El tren de Evita

Lo único que logró salvar del incendio que se llevó su casa y con ella la colección de discos de Gardel, los libros de Cortázar y la camiseta de Marzolini, es un trencito de lata que años ha recibió de manos de Evita. Sentado en la vereda de enfrente, no ve cómo las llamas comen todo a su paso; prefiere mirar la película de su vida pasándole por delante a la velocidad de una vaca sagrada. De pronto se arrodilla y empieza a jugar como alguna vez lo hiciera en aquel patio de tierra que daba a las vías. Los vecinos se le acercan, quieren hablarle, tratan de ayudarlo, de ofrecerle un café, un techo para pasar la noche. El no los registra, sigue en el cordón de la calle arrastrando el tren de la santa. Tanto va y viene que se pierde en su propio humo. Cuando éste se disipa, una mujer se le acerca para darle un vaso de agua, pero con estupor comprueba que allí sólo queda una espesa ceniza verde. El tren, en cambio, acaba de descarrilar en la estación de su infancia.