El azul, el amarillo, la milarbona

La milarbona es una planta que sólo crecía en el jardín de mi abuelo. Por más que se buscara replantar un gajo o intentarlo con sus semillas, no había caso. Sólo se reproducía allí. Su flor era de un azul intenso, con un centro amarillo al que no se podía dejar de mirar con cierta fascinación. Hablo en pasado porque el mismo día que murió el abuelo la milarbona se inclinó derrotada y en cuestión de minutos se marchitó definitivamente. Por la noche, el viento puso las cosas en su lugar: esparció el azul y el amarillo por los jardines de cada hijo y lo que hasta entonces no era, fue.

Coreografía inmóvil

Algo no encaja. Los dos están sentados. Uno al lado del otro. Sobre el pasto, mirando hacia la ruta. Los autos allá, trazos de un óleo casi líquido. Uno, cincuentón, pelado, ropa de trabajo. El otro, caniche toy, blanco ala, collar sin nombre. Ambos están quietos, aparentemente relajados. Así una hora, dos, tres. De pronto, un zumbido. Imperceptible. El hombre sale disparado. Algo no encaja.

El examen

El cadáver les costó quinientos pesos. Pagó ella. Cash. Todavía estaba intacto, con algo de color incluso. No tuvieron que dar demasiadas explicaciones; lo de siempre para cuidar las formas: estudiantes de medicina ante la inminencia de un examen. Por cierto, al tipo de la morgue no le importa un carajo lo que hagan con sus muertos; está acostumbrado a responder, no a hacer las preguntas. Esa noche ella y él comen como reyes. Y por sólo quinientos pesos.

Sola

El hamster que le regalaron le duró exactamente 48 horas. No crean que le asombró demasiado encontrarlo muerto, con los ojos abiertos en una expresión de espanto o algo muy parecido. Lo mismo le pasó hace un tiempo a una dálmata que le trajo de Salta su tío Arturo y a la tortuga que le dejó esa vecina que de un día para otro decidió mudarse lo más lejos posible de allí. Tampoco es de extrañar que ahora su novio apele a una buena excusa para no verla más. Un viaje de trabajo a Costa de Marfil es lo primero que se le ocurre para acelerar su partida. A Eugenio, el anterior, lo perdió con apenas 23 años, y si mal no recuerda, Agustín tendría unos 27 cuando sufrió esa inesperada y fulminante puntada en el corazón. Mientras piensa en esto, las flores que le dejó Octavio antes de huir se le marchitan en las manos. A sus espaldas, la rueda del hamster sigue girando. Sola.

Por el fin

Lo más fácil es enamorarse de una actriz de cine mudo. Con ella es posible soñar la relación perfecta. Nada del histérico ping pong del sí y el no. El ajedrez de las omisiones. Ella puede ser el río de siete colores, el puente del abrazo sostenido por un perfume. Su corazón es dos veces ficción, la cifra perfecta para el espectador que ya las vio todas. Detrás del telón, el amor desaprende a las señas el guión. Empieza por el fin.

Es la hora

Nadie la saca una sonrisa, una mueca. Mucho menos una palabra. Está sentada en la escalera de la escuela con un globo negro atado en su dedo índice. Durante quince minutos pasan a su lado niños, niñas, maestros, celadores, padres, y ella distante como la estatua de Belgrano. Cuando ya no queda nadie y el día ha caído para todos, su mirada barre de izquierda a derecha, entonces, convencida de que está realmente sola, se ríe de una forma tal que se encienden las luces de la calle. Es la hora. El globo la toma de la mano y se la lleva allá donde nadie pregunta. Lloverá.

Dos niñas gitanas

Quiere que le hable de las niñas muertas en la playa. Que le cuente quiénes fueron. Si jugaban en la arena o habían perdido el barco. Si no hubiera sido mejor que las tragara el mar al caer la tarde. Pide que le diga si eran felices, si conocieron algo del amor, el primer abc. Insiste que le explique por qué hay flores que se cortan a destiempo. Por qué el agua que las acaricia no cambia de color en las manos del asesino. Dejo pasar un ángel (y otro y otro y otro y otro…).

Voto de silencio

“Yo podría ser la esposa de un mafioso”, se jacta en la peluquería para garantizarle a ese puñado de arpías que pueden contar con su voto de silencio. “Una tumba soy”, remarca por si quedaran dudas. Las otras, miembros estables del deslenguado confesionario, se miran con disimulo y esbozan sonrisas incómodas. El código de miradas confirma que ninguna está dispuesta a sugerir siquiera lo de su marido con la adolescente de la heladería o el escándalo que armó el otro día en el hotel de la vuelta. En cambio se permiten comentar el desliz de Esther, la rubia platinada que acaba de irse y cuya silla aún conserva el calor de su pesado cuerpo. “¿Qué, no sabías que está saliendo con un rugbier de 18? Parece que el pibe tiene tatuado el nombre de la madre en el hombro”, se pavonean en busca del efecto sorpresa. Mientras escucha, su cara se va transformando como el peinado de Sofía. “¿Mi hijo con esa puta?”, piensa allá dentro de su cabeza con anti frizz. Como puede, disimula su turbación y evita el menor comentario. Perfectamente podría ser la esposa de un mafioso.