaba, con un libro en las manos que no lograba decidirse a leer y mirando por la ventanilla una sucesión de árboles, vacas y casas. Lo único que logró alterar la monotonía de ese paisaje en movimiento fue un espantapájaros vestido todo de negro. Ahora, cada vez que recuerda su rostro, le vuelve aquella aterradora sensación. El ominoso muñeco tenía la cara de su padre, la misma cara que puso cuando la policía le dijo que debía llevarlo detenido. Lo acusaban de un crimen que él habría de negar hasta el día de su propia muerte. Agitado por lo que acababa de ver, corrió la cortina y sin convicción abrió el libro. Por suerte, estaba todo en blanco.

Ni mú

Grillos. Un coro griego de grillos. Sólo callan cuando alguien, dentro o fuera de la casa, grita más fuerte que ellos. Indiferente, ella pone un disco. Diferente, él enciende la licuadora. Hijo 1: grita goles en la play. Hija 2: ve dibujitos japoneses. A pura bocina, un taxi recuerda que hace rato espera y no tiene todo el día. El sodero, sin freno de mano, hace otro tanto colgado del timbre. Calladito pero harto, el silencio huye; decide atrincherarse debajo del sofá. Como de costumbre, habrá de masturbarse pensando en ese maravilloso cuadro donde ni el mar ni la gaviota dicen ni mú.