Lo que dura el efecto

Se me ocurrió viendo un documental de momias, un sábado por la tarde en que mi casa -sin niños ni electrodomésticos activados- ostentaba una paz infrecuente; de camposanto de pueblo si exagero. Los que me conocen saben que la fotografía me ocupa no sólo las horas del día sino también gran parte de las noches. Será por eso que si bien sueño como todo el mundo mis sueños son lo más parecido a fotos. A ver si me explico; si por caso estoy soñando que alguien me persigue por la estación de subterráneos de Nueva York, la velocidad de la escapatoria será lo suficientemente lenta como para permitirme ir tomando, desde ángulos imposibles, el tren que se detiene con puntualidad de té inglés, la madre con su niño buscando asiento, el policía pegándole a un carterista poco hábil, el dealer que se dirige al baño a la caza de clientes, y hasta mi otro yo corriendo por la vía hasta terminar, exangüe y sediento, en un bar atendido por mi propio perseguidor... Con la contundencia de un electroshock, el inesperado encuentro me despierta, pero al despertar cada fotograma del sueño ha sido revelado. Al menos en mi laboratorio cuelgan las mismas agitadas imágenes que acabo de soñar. Mi mujer, lejos de tratarme de loco, escribe con rigurosa fidelidad lo que le cuento porque en su novela autobiográfica yo soy el protagonista y cada foto que le aporto desde lo onírico, me explica, funciona como un nuevo capítulo que ella aprovechará antes de que pase lo que yo llamo el "efecto". Lo de las momias, en cambio, es un tanto más complicado. Me he propuesto
pasar una noche con una de ellas; se trata de la que duerme celosamente protegida en un subsuelo de la Facultad de Antropología. Es una adolescente peruana y tiene casi 600 años. Confío que a su lado voy a soñar la suficiente cantidad de imágenes para montar tal vez mi mejor exposición. Y como parte de nuestra secreta sinergia estética, mi mujer tendrá, además, el final de su morosa novela (lleva siete años sumergida en ella) y, por qué no, una bizarra foto para la tapa.

La culpa la tuvo ella

Una sola vez en mi vida me subí a un caballo. Fue en unas vacaciones de verano en San Luis, a fines de los 80. Yo que nunca tuve ni un enclenque caballito de madera ni moría por los spaghetti westerns terminaba montando un aburrido animal de alquiler a instancias de mi novia de entonces. De lo poco que recuerdo, apenas retengo un puñado de imágenes: las pocas ganas de echarse andar del explotado equino, mi cuerpo absolutamente petrificado y sobre todo el momento, el eterno momento en que decidió cruzar -sin mi consentimiento- una ruta peligrosísima para retomar su trillado recorrido. Ya perdí la cuenta de las veces que pensé qué hubiera pasado si en ese instante el ajedrez del destino hubiese puesto en mi camino un auto o uno de los tantos micros con turistas que transitan esa zona. De poco sirvieron las tres o cuatro instrucciones que se dan cuando te alquilan un caballo. El hizo lo que quiso y yo lo que quiso mi novia. Creo que después de esa frustrada cabalgata no nos hablamos durante el resto del día; esa solía ser nuestra forma de dirimir los conflictos para evitar la pirotecnia verbal. Desde entonces, ya sin aquella novia, cada vez que voy al mar o a la montaña no lo dudo: alquilo una bicicleta. Una segura y dócil bicicleta. A los caballos los sigo prefiriendo entre las piernas de Scarlett Johansson o en los poemas de Julio González.