Negativo de mí

Aunque me digan que estoy loco, la muerte, la sangre, las heridas, no son iguales en todos lados. Algo creo saber del tema. Llevo veinte años llegando con mi cámara en ese justo instante en que los cuerpos aún supuran sus malogrados 21 gramos. Lo hice en Chile, en Bolivia y ahora en el DF mexicano. Todas esas caras que no se verán publicadas anidan en mi cabeza simulando una exposición a la que sólo yo tengo acceso. No es nada fácil. Yo no duermo y mi mujer tampoco. Grito por las noches, repito sus nombres, les hago respiración boca a boca, les tomo el pulso. Hasta rezo por ellos. De día soy otro. De día, los cazo con mi lente como un sicario que cuida cada detalle; no me importa si tengo que acomodarles un brazo o una pierna para que luzcan mejor en la foto. Ellos son mi alimento. Con ellos pago la cuota del colegio de mis hijos y el geriátrico de mi padre. Antes que lo pregunten, lo digo: no siento culpa ni pena. Para eso están mis pesadillas. En ellas pongo las cosas en su lugar. Allí a los únicos que no toco es a mis muertos. Allí mi corazón es un cuadro mal colgado y sólo ellos, si quieren, pueden ponerlo en su justo lugar.

Ni imagen ni semejanza

Al unicornio de humo lo hicimos con las manos. Una vez que el abuelo empezó a hacer anillos con su habano, los tres tomamos por asalto esas densas nubes de juguete y armamos al unicornio según la imagen que nos hicimos de él a través de los cuentos de la abuela. El resultado fue un extraño trozo de humo que ningún bestiario en sus cabales hubiera admitido. Era el animal más humano del mundo. Se parecía a un pez con la cara de mi madre pero nada que ver.

Una promesa es una promesa

Pelo cortado al rape, bolsito Adidas desbordante, cara recién afeitada. Va sentado delante de mí. Lleva la mirada perdida en las calles, se lo nota concentrado y un poco tenso. Su piel es morena, la espalda más bien ancha y el rostro relleno, con cicatrices que parecen recortes de un electro. En el cuello le asoma un tatuaje medio casero con un corazón atravesado por una serpiente que forma la palabra Lorena. Le suena el celular y la cara se le llena de una alegría súbita. Yo supongo que es ella. Presto atención. “Sí, voy a pelear y voy a ganar”, dice con un entusiasmo que lo hace gesticular como si tuviera un rival enfrente. “Ahora estoy yendo a la Terminal. Esperame ahí, mamita”, le pide. Lo último que hago es mirarle las manos. Son más gruesas que un libro de Umberto Eco e inspiran un respeto instantáneo. Debo decir que ignoro si ganó como tampoco sé si Lorena era novia, mujer o amante. Lo único que tengo claro, porque se lo escuché antes de bajar, fue su promesa de un romanticismo un tanto sublimado: “Si gano, mami, te parto al medio”.

El enigma de Puerto Soledad

Años pasaron. Días como gaviotas encadenadas a su propia sombra. Y nadie en su sano juicio pudo explicar por qué en este pueblo las mujeres morían tan jóvenes y tan tristes. El hombre del árbol solía decir que no existía una única causa para tales efectos no deseados. Había eso sí hombres solos con la lengua deshabitada pero ellos tampoco tenían la respuesta.

El índice

Qué iba a saber que lo estaban matando. Siempre escuchaba la música al máximo. Ese día también. Es más, me acuerdo que era un disco muy viejo de King Crimson, probablemente Lizard. Por lo que pasó, digo las catorce puñaladas, el libro de Boris Vian esparcido por todo el cuerpo, la inscripción en francés sobre un cuadro de un pintor ignoto, no fue el modus operandi de un asesino convencional. Tampoco se trató de un robo, ni siquiera le llevaron el reloj, uno de esos caros que se ven en la publicidad de Visa. Lo que más extrañó, sin embargo, fue su índice señalando hacia la pared. Allí tal vez se encuentre la clave. Lo que ahora tienen que determinar los investigadores es si lo señalado es un número en la guía telefónica, la antigua foto familiar en blanco y negro o ese cigarrillo a medio fumar con los labios marcados. Unos labios que debo admitir conozco muy bien.

Cedazo

Solitario, pero sin cartas. Jugado, perdido, descartado, leo la noche en este techo que se orina de humedad. El eco de lo que callo grita que no hay piedad en la belleza cuando irrumpe así, con sus huesos desnudos en la penumbra. Estamos igual de confundidos. Debajo de las sábanas, sonamos como esa guitarra rota que nos desafina. Ya no suma ni resta quién busca o quién pierde la cadena o el abrazo. Descreo del sexto sentido, las ciencias exactas y del mes más cruel. Ahora que el polvo ha guardado sus instrumentos es el silencio el que grita llevate tu cuerpo, dejame a solas con el mío. Vaciame.