Piedra, no camino

Si tenés una piedra energética en tu mesa de luz ya estás en problemas. Pregunto: ¿Nunca leíste a Ramponi? ¿No escuchaste eso de “era una piedra en el agua, seca por dentro"? ¿Qué tengo que hacer para que te des cuenta de que la energía es otra cosa? No es lo que hace girar los molinos como una ruleta fuera de foco ni tampoco los aullidos que promete la pastillita azul; es ese capitán Ahab que tenés al mando de tu cabeza, un indomable moby dick de sangre que te hace bailar el corazón como un títere pasado de éxtasis.

Dejar para mañana

Anoto: "Escribir la carta que la hermana Irma nunca le escribió a Dumier-Smith, el falso profesor de arte de Salinger". Algún día, tal vez el perfecto para atrapar al pez banana, lo haga con el grado de pasión que hoy carezco. Mientras tanto, rezo porque nadie esté escribiendo ese cuento igualmente apócrifo.

Un cigarro para la Sontag

Su mano es una planta carnívora que se cierra a deshoras en un gesto tenso, casi de nouvelle vague. Con esfuerzo atrapa el humo, ese pérfido pájaro de aire que le delata los labios heridos, la lengua como una cama deshecha. Hay fuego en su última sábana de hospital. Cenizas quedan.

Puede fallar

Como los tobas, Miguel R. lee el futuro en los sueños. Por eso, como sabe que un domingo de estos morirá al volante, decide no salir más a la calle. Se convence de que no debe ser muy complicado sobrevivir en el autoexilio. Por teléfono pide comida, cigarrillos, el diario. Los impuestos y la tarjeta los paga por Internet. Trabajo no tiene: lo echaron y no quiere recordar por qué. Con su novia, becada en Italia desde hace dos meses, se chatea sin siquiera mencionarle su inminente final. A su madre la llama al menos tres veces por día, algo que a ella no le llama la atención; su hijo siempre dio con el perfil del edípico irredimible. Un solo detalle no ha previsto Miguel R.: nunca aprendió a manejar.

Segundos afuera

Lisa, casi agua o celofán, al primer round del amor deviene cactus, nena coyote que va del techo a la sed trepada en la liana de su corpiño. Aun así, bestia herida en su propio juego, se repliega a su guarida llevándose en la piel mis espinas rotas. Uñas de la carne compartida. En su boca, el jugo de mi corazón.

Su propio anzuelo

Fueron a pescar sin caña. No era la primera vez que lo hacían de esa forma. En cada ocasión el método se repetía sin variar el más mínimo detalle: sentarse a la orilla, los pies en el agua, y lo más importante: mirar profundo hacia un punto equis. Al cabo de un rato, como eyectados por la mano humana, peces de los más variados tamaños y colores saltaban fuera del agua. La parábola, casi el vuelo, concluía en una serie de canastas ubicadas una al lado de la otra a lo largo de unos quince o veinte metros. Dos horas después, a veces el padre, otras el hijo, emitía la primera y única palabra de la tarde para decir “vamos”, tras lo cual recogían lo (no) pescado y lo cargaban en la camioneta. Claramente satisfechos, regresaban a casa disimulando el silencio con la música de la radio. Cuando el secreto dejó de serlo, de un día para otro la exigua laguna se llenó de principiantes como así también de expertos en busca de nuevas experiencias. Fue en vano. Un fracaso total. Apenas lo vieron aparecer fue demasiado tarde para pensar o escapar. "Mordieron su propio anzuelo", fue lo único que se le escuchó decir al más viejo cuando leyó en el diario lo del tiburón.

La misión

Amanece en Ucrania. Ana y yo tomamos el café helado porque hoy tampoco hay gas y afuera sigue nevando. Los dientes nos castañean y si bien es cierto que con guantes se hace muy complicado escribir no nos queda otra que terminar lo que empezamos. A cuatro manos seguimos dándole forma a la Biblia de Palíndromos. Nos quedan apenas quince páginas para cumplir la misión. Si pudimos con el Atlas de los Anagramas no veo por qué no podremos lograr otra vez el objetivo. Por eso nos gusta pensar que somos un auténtico par de deportistas de la palabra, un dúo que se niega a sonar en estéreo. De a ratos solemos miramos para darnos aliento. Lo hacemos en silencio, sobreentendiendo lo que ya sabemos. “Peor sería trabajar”, leo sin esfuerzo en los ojos de Ana, que ahora prefiere perderse en una bufanda hasta el próximo capítulo.