Castillo fue

Deja correr el agua un buen rato. Siempre lo hace, mientras fuma o se afeita. Esta vez, en un gesto automático, acerca el jabón a su nariz y aspira un perfume reconocible que en un inesperado cross lo devuelve a otro tiempo, a otro lugar. Cree haber abierto una puerta a aquellos días en el Valparaíso de los ‘80, donde él escribía y ella juntaba caracoles en un bolso rojo. Donde ella leía revistas de decoración y él se dejaba ir en un barco que pasaba a lo lejos. La vida en esos momentos tenía la perfección de las postales. Hasta que llega ese día en que los barcos se hunden ante la complicidad de un faro que baja la vista y lo que era castillo no es más que arena... El agua se enfría de golpe y lo saca violentamente del letargo; vuelve a ser un hombre desnudo con un jabón como inasible oráculo. Ahora se siente triste y estúpido. Por suerte, la ducha se lleva rápidamente esas vergonzantes lágrimas. En las cañerías quedan aullando los lobos de aquel amor.

Plano secuencia

Cuando lo conoció a Guevara, todavía tenía bigote, por eso le sorprendió verlo afeitado y con la cabeza totalmente rapada. Estaba tirado en la vereda de su casa con dos disparos en el corazón (lo que hasta hace media hora fuera una remera blanca ahora era una sola mancha de sangre). Al principio le dio un poco de impresión; le tenía cierto afecto al viejo y si bien no eran amigos solían cruzar comentarios de fútbol y no pocas veces de política. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fue que en su puño tenía aferrado un rosario de madera. Si de algo estaba seguro es que Guevara no era un fervoroso creyente. Mientras la policía seguía los pasos de rigor en un homicidio, llegó una mujer que no había visto en su vida. Traía una biblia y la mirada extraviada. Se presentó como una amiga del muerto y llorando con cierta teatralidad pidió que le dejaran leerle en silencio una plegaria. Cuando terminó, ante el asombro de peritos, agentes y curiosos, la mujer sacó algo de su cartera y se disparó un tiro en la cabeza. La inmediata llegada de la hija de Guevara amplió aún más el desconcierto. “Sabía que esto iba a pasar –dijo imperturbable- pero él se negó a escucharme”. Después pidió un cigarrillo, se sentó en un cantero cercano y llamó a su madre. En el bolsillo de su padre sonó la música del celular. Recién entonces lloró.

Otras ellas

Son imprescindibles aunque no se las tenga en cuenta para pintar una naturaleza muerta o confiarles un secreto. Más de un vidrio ha seguido en su lugar gracias a ellas y hasta ciertos libros volvieron a casa debido a su sagaz gestión. Se podría probar científicamente que tienen un sentido extra para auscultar el fuego donde aún circula el agua. No las intimida el humo negro que despide una discusión de A y B ni la ropa interior que demarca el territorio ajeno. Son la jaula abierta, el pájaro cerrado al que todos quieren derrumbar para acariciarlo. Caerá la Torre de Pisa y ellas seguirán aquí, firmes, impredecibles como una mancha de humedad.

¿De qué se ríe?

Me pregunta si a veces sueño en colores. Le digo claro que sí, y le cuento el de anoche. Diez minutos después termino mi relato y ella me mira molesta y me dice “¿y eso qué tiene de color?”. Ahí es cuando me despierto (yo estoy de negro y ella tan blanca que no resisto y la escribo hasta colmarle de tinta el ombligo). Entonces es ella la que despierta con la lengua roja y me confiesa “soñé que te comía el corazón”. Y se echa a reír. A mí me duele.

El amigo de la doctora Fligg

De los elefantes que pintan, el preferido de la doctora Jennifer Fligg es Mamadou, el senegalés. Según ella, su estilo es lo más parecido al impresionismo; algo que podría deberse a su carácter naturalmente introspectivo, su extraña capacidad para observar lo que está oculto detrás de lo que la mayoría cree ver. Una vez terminada su faena diaria (una obra le puede llevar hasta dos jornadas), Mamadou va en busca de su recompensa: un buen trozo de caña de azúcar y unos cuantos litros de agua. Ya satisfecho, junto a la doctora Fligg vuelven caminando a la ciudad. Mientras, el sol se pone en cámara lenta, esperanzado de que Mamadou vea en él el cuadro de mañana.

Mancha venenosa

El pecado de manchar el mantel. De hacerlo con el vino más barato, ese que te deja un agujero en el estómago por el cual podría saltar sin dificultad un delfín. Y tu transparente enojo como la mejor excusa para no hablarme en toda la tarde. Un domingo cualquiera, después de todo. Rápido de reflejos acepto esa contraseña y me dedico con pasión a cultivar el rencor en mi jardín mental (allí mis cactus, su flor innombrable, los caracoles besando el vidrio). Después, lo de siempre, la mesa vacía, los vasos sucios, los platos rotos, y la tele que pide una tregua con su absurdo lenguaje de señas. Nos salva (eso creemos los dos) intuir que alguien más bipolar que nosotros es el que nos escribe o nos pinta a su antojo y que basta que deje de hacerlo para que volvamos al beso en la puerta y nuestro amor permanezca intacto. Dos manchas en el mantel.