A ellos también se les mueren los perros

Sí, un día los ves riendo felices, casi una publicidad de dentífrico de tantos dientes en primer plano. Por lo general ellas son rubias y ellos son famosos. O al revés. Hoy son nota por un embarazo, mañana por el hijo, pasado por el mini cooper. Pero otro día la taba se les da vuelta y las estrellas se estrellan, la luz se les corta y a su tarjeta se la escupe cualquier posnet. A ellos también se les mueren los perros, dice mi madre con esa agudeza filosófica que opacaría al pelotudo de Delleuze.  

Tú tú tú

El teléfono suena en mi cabeza, pero atiende ella. Sin embargo, yo digo equivocado y por única vez ella me la razón. Cuelgo. Mi soga en su cabeza dice tú tú tú…

Padre, bigote & yo

Mi padre sin bigote no es mi padre. Es pero no es. Vendría a ser un otro yo de sí mismo que no encaja en la cara que de niño tengo registrada en el legajo "mi padre". Ese bigote, he pensado más de una vez, nació con mi padre. Debe haber sido –intuyo, porque no tiene fotos de aquellos años- un hermoso bebé de ojos azules... y bigote. Un bigote proporcional, acorde al pequeño rostro de un recién nacido.
Su biografía confirma que fueron creciendo juntos y esa relación simbiótica sólo tuvo, vuelvo a conjeturar, un impasse cuando padre conoció a madre. Bigote pasó unos días de total desconcierto. No estaba acostumbrado a que otros labios se posaran sobre él. Sin embargo, al cabo de un tiempo comenzó a tomarle el gustito. Madre siempre fue de perfumarse bien, de usar lápices labiales de los mejores. A bigote no le disgustaba quedar por momentos teñido de rojo, al borde del ridículo, extraño casi.
Estoy seguro de que cuando nací, o previamente mis hermanos, bigote sintió que también había llega al mundo un hermanito. Su hermanito. Así con la primera, el segundo y yo, el tercero. Bigote tenía ahora tres hermanitos.
Cada vez que padre nos besaba la frente, bigote hacía lo propio. Por eso, ver venir la cara de padre era ver venir como en un sidecar a bigote.
Después de una vida juntos, sabemos que son, que somos, inseparables. Mal que le pese a madre. 

El último marinero

La puta de la rotonda, la morocha de raíces rubias y ese lunar sobre el labio que parece una vaquita de San Antonio, decidió acostarse con todos, menos conmigo. Un día, una noche en realidad, la enfrento y le pregunto si es por una cuestión de plata o algo que desconozco. Bajando la vista, un tanto incómoda, finalmente lo reconoce. No es la plata. Te tengo miedo”, me confiesa sin mirarme a los ojos. Yo no sé si me está tomando el pelo, pero la escucho mirando con atención cómo sus manos juegan nerviosas con la cartera. “Una noche con vos me haría terminar en un poema o en un cuento y eso es lo último que quisiera”, dice y enciende un cigarrillo como si así pudiera cambiar de tema. Yo le digo que tiene razón. Me voy y antes de que pueda ofrecerme resistencia, la beso como si fuera el último marinero.

El de antes

La bala le atraviesa el cráneo de izquierda a derecha, con tanta suerte que en pocos días puede dejar el hospital y recuperarse en su casa. En apariencia ha quedado muy bien, salvo ese detalle menor de que su castellano mutó en un alemán bastante marcado. Por lo demás, sigue siendo el mismo tipo de antes, alguien que eligió la literatura por amor a la palabra. 

Ray los perdone

A los 48 entierra en el jardín de la casa familiar su libreta con apuntes, poemas, cuentos, reflexiones, citas. La idea es recuperarla cuando cumpla 80 años. No contaba con que moriría a los 79. Vendida la propiedad, obreros que construyen en un sector del patio encuentran unos papeles casi deshechos. Felices por el hallazgo, pueden cumplir el ancestral ritual: con las hojas de los escritos de Aldo Lisboa ahora sí podrán encender el fuego para el asado. "Ray Bradbury los perdone, queridos primates", piensa Aldo desde el más allá.  

Disyuntiva

Me asalta la idea de que adentro de la piedra hay encerrada una historia. Hasta ahí llego. Para liberarla habría que romper la piedra y eso, me alerta mi otro yo, implicaría destruir la historia. Que siga en su lugar sería tanto su bendición como una maldición que nadie develará.  

Relación textual

Eso tuvimos. Nos escribimos. Nos leímos hasta el éxtasis. Un día dimos vuelta la página. Fue el fin. La tapa de la historia.

Mitades del mismo vaso

Con ella la discusión siempre es por lo mismo: qué parte del vaso elegimos. En la mayoría de nuestras disputas verbales, la mitad llena suele ser su primera opción, por lo tanto la vacía me corresponde. Y eso sí que no lo discuto. Estoy convencido de que la vida, el día, el país, ella misma, me dan razones para no poder llenar esa otra mitad. El único vaso que me permito dejar al borde es del whisky, a la medianoche, cuando ella duerme y ya no tengo tiempo (ni ganas) de seguir discutiendo. Mientras apuro el último trago, veo que le cae esa lágrima a destiempo que no colma el vaso. Lo desintegra, directamente. 

El secreto

Fue secreto y todos los sabían. Se hablaba de él desde la mañana hasta la noche. En los bares, en el banco, en los cafés. Hasta los niños lo comentaban por lo bajo mientras jugaban a las figuritas o a la mancha. Tanto se habló del secreto que pasado el tiempo sólo una persona en el pueblo no lo sabía. Fue entonces cuando dejó de ser un secreto para pasar a ser apenas un mero recuerdo.

Drama callejero

Parado, aburrido, haciendo cola para sacar sus últimos Roca del cajero automático, ve pasar a dos chicas de entre 20 y 30 años y un tipo de unos 50 largos, caracterizados para una obra clásica infantil. Van repartiendo volantes y sonrisas a diestra y siniestra, invitando a los niños y a sus padres a ver la función de esa noche en un teatrito ubicado donde termina la calle principal. Los veo cruzar por la senda peatonal y como en un sueño o la escena lisérgica de una serie de Disney, veo que ese auto que acaba de frenar en realidad no lo hizo y los atropella. Ahora los veo volar aparatosamente y caer mezclados con los volantes; sus rostros se retuercen casi en cámara lenta. Espantoso pero demasiado real. Una niña corre a socorrer a la Princesa, que tiene sangre en sus comisuras, su padre auxilia al Capitan Garfield y una mujer con pinta de abuela buena atiende como puede a la joven pirata. La escena es bizarra, tanto que la mayoría de los curiosos interpreta que se trata de otra obra callejera, un poco más realista y dramática que de costumbre, y aplauden con fervor. Al final, no hay quien no deje un puñado de monedas en el maltrecho sombrero del Capitán.

Su mueble

Llevamos juntos 75 años. Miento, 76. Ultimamente me falla un poco la memoria. A mi mujer, en cambio, su vista le hace trampas. Ve lo que no debe ver. O ve otra cosa. A mí no me ve nada bien. En la caja negra de sus ojos la silla o yo somos lo mismo. Me lo dice siempre: “Entre vos y la heladera o el lavarropas no hay mucha diferencia”. Hay veces que me ofendo y otras en que me enternece. Tampoco sirve, debo reconocer, que para guiarse me pregunte porque yo ya no escucho nada, mucho menos el hilo de su voz. A esta altura lo único que podemos hacer es tocarnos a manera de guía. Sólo las manos ven, oyen, hablan por nosotros. Al menos cuando las mías o las de ella estén frías, sabremos que las del otro serán las que deban marcar el 911 del final.