Celos en las estatuas

Una procede de Atenas, la otra de Roma. Han sido colocadas de espaldas. La actitud de ambas, en viaje hasta el museo de Lisboa donde finalmente anclarán, alertaron a las autoridades. A pesar de la distancia, un entuerto de años aún irresuelto tensó el vínculo como nunca y hoy no pueden sostenerse siquiera la mirada. Peor para ellas. 

La vida en una pierna

Primero lo escribo, después lo pienso. ¿Qué pierna? ¿Cuál vida? ¿La mía? ¿La de otro/a? Sigo sentado. Al no caminar no puedo saber si esa pierna es mía. Como no hay nadie más en la habitación tampoco podría afirmar que se trate de una pierna ajena. Por el momento, entonces, la pierna y la vida son mías. Me impresiona. Demasiado, diría. Seguiré sentado. 

Los cantantes muertos

Cantan un solo día. Y viven para el resto de la semana. Sin dudar un compás, optan por los domingos, indefectiblemente entrada la tarde, en plena ebullición de la peor saudade. No hacen covers ni standars. Hacen otra cosa (soundcapes de sí mismos, por afinar una definición). Uno tras otro, salen a escena con una soga al cuello y en lugar de aplausos reciben disparos, cuchillos, dardos, escupitajos de calibre punk. Después, la nieve los tapa prolijamente porque siempre es invierno en los shows de los cantantes muertos.

Fue él

Las cosas claras desde el vamos: el asesino fue el mayordomo. El único enigma a dilucidar es a quién mató. Ante la ausencia del cadáver no hay tiempo que perder. Mucho menos esperar que el mayordomo confiese. Hilario es mudo. El detective Sosa está ante su caso más difícil, a pesar de tener enfrente al asesino aún chorreando sangre ajena de sus manos. 

Los O

Se llaman y los llaman así: los O. La explicación es simple: son los O porque pueden ser una cosa u otra. Eso, claro, no les permite sumar contra los Y, que por lógica y adn siempre son -y serán- más. Incluso cuando los confunden con el cero quedan en evidencia en cuanto a su falta de poderío. Lo suyo es ganar o perder. Elegir es su trágico sino.

Uno más, uno menos

Tres zapatos habían dejado en su puerta. O sobraba uno, o faltaba uno. No pensó si le calzarían bien ni quién los había dejado allí. Lo obsesionaba determinar si faltaba o sobraba un zapato. En eso estaba cuando pasó un hombre con muletas. Rápido de reflejos, solucionó su problema: le obsequió a aquel desconocido el zapato sin par.

Un edificio al revés

La noticia asegura que hoy ha muerto otro espeleólogo. Su nombre aún no trascendió; sí su enfermiza afición por el mito de la caverna, aquella alegoría de Platón que desnudó tempranamente su vocación por auscultar las arterias de la tierra. Murió en su ley, se le escucha decir al hombre del café que mira la tele con un ojo y con el otro estudia a la mujer de rojo que lee en la mesa del fondo. "A mí me falta el aire cuando veo documentales de esos locos que se meten como si nada a tanta profundidad. Es como trepar un edificio pero al revés, y encima a oscuras", le dice ella al mozo, que sólo piensa en que faltan diez minutos para dejar su turno. Las estadísticas oficiales son contundentes: ya son catorce los espeleólogos que han muerto en lo que va del año. Quién podría imaginar que sean tantos y que estén muriendo uno detrás del otro en distintos puntos del planeta pero de igual forma: aterrorizados. ¿Cómo es esto? Los investigadores aseguran que la expresión de terror que tenían en sus rostros cuando fueron encontrados no dejan dudas de que algo vieron y que ese algo les produjo sendos paros cardíacos. La oscuridad, escribió algún iluminado del siglo pasado, es hermana de la muerte. Y vaya que estaba en lo cierto. 

La sonrisa de Ciorán

Verla daban ganas de llorar. Pero de alegría. 

De felicidad, claro

Aldo también tuvo un payaso triste con una lágrima casi a punto de caer. Lo tenía en el único cuadro que colgaba en su habitación. El resto era un puzzle de dudoso gusto, que mezclaba un Boca campeón 1977, un póster de Sui Generis y un retrato falsamente sepiado junto a sus cuatro hermanos. A los 19, cuando se mudó a Córdoba para ir a estudiar Psicología, Aldo sólo se llevó un recuerdo de su habitación adolescente: el cuadro del payaso. Lo último que pensaba era colgarlo en la pensión que compartía con un riojano y un jujeño. Sin demora, el primer día en la capital cordobesa, buscó un baldío y allí, ya sin testigos, arrojó al fuego al payaso triste. Esta vez, la lágrima caía lentamente de sus ojos. De felicidad, claro.

Lisboa deviene caracol

Desde el primer día Lisboa le tuvo fe. No se permitió ni por un segundo dudar de las virtudes de Horacio. Lo cierto es que nadie daba un peso por su caracol. Al paso del molusco, se le reían en la cara, le arrojaban arena a los ojos, le hacían viento con cartones o diarios. Lo humillaban de las maneras más crueles. Sin embargo, esa sobreactuada hostilidad no menguó ni un poco su confianza. Tenía la meta entre ceja y ceja. Tres días le llevó desandar ese interminable metro y medio. Lo logró a pura tenacidad y no poca osadía. Al llegar a la meta, nadie lo esperaba pero no le importó, bastaba con que estuviera Lisboa para contar su epopeya. Lo que ni Horacio ni su dueño imaginaron fue el descenlace; el peor, en medio de la silenciosa celebración. Fue cuestión de segundos. Sonó su teléfono, corrió a atenderlo (lo tenía en la campera, sobre una silla) y sin darse cuenta lo pisó como a una molesta colilla de cigarrillo. Aquel tremendo crujido lo despierta todas las noches empapado en medio de una pesadilla. En ella, el que corre es él y el que está a su lado para decirle, para repetirle que también puede, es Horacio. Hasta que de repente lanza una carcajada del tamaño de un buey y pisa victorioso a Lisboa como a un desvalido caracol.  

¿Eso querías escuchar?

Encuentra el muñeco totalmente desarmado. Aunque intentara recomponerlo, ya no volvería a tener la misma forma, es decir no volvería a ser el mismo. No se trata de un juguete. Su perro se ha metido con su trabajo: atacó sin más a Tomy, el muñeco con el que se gana la vida como ventrílocuo desde hace 16 años. Inquieto, consciente de su error, el perro se acerca y le dice “perdón, me equivoqué. Estaba celoso”. Con una copa en la mano, más borracha que de costumbre, su mujer completa la escena. “¿Era eso lo que querías escuchar? Ya está, ya lo escuchaste”. Si fue ella o el perro, le da igual. Tomy está roto y un muñeco roto es como quedarse sin voz. O como que te corten la lengua cuando estás a punto de decirle...

Tautológico

“Bazar el elefante”. Tengo el título y no la historia. Hasta que ésta se despierta de muy mal humor y rompe todo. El final antes que el principio. Un “una vez había” sin colorado ni colorín.

Cuentito anómalo

Enanos me crecen en la página en blanco. No árboles, no uñas, no cuentas bancarias. Enanos que ni Blancanieves se animaría a abrirles la puerta. Enanos de equis metros que desentonarían en cualquier jardín. Enanos que de grandes nunca fueron chicos. Enanos que no caben ni en la palabra fin.