Uno y el otro

Dos amigos en el café. Hace más de 40 años que por lo menos una vez a la semana se encuentran en el mismo lugar -hablo del Café La Musa- para hablar invariablemente de fútbol, mujeres y de cómo la vida avanza y ellos siguen anclados aquí, en este desierto con ínfulas de oasis. Uno tendrá 65, 67 años, el otro, fácil unos 70. Yo estoy a unas pocas mesas de ellos, solo, y no sin cierta envidia los veo charlar con entusiasmo, reforzando con las manos y los gestos cada palabra, ese subrayado de la oralidad tan típicamente argentino. No sé de qué hablan, pero los escucho reírse ruidosamente, mientras uno enciende su quinto cigarrillo desde que llegó y el otro contesta un nuevo llamado en su impertinente celular. Los dos le hacen chistes a una moza joven que se ríe sin ganas y cuando se va le miran el culo con un dejo de nostalgia, como un trofeo lejano e inmerecido. No puedo sacarles los ojos de encima, especialmente por el furioso teñido de sus cabellos, tan artificial como llamativo. Nada parece haber cambiado desde que se conocieron en un aula de la Facultad de Abogacía. Si no fuera por ese bastón con empuñadura de marfil en la mano de Alberto o la pierna ortopédica que sostiene a Lisandro, se podría decir que siguen igual que en sus épocas de estudiantes. Uno tan rubio, el otro tan morocho.


Rosa mística

Por creer en milagros es que estoy aquí, en una precaria casa de El Algarrobal, pidiéndole a la Rosa Mística que me devuelva la inspiración, que me revele poemas grandiosos, argumentos para una novela como las de Saer, personajes inolvidables como los de Melville o Auster. La mayoría de los fieles que veo deambular por este patio atestado son mujeres humildes; muchas de ellas han llegado en colectivo, con niños colgando de sus faldas y tantas velas como hagan falta. Es muy fácil leerles en los ojos que tienen miedo, como todos los que creen en algo. Quien no cree, no teme, leí cierta vez en una estampita. Pero eso también es mentira.

Alguien con su nombre

Tipeé su nombre en el buscador de Google. Aparecieron no menos de veinte personas con su mismo nombre. Recuerdo especialmente a una cantante peruana; a una astróloga salteña radicada en Madrid; a una gimnasta adolescente del Ecuador; y si no me equivoco, a una cotizada top model portorriqueña. Hacía años que no tenía ninguna noticia sobre ella (la original, por decirlo de algún modo), por lo que ella bien podría haber sido cualquiera de las otras con su mismo nombre. Para el caso, dio lo mismo. Razón más que suficiente para optar por la astróloga salteña radicada en Madrid. Sí, ya sé, cualquiera de mis amigos se hubiera quedado con la top model, pero los acuarianos somos así; o erramos abiertamente en la elección o lo que elegimos es lo contraindicado por la comunidad astral. Y si no, pregúntenle a ella, que ahora debe estar frente a una pantalla tipeando mi nombre. Siempre buscando en vano, típico de las arianas.


Poema explicado (la testigo)

Dice Laura: yo no entiendo la poesía, no me gusta, no me llega. La siento muy artificial. Digo yo: no pienso convencerte, no me interesa; allá vos. Prefiero explicarte mi último poema. Es de manual, un poema no se explica, pero lo voy a hacer por única vez. Se llama La testigo y habla de una estatua viviente que trabaja en la peatonal haciendo lo suyo; es decir, quedarse quieta, sin mover un músculo ni mostrar ningún rasgo de humanidad. Extraño arte, pero arte al fin.
A pocos metros, una mujer cae (¿un balazo? ¿un culatazo? No se sabe bien), su cabeza golpea sobre el piso, hace un ruido imposible de olvidar. Un hombre escapa corriendo; tiene una inconfundible cicatriz tumbera y le faltan algunos dientes. La sangre de la mujer ha formado un pequeño charco del cual se abren ramificaciones, como ríos vistos desde un edificio muy alto. La mujer estatua ha visto todo, pero nadie le pregunta, nadie la puede ver como lo que es: la testigo más cercana a la muerte de la mujer. Y ella tampoco dice nada, siente que olvidó las palabras. Quiere gritar y el cemento de su boca se lo impide. El espanto la ha dejado muda. Como una estatua, después de todo.

