Un largo y húmedo pasillo

Me dice ya no soporto más el olor de los hospitales. Y me lo dice llorando sin querer llorar. La supera el dolor; no el dolor físico, que vaya si lo conoce, sino ese dolor de saber que las cosas podrían estar un poco mejor y en ella siempre están definitivamente peor. Por alguna extraña razón, en ella todo se complica, se torna denso, sin salida. A vos alguien te hizo un trabajito, le dice su amiga Leticia y no hace más que desencadenarle más llantos. Se calma y de nuevo insiste con el olor de los hospitales; me dice: ese olor es como un pasillo largo y húmedo que te conduce a tus zonas más oscuras, a lo que querés olvidar y vuelve una y otra vez. Un pasillo donde todo reluce y en el que los que te cruzan en el camino tienen la mirada extraviada porque van pensando en que quizá mañana los espere otro pasillo, aún más largo y definitivo. Todo esto me lo cuenta desde su celular. Está sentada en la guardia y entre el ruido de fondo alcanzo a escuchar que saca un pañuelo, se seca las lágrimas para seguir llorando y antes de mandarme un beso y escuchar cómo le deseo suerte, vuelve a decirme que ya no soporta más el olor de los hospitales. Tan cerca la siento, que mi oficina ya huele a hospital y ese extraño dolor que sobreviene en mi pecho me impide hablar por un buen rato. Decirle, por ejemplo, que mi pasillo tiene una puerta abierta para ella.



Gris como un acorazado

Ella admite que fue un error imperdonable regalarle una camisa roja. Su marido detesta los colores vivos y ella lo sabía; son casi 20 años al lado de ese hombre tosco y policromático. Siempre fue así. En eso puede decirse que se parece al pianista Glenn Gould, quien solía preferir "el gris de los acorazados y el azul medianoche". Su placard, cuenta la mujer, semeja un monótono catálogo de pinturería, con las más variadas gamas del azul, el negro y el gris. Invitarlo a unas vacaciones en el Caribe sería una provocación sin retorno. Lo pondría ante el riesgo de ser bombardeado por los colores más vivaces de la tierra. Los rojos, amarillos y turquesa lo intimidarían de tal forma que ya podríamos verlo, sumergido bajo una sombrilla, boca abajo leyendo un libro de Lovecraft sólo para no mirar. No ver siquiera a todas esas hermosas mujeres que perturban el paisaje con sus sensuales curvas. Y como su mujer lo sabe, se resigna. Vuelve al Shopping, cambia la camisa roja por una azul y una vez en casa le dice, casi a los gritos, que se olvide de esa segunda luna de miel en Esquel. El ni se inmuta, hoy es sábado, ha alquilado Azul profundo, en su mesa de luz lo espera El jinete negro, de Stephen Crane, y, de fondo, ahora suenan las mejores versiones de Bach en manos del ahí sí luminoso Glenn Gould.



Hay uno


Mi hijo los mira, los toca, palpa su peso y no lo puede creer. Me dice, ¿en serio que con esto escuchabas música? Son discos de vinilo que nunca me resigné a vender o regalar. Forman parte de mi adolescencia tanto como aquellas cartas de mi primera novia (que aún no me atrevo a quemar) o los cientos de recortes del Mundial 78. Claro, mi hijo compara esos enormes círculos negros con sus minúsculos cidí y logra que mis antiguos LP se vean, en perspectiva, como él y yo en una foto. Por más que se jacte de estar al día en todo lo que sea tecnología, lo veo en sus ojos, no puede disimular que le atraen. Se pasa toda una tarde leyendo los sobres interiores con las letras, viendo fotos de bandas y solistas, comparando cómo toda esa kilométrica información cabe hoy en el pequeño y estetizado booklet de los discos compactos. Hay uno, sin embargo, que le llama la atención por sobre el resto. Me pide que por favor se lo regale, que él lo quiere tener como recuerdo (una antigüedad de esas que no muchos de sus amigos puede tener en su habitación). Por favor, papá, ruega. No sabe, pero es obvio que algo intuye: el disco que le acabo de regalar es el mismo que escuchábamos todo el día con su madre en aquellos tiempos de la Universidad en que ella quedó embarazada. Todo gira y vuelve. Amores, odios, canciones. Todo gira y vuelve. La vida como un disco de vinilo que ya no se escucha pero igual sigue sonando en mí. Y ahora también en él.