Madera oriental

Una japonesa abre la puerta. Es una foto en el diario, pero ¿quién podría afirmar que no hay vida en las fotos? No faltará quien me diga que no hay nadie esperándola, que está llegando a su casa después de un día tremendo en el hospital. Digo hospital porque para mí ella es enfermera, aunque también podría ser cirujana (manos finas, uñas muy cuidadas). Como no hay pruebas ni señales de que efectivamente alguien la esté esperando, ya estoy allí sentado, con la mesa preparada, su comida preferida y un sahumerio de madera oriental para armonizar el encuentro. Comprenderán, no quiero ser descortés, pero es hora de ir cerrándoles la puerta.

La chispa de mamá

Sabíamos que algún día le iba a pasar. Por terca, por orgullosa. Se lo decíamos y ella como si nada. Sobrevoló tantas veces y tan peligrosamente las hornallas con su larga melena sin atar que ese día no tardó en llegar. Fue un treinta de agosto; lo recuerdo como si fuera hoy. Cocinando como siempre, se acercó lo suficiente para que el fuego ganara su cabeza con una velocidad inusitada. Nosotros recién nos dimos cuenta cuando escuchamos a mamá gritar como loca y, aunque nos pedía ayuda, no esperó que le tiráramos agua o una toalla encima; salió corriendo a la calle y no hubo vecino, rápido o no de reflejos, que pudiera hacer algo por esa mujer consumiéndose a lo bonzo. Hoy no dudamos de que se salvó de milagro y ella no deja de decir a quien quiera oírla que está viva gracias a Santa Rosa de Lima. Con mis hermanas hicimos un pacto: ya no la dejamos ni acercarse a la cocina; la menor es quien se encarga de la comida y yo de prender el calefón y el calefactor. Mamá pareciera no estar molesta por nuestras decisiones; mientras peina durante horas la peluca roja, aprovecha para fumar a escondidas sus cigarrillos apagados. Uno tras otro.

Hasta ayer

Apenas terminaron de enterrarla, se miraron y sin decir palabra volvieron al auto. En el camino, Lorenzo estuvo tentado en comentarle lo que se le cruzó por la cabeza y que antes no había notado: desde el cementerio se podía apreciar la mejor vista de la ciudad. Allá abajo, en ese pozo que los años fueron rellenando pacientemente de calles, edificios e historias poco dignas de contar, un millón y pico de personas seguían evitando alzar la mirada hacia la colina donde los huesos de alguno de los suyos había ido a parar antes o después. Genaro era uno de esos supersticiosos. Hasta ayer. Con su hermano Lorenzo alguna vez se juraron no volver a pisar jamás el tumberío, pero su madre se los había pedido encarecidamente en su lecho de muerte: "El día que llegue el turno de Negrita, entiérrenla conmigo". Cumplido el deseo materno, ahora ambas descansan en paz. Ellos, en cambio, no pueden dejar de regresar todos las noches a cavar sus propias tumbas.

Lo de Ocampo

En el jardín de las hermanas Ocampo un cactus de origen mexicano acaba de abrirse junto a la misma pared blanca donde el sol de abril se permite un exiguo descanso. Una mariposa queda atrapada, en realidad atravesada en una espina, mientras adentro de la casa departen fogosamente unos veinte escritores. Hoy, extrañamente, nadie ha salido a fumar o a respirar un poco de aire puro. En consecuencia, ninguno habrá de toparse accidentalmente con la mariposa en el cactus. La poesía, como el amor, confirma que es elusiva por naturaleza. Con la noche, los escribas parten uno a uno hacia donde la ciudad les reserva un anaquel, una copa y una cama. Todos se van, incluso el cactus. Volando.

La procesión va

Los únicos, los mínimos e indispensables movimientos, se desarrollan en el antes y el después. Estrictamente estudiados, son tan precisos y mecánicos que parecieran responder a un guión. Cada cambio de guardia conlleva algo de patriótico déjà vu; de polaroid sanmartiniana que nunca habrá de perder la huella hacia el portarretratos. Los niños miran a esos robots domesticados como se mira a Don José sobre su fiel caballo congelado. De reojo, padres, maestros y curiosos sucumben al poder simbólico de tales muñecos de carne y hueso que apenas se permiten respiran para no alterar los laureles de la solemne foto. Pero adentro de sus cabezas, los imberbes granaderos juegan, sienten, se excitan incluso (¿imaginarán sus sables en alto?). Se ven a sí mismos tomando por asalto las piernas de esa maestra jardinera o el cuello de aquella madre de veintipico y así el frío de julio milagrosamente se les va como un transporte escolar o ese periodista desdeñoso que ni mira ni toma notas. A veces, puede que sus ojos se disparen detrás del taxista que enfurecido encierra a la motito del delivery. O se cuelguen buscándole formas reconocibles al gratuito humo de los micros. Imperturbables, debajo del uniforme ellos también bailan por un sueño.