La espera

El peugeot 504 blanco está estacionado al costado del Acceso Este, a unos 200 metros del puente. Parece un remís; es un remís, porque ahora que lo veo bien tiene un número en la puerta. Al volante está un hombre de contextura pequeña. Usa barba y unos lentes que parecen de otra cara, por lo grandes. Hace tres días que lo veo a la misma hora y en el mismo lugar, en aparente actitud de espera. ¿Esperará a una mujer? ¿A un pasajero? ¿Será un dealer o un agente encubierto? Al cuarto día, se decide, saca el arma de la guantera. Dispara una 9 milímetros prestada, en el mismo instante en que una retroexcavadora que trabaja en la calle lateral enciende su estridente motor. No hay ruido; mejor dicho un ruido tapa a otro; igualmente, los pájaros huyen asustados. La espera ha terminado, ¿pero qué hace esa mujer corriendo hacia el auto? ¿Por qué justo ahora lo llaman desde la base para un viaje en Colón y Patricias? ¿Y qué hace allí, justo allí, el policía que le prestó el revólver?


Y llovía, llovía

Lo bueno de soñar es que no hace falta que te crean. Por eso puedo contarles, no importa si ocurrió o no, que hace unos días salí a correr por una de las laterales del Acceso Este y me crucé con el mismísimo Leonardo Favio. Venía trotando lentamente, con su infaltable pañuelo en la cabeza y un equipo Adidas rojo furioso. Se acercó hacia donde yo estaba haciendo elongaciones, me miró de costado y sin saludarme me preguntó si tenía agua. Le dije que no y él, sin cambiar el tono, me lanzó: no te va a hacer falta, pibe, y se fue corriendo en cámara lenta. A los 20 metros, lo escucho que empieza a cantar. Ni bien alcanzo a oír esa parte que dice "y llovía, llovía", se largó un chaparrón de verano que ni les cuento. Tuve que resguardarme debajo de un eucaliptus, esperando que parara o que, en caso de tratarse de un sueño, poder despertar en mi cama. Pasó lo que tenía que pasar, desperté tan resfríado que hoy lo último que haría sería ir a correr. Cambio de planes. En el cine pasan una de Favio.

Humor

Candela tiene tres años. Es hija de mi primo Eduardo y va a la misma guardería que mi hijo Agustín. Lleva un vestidito verde que le hace juego con sus ojos verdes y está comiendo un chupetín de frutilla, apoyada con despreocupación en el ataúd de su abuelo. Afuera hay sol, aunque ya estamos en pleno junio y todos aquí adentro daríamos cualquier cosa por tomar un buen café. Candela llora porque ve llorar a su mamá, pero no entiende del todo lo que está pasando en esa habitación enorme, llena de flores y caras extrañas. Una mosca se posa en la nariz del finado. Ella quiere mucho a su abuelito. Tanto, que en su intento de matar a la mosca le da un violento golpe en la cara. Inmediatamente, como si buscara compensarlo, le convida su chupetín de frutilla; se lo pone en la boca no sin cierto esfuerzo. Estupefactos, los más cercanos a la bizarra escena no pueden creer lo que están viendo. No saben si retar a Candela, sacarla en silencio para no alterar a los demás, o si acercarse y decirle ¿qué hacés Candela, estás loca?
Si el abuelo, para quien su nieta era la luz de sus ojos, se hubiese visto así, rígido y con un chupetín en la boca, seguramente se habría reído un largo rato. Quienes lo conocimos podemos asegurar que Don Federico siempre fue un tipo con muy buen humor.


Su mano derecha


El Conde de Lumpier es dueño de medio país. Sabe que lo que quiera o pida, lo tendrá. Sin embargo, algo le quita el sueño: su firma nunca es igual. Es cierto, nadie hace dos firmas exactamente iguales, pero sí al menos parecidas. El, ni siquiera eso consigue. Un día de tantos, llama a Emilse, su ama de llaves, y le pide que intente copiar su firma. Ella, con trazo delicado, logra imitarla casi a la perfección. Inténtelo nuevamente, por favor, reclama el conde. Con su mano diestra, firma una vez más y el resultado supera al anterior, obteniendo una perfecta imitación de la rúbrica de su amo. Satisfecho por los resultados, desde ese día Emilse se convierte literalmente en la mano derecha del Conde de Lumpier. Este pacto, del cual ni siquiera los más cercanos darían fe de su existencia, permanecerá poco más de 25 años. Solamente será revelado tras la muerte del conde, cuando entre sus papeles los abogados encuentren el testamento con una modificación sustancial: al morir, todas las propiedades del conde de Lumpier deberán pasar a manos de Emilse. Por más que la decisión sorprenda a sus allegados, no hay dudas; lo certifica su propia e inconfundible firma.

Nuestro nushu

Con la muerte de Yan Huanyi se fue la última china que hablaba el nushu, un idioma con más de cuatrocientos años que solamente entendían las mujeres de Jiang yong. Agradezco que ni siquiera la globalización les permitiera a mi mujer y a mi suegra conocer el nushu; sin embargo, caras de una misma moneda, se las ingenian para hablar en clave delante de mí, como las gitanas cuando suben a un micro y a los gritos, estridentes como los colores de sus larguísimas polleras, se comunican dejando al resto afuera de su sonoro secreto. No se ha demostrado aún cómo es posible que los ojos de las madres digan tanto. Una mirada materna codifica los misterios y las verdades de la vida de tal manera que ni el mejor filólogo podría saber qué hay allí donde los hombres no vemos más que unos ojos dulces ocultando sutiles candados. Mi mujer y mi suegra lo saben de sobra; explotan con sabiduría esa versión autóctona del nushu. Puede que ahora estén criticando en mi cara que hace más de una semana que no me afeito o que mis kilos de más deberían empezar a preocuparme. O quizás estén asegurando que escribir no es un trabajo digno, no al menos lo que esperaban de mí. La aparición en escena de mi suegro con un vaso del mejor malbec me saca de tanta elucubración y me devuelve a este domingo soleado de asado y pileta. Nuestro nushu es mucho más prosaico: hablar de fútbol, de mujeres o de cómo mentir con oficio en el truco es un idioma que ellas nunca entenderán. Chino básico.



Y E también

Dos mujeres se miran todo el tiempo en el pasillo del tren. Dos hombres se ignoran en un bar cualquiera. Un extraño y finísimo hilo -sólo adjudicable al azar- conecta ambas situaciones. Existe una quinta persona cuya identidad no nos es revelada, ni siquiera a través de la borra del café. Este último personaje se mantiene a cierta distancia de aquellas mujeres y aquellos hombres. Tiene en claro su objetivo, la razón de estar ahí. Ninguno de los cuatro (dos hombres, dos mujeres), ha advertido su fantasmal presencia. De lo contrario, su estrategia daría por tierra y a decir verdad no cuenta con un plan B para salir del paso. Para clarificar la situación, las mujeres serán identificadas como A y B, y los hombres como C y D. El restante, el intruso o el quinto -que bien podríamos llamar E- capta ahora una lágrima en el rostro de A y un rictus de alegría en B. A su vez, C y D se saludan por casualidad. En apenas 30 segundos, las primeras imágenes (dos mujeres mirándose, dos hombres ignorándose) se tornan opuestas (dos hombres saludándose, dos mujeres ignorándose). En sí, no son más que simples fotogramas de esa película que ni ellos ni nosotros llegaremos a ver. Una de esas estúpidas historias sin estreno que el intruso -que para el caso daría igual que fuera F o Z- podría seguir filmando a nuestras espaldas; siempre en las sombras, como un torpe asesino que daría su vida por protagonizar un thriller tan previsible como la muerte de A, B, C o D.

Algo para la sed

Voy llegando a la plaza. De fondo suenan como música incidental las campanas de una iglesia del siglo XIX. Me presento: soy el protagonista de la película Jujuy blues, una producción independiente en la que hasta yo puse plata de mi bolsillo. Sigo caminando. Un niño de edad indefinida me ofrece empanadas caseras, una mujer -tal vez su madre- artesanías norteñas y un anciano ciego me pide "algo para la sed". Si no fuera porque voy registrando todo con mi videocámara, juraría que la película son ellos y yo apenas un extra absolutamente prescindible. Esos rostros sufridos parecen haber sido sometidos por la realidad al peor casting. Yo pongo cara de turista y sigo recorriendo la ciudad como a mi viejo y lejano manual Kapeluz, donde esta tierra era un pedacito de mapa igual que cualquier otro. Nada más lejano.
No sé qué saldrá de este rodaje a 45º centígrados, pero de lo que estoy seguro es que a Jujuy blues habrá que verla bien entrada la noche y tomando "algo para la sed".



¿Por qué bailábamos?

La traje desde el sueño. Como si se tratase de una extracción de cajero automático