Antes, la naranja

“Lo que en la nieve crece a la larga deviene agua negra. Pozo con hambre. No hay luna que disimule esa boca abierta, esa lengua de escalera hacia adentro”. Dejó escrito en una servilleta Aldo Lisboa antes de comerse su último durazno y usar el alicate como nunca antes. El resto deberé escribirlo yo. Pero antes, la naranja.

A la Madonna

Ya no es un secreto, apenas un misterio para un puñado de incómodos creyentes. Desde hace tres días la Virgen del Agua se corporiza en los espejos de uno de los baños del Shopping. Quien la ha visto dice que no se puede dejar de mirarla, que te entra una sed desconocida y no hay líquido conocido o por conocer que libere de ese gusto amargo que se instala en las bocas. A otros les produce un guiño permanente en un ojo, cuyo antídoto más efectivo es correr al cine y ver tres películas de corrido. Dirán que no es más que una pobre versión del teléfono descompuesto, pero el otro día -el de la tormenta con vibrato- a la muy virgen se le dibujó una sugestiva sonrisa y de golpe comenzó a granizar sólo en el baño. Antes del sefiní místico, alguien logró contar que la insípida madonna se valió de esas minúsculas piedras para dejar escrito un mensaje. Lamentablemente hay que decir que un escéptico del sector Limpieza se apuró a borrarlo. De no creer.

Focus group

Aprovecha el semáforo para pintarse los labios enfocando con pericia su cara en el minúsculo espejo retrovisor. En el micro que se ha detenido a su derecha, la enfermera de los ojos turbios piensa que ese rojo no es el correcto, el bancario quisiera gritarle que su rostro no necesita pintura y el mecánico obsesivo está a punto de hacerle señas de que ese motor suena como una orquesta sin ensayo. El chofer, en cambio, la observa desde su propio espejo y fantasea con un beso que le devuelva su color original. Cuando el semáforo se pone en verde, la cara de la mujer sale a toda velocidad pero sus labios ya están en boca de todos.

Hoyo en uno

Mi primera vez en el golf fue para el olvido. No hay día que no me acuerde con lujo de detalles. Y en caso de que me olvide, Raquel se encarga de hacérmelo recordar de una manera lo suficientemente irritante como para que termine gritándole, diciéndole cosas que ni borracho le diría. Yo no quería ir cuando me sorprendieron con la invitación. En realidad, me obligó mi jefe en un momento en que la relación en la empresa era muy tensa y no daba para hacerse el difícil. Acepté a desgano y allá fui, convencido de que todo consistía en pegarle a la pelotita con algo de puntería mientras se caminaba por esa mullida alfombra verde a la yo le hubiera puesto una pileta en el medio. No estaba nada mal un poco de relax, de aire puro, lejos de computadoras, ascensores, números, papeles y más papeles. El día acompañaba con un sol espléndido. Nada puede salir mal, me repetía a la par que cerraba el celular para desconectarme por completo del mundo exterior. Cuando llegó mi turno pasó lo que no tenía que pasar. La verdad, no quiero ni acordarme. Si me acuerdo siento que caigo en un hoyo del tamaño de mi vergüenza.

Realismo melancólico

Una madre colgando la ropa es una de las contadas bellas artes, un capítulo traspapelado del realismo melancólico. Verla así, los brazos en alto como si dios o uno de los suyos la hubiera tomado por asalto, duele casi tanto como ponerse una camisa que ya no tiene su olor. La lluvia admite a destiempo que le pulió las manos para llevarse al nido su abrazo. A cambio, entre sol y sol ella saluda desde un patio lejano, tristemente ajeno.

Las cinco verdades del sushi

Justo que iba a revelarme las cinco verdades del sushi suena el teléfono. Mi suegra para invitarme a su sábado de pastas. Con ella no hay excusas que valgan. Con tal de que no faltes a su mesa es capaz de mandarte un taxi a tu casa. Una vez agotado el intercambio de digresiones climáticas y familiares, vuelvo a la cocina donde Takido, mi amigo japonés, improvisa una cena con restos indefinidos hallados en mi heladera sin freezer. Lo que resulta es un regalo visual, una suerte de origamis comestibles que merecerían su cuarto de hora en una galería de arte. Sin darle las gracias por su gesto estético-culinario, le recuerdo lo del sushi inconcluso. Takido ni se inmuta. Mientras juega con su servilleta me contesta con una mirada tajeada que tanto dice “vamos a comer” como “he aquí mi obra”.