Voy manejando rumbo a la costa y mi hijo me sorprende con una de sus
típicas salidas: “Odio las rotondas”, dice con su voz que satura graves. El
tiene esas cosas. De niño más de una vez le decía a su madre, y no en chiste, “detesto
los finales felices”. ¿Qué tendría, 7, 8 años? Hoy, adolescente, prefiere los
documentales de malformaciones humanas o la destrucción de los mitos a los
programas que apelan a las rubiecitas tontas que mueven sus incipientes curvas
con el pop más pausterizado. Lo puede, en cambio, el rap o el hip hop y los sigue
en un tarareo monótono que parece el de una computadora que no está en sus
cabales. Podrán sacarle un pulmón mas no su celular inteligente, esa novia
virtual a la que engaña con una real que lo hace olvidar de las rotondas pero nunca
de los finales felices.
14 hermanos
Si las historias están esperando ahí en la infancia para que las
recuperemos, pues bien, les contaré de aquella vez en que fuimos al campo y
todo parecía una película inglesa ambientada en el siglo XVIII. Hasta había un
mayordomo o eso creía entonces. Un picnic en torno de un lago, en un jardín inmenso
junto al castillo (o una casa muy muy grande que parecía un castillo), fue el
marco ¿victoriano? donde sucedió el hecho. Al llegar eramos varios niños, pero
a la vuelta faltaban dos. Hasta el día de hoy no se sabe qué pasó con ellos,
como tampoco qué fue de la vida del mayordomo. En casa jamás se habla del tema,
aunque para esa fecha mamá llora casi todo el día. Desde entonces, no hacemos picnics
ni vamos a reuniones al aire libre. Y también desde aquel suceso, mamá no deja
de tener un hijo tras otro. Siente, creo yo, que así cubre el vacío de aquellos
niños perdidos. Y nuestro vacío, ¿quién lo llena?, preguntamos los 14 hermanos
que sobrevivimos.
Como la vaca de Milka
Como todos, cedo a la curiosidad cuando hay más de cuatro personas mirando hacia el piso, rodeando a alguien caído. Más por morbo que por colaborar, siempre me acerco a ver qué onda. Cada vez somos más en torno de esta pobre mujer que no debe tener más de 30 años. Todos opinamos, damos un parte médico basado en la mera intuición. A ojo de buen cubero, diagnosticamos lipotimia, baja presión, embarazo, hay quien arriesga bulimia y otro que disiente e infiere anorexia. Hasta que un pibe que se asoma sobre mi hombro comenta como si nada: “¡Tiene la cara azul como la vaca de Milka!”.
En esa fracción de segundo en que uno no sabe si está hablando en serio
o largando un chiste de mal gusto, la chica desmayada empieza a reírse; parece
estar saliendo de un sueño divertido. Sorprendidos, aplaudimos como si ella
fuera una artista callejera. Ya vuelta en sí, alguien le pregunta cómo está y
ella sólo atina a mirar al pibe que hizo el extraño comentario. “Qué hijo de
puta, cómo me vas a comparar con la vaca de Milka”, y vuelve a reír.
Los médicos del servicio de emergencia no entienden de qué está
hablando, pero le dicen no fue nada, quédese tranquila, una simple
descompensación. Los demás volvemos a lo que interrumpimos. Mañana será un
choque o un suicida. De algo tenemos que hablar cuando lleguemos al café. Después
de todo, a los únicos a los que mata la curiosidad es a los gatos.
No son plantas pero crecen
El jardín amaneció distinto, pero no logra detectar por qué. El pasto
luce igual de descuidado que ayer, el limonero avanza moroso contra la pared,
los cactus más solitarios que nunca. Tras un largo rato de observación cree
saber qué está pasando. Los enanos de yeso están, aunque parezca una locura, un
poco más altos. Va hacia su caja de herramientas, busca el metro y los mide.
Son tres. En un papel anota: 23
cm. Al otro día, repite el método. Ya son 25 cm. Así, durante semanas,
meses. Cuando los tres enanos alcanzan el metro y medio toma una decisión que
ni siquiera consultará con su esposa: por la noche, los cargará en su Amarok y
los llevará a un bosque cercano a su casa. No duda de que allí estarán mejor,
se sentirán de vuelta en su hogar. Sin embargo, esa misma noche los tres están
golpeando la puerta con cara de pocos amigos. Ya están por el metro ochenta y
no es tan valiente como para negarles el paso. A partir de ese día, ellos
duermen adentro y él y su mujer afuera. Cada vez más pequeños, casi enanos de
jardín.
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