Conexión

Estoy leyendo un extenso poema sobre llamadas telefónicas. Son las 3,14 cuando suena el teléfono de mi casa. Pienso lo peor, como me enseñó mi madre. Nadie me llama a estas horas, por eso al borde de la taquicardia corro a atender el teléfono ubicado en el rincón más lejano del living. Jadeando, levanto el tubo y apenas digo hola, del otro lado una mujer se disculpa dulcemente diciendo que discó equivocado. ¿Ella también se habrá quedado pensando que no estaba tan equivocada?


Pasaba

En el siglo XIX se creía que las ranas caían con la lluvia. Razón suficiente para que llegada la tormenta, saliéramos como rayo con mi prima Adela, bolsas de red en la mano y una luciérnaga hambrienta para comerse el tic tac de la oscuridad. En aquella otra vida yo fui una de esas ranas y ella la malquerida que hablaba con los espejos. Lo supe en el preciso instante en que me selló los labios con el beso del nunca más y de tan rojos las llamas del hogar huyeron avergonzadas hacia el bosque. Mientras tanto, en el agua pasaba el pasado. Y más. Pasaba el pez por el ojo tuerto de mi anzuelo. Pasaba el barco remontando la isla.


En un punto

Está abierta como un libro que no podemos dejar de leer. No está sola, aunque con ella no haya nadie. Tiene el cello entre sus piernas y es ella quien acaricia y no al revés. Es ella la que le extrae música y no él quien se la ofrenda. Ambos son y no son parte de este mundo; es decir, de lo que se entiende brutalmente como la irremediable partitura de nacer, crecer y morir. Ambos, en un punto, son uno solo. Eso explica que cuando el cello enmudece ella cierre sus piernas, apague sus ojos y únicamente deje que nos quedemos a solas, cuerpo a cuerpo, con la música. Ella, entonces, desaparece como un perfume. Por eso aún la sentimos tan cerca. Aquí.


El hueco

Todos van detrás del muerto, como obedientes ratas de Hamelin. Lo acompañan en riguroso orden hasta el hueco final. Son exactamente 27 autos marchando a mínima velocidad. Los voy contando uno por uno desde el puente sobre el Acceso Este, frente al Shopping. No es primavera, pero faltan pocos días. Es la hora de la tarde -y del año- en que me deprimo con relativa facilidad. Cuando bajo las escaleras y piso el lado sur de la ruta, paro en el primer quiosco que encuentro y le juego al 27. La verdad es que nunca juego, ¿será que por eso siempre gano? Hoy, fue la excepción. Jugué y perdí. Siento que detrás de mí van 27 autos y que al hueco, esta vez, lo voy a llenar yo.

Currículum

La conoce sin conocerla. Cómodamente instalado en su escritorio lee hasta el más ínfimo detalle de su currículum. Una y otra vez. La idealiza. Se enamora. Ella, como podrán imaginar, no es ella.


De alcoba

Hace diez minutos que los empleados de la empresa de mudanza terminan de armarme la cama. No es gran cosa; una dos plazas común y corriente, de las más baratas. Tengo una sola sábana y una única frazada. No tengo almohada. Ni siquiera tengo sueño, apenas si cuento con una mujer que hace dos horas está pintándose en el baño. ¿Estará llorando?


Experimento

Dato para mis biógrafos del futuro: El grito, de Edvard Munch, es mi cuadro preferido. El que hubiera querido pintar o robar, aunque en esto último ya me hayan ganado de mano. Se lo cuento a mi mujer. Lo escribo. Después paso a experimentar. Me ubico detrás del vidrio de la ventana que da al patio, me tomo la cabeza con las dos manos, apoyo la boca y presiono hasta que mi cara se va deformando como una dócil plastilina. Esforzándome para hablar sin despegar la cara del vidrio, le pregunto: ¿no me parezco al grito? Ella me mira fijo, sorprendida, las manos en la cintura. No dice nada. Su cara inmutable es la que me dice lo que yo traduzco como un simple y artero “qué boludo”. Ahí es cuando le grito. Y ahí también es cuando ella me cierra la ventana, después la puerta y, por último, la muy perra se traga la llave. Lo que cuadra ahora es un silencio más bien expresionista.


Papeles

Suena el timbre. Tres veces. Es una mujer de unos 25 años con un bebé en brazos. Se la ve muy humilde, casi miserable. Me pide plata para la leche de su niño y me cuenta, sin que se le altere el tono, que el marido en una de sus acostumbradas borracheras mató a un vecino y desde hace unos ocho meses está prófugo. Le doy diez pesos, pero antes le recuerdo que ella es mi cuñada y que el hecho de estudiar teatro no la habilita a pedirme plata todos los días, mucho menos cambiando de personaje. Ayer, sin ir más lejos, me había enamorado perdidamente de su insuperable promotora de Telecom.


Desilusión óptica

¿Qué pensarías si desde tu ventana ves pasar, a gran velocidad, una silla de ruedas vacía, y detrás, casi pisándole la sombra, un perro agitado, con espuma en la boca? ¿Pensarías que tus ojos te engañan, o que, en realidad, el dueño de la silla de ruedas ya había empezado a correr apenas unos segundos antes de que llegaras a la ventana con espuma en la boca?


Evidencia

El perro ha desenterrado un hueso en nuestro jardín, entre el limonero y la rosa china, y con él un secreto con las raíces más largas que puedan imaginar. No conforme con su pesquisa bajo tierra, al primer hueso le seguirá otro y otro más; así hasta darle forma a un esqueleto humano bien parecido. Lo que aún no encuentra explicación es ese aro atrapado en el puño cerrado del cadáver. Mi mujer propone que matemos al perro. Así se hará.


Techos

¿Alguna vez intentaron ver cómo se ve la vida desde los techos; cómo sobrevive la calle, atravesada por indolentes que nunca llegarán a nada, ni siquiera a sus propias casas? Pregunto esto mientras miro este techo alquilado, casi a punto de estrellarse contra mi cara; es más, esa lágrima que me corre por la mejilla no es una lágrima. Es la cañería rota quien me ofrece su cotidiana lluvia, su agujereado romanticismo en soledad. Abajo, muy abajo, estoy yo.


Ojo por ojo

El voluminoso Hardy rueda por la escalera y cual Romeo improvisado encuentra a su Julieta asomada a una ventana que da a una transitada avenida. Julieta, o como se llame, lo mira con un asombro infantil. Le sonríe, mientras su marido, el Otelo almacenero, le hace la vendetta a un Hardy más naîf que de costumbre. Al instante, la tensión detona en una monumental guerra de tortas. En represalia, el blanco Otelo arroja no menos de diez relojes en la voraz licuadora del Gordo. Por su parte, el flaco Oliver, o su sombra en puntas de pie, hace puntería con una cuchara de madera. Ojo por ojo, la historia termina con nuestros antihéroes involuntariamente coloreados a base de pasteles y tecnología digital. En blanco y negro era otra cosa, subtitulamos un tanto molestos antes de que el The End nos baje de la pantalla como un lapidario tortazo. Un epitafio de crema.


Canción ajena

Acabo de escuchar Parado afuera de una cabina telefónica rota. La locutora me modula al oído que se trata de una canción de Primitive Radio Gods. Les cuento de qué va. El protagonista tiene el mismo problema que yo: no puede comunicarse. A decir verdad, ambos tampoco tenemos mucho para decir. Los dos nos conformamos con cantar una canción ajena como si fuera nuestra.