Defensa al consumidor

Son cuatro. Casi iguales en todo. Lo único que los diferencia es el color del ojo derecho y un sutil olor a especias. Cada mañana desde hace 52 años se levantan a pescar religiosamente. Esto quiere decir: con fe o su equivalente en energía. A mediodía, cuando la alarma suena como un Titanic a punto de, disponen lo obtenido sobre la mesa, con extremo cuidado y precisión de orfebres, y en segundos lo cortan con sus seis afilados dedos. El resultado son pequeñísimos trozos no más grandes que una moneda de diez centavos. Jamás los comen; no es para eso que fueron programados en su momento por el profesor Lisboa. Aunque ven al gato venir por lo suyo, no se permiten dudar de que se trata de un hipopótamo. ¿Qué ganan con un engaño tan pueril? Bastante. Por lo pronto, que cada vez que el animal desaparece por unos cuantos días, el ahorro de comida y espacio se noten significativamente. Entonces son premiados: las noches de plenilunio tienen un merecido descanso para salir a aullar el óxido acumulado.  

El, no yo

Los miro todas las noches desde la ventana de mi departamento en un quinto piso. Me fumo uno o dos cigarrillos, si tengo algo para tomar, mejor, y me quedo mirándolos no sin cierta admiración. Están estacionados, en silencio, no hay dudas de que duermen. Sus motores descansan después de un día que supongo agotador para todos ellos. No es poco cruzar esta ciudad y con este tránsito de locos. Cerca veo cómo pasan otros como ellos y ponen aún en más evidencia que sí duermen y hasta descansan. No podría probar efectivamente que sueñan, aunque esos crujidos extraños bien podrían ser sus pesadillas o esas manchas de aceite en el asfalto, poluciones nocturnas. Para probarlo, acciono la alarma y saco a mi auto de lo que deduzco es un sueño profundo. Por la mañana, me muestra su enojo por haberlo desafiado: no hay forma de que arranque. Lo peor sin embargo es la siesta. Ahí se le manifiesta cada tanto su particular versión del insomnio; lo sé por cómo regula incómodo en la tarde, desafinando sobre todo en los semáforos. Pasado ese trance, es como si en lugar de súper le hubiera puesta un par de red bull. Aunque no le gusta que lo cuente, la única vez que choqué fue porque claramente estaba falto de sueño. El, no yo. Por eso desde entonces respeto su descanso como él mi necesidad de calentar el motor antes de entregarme a un nuevo día de trabajo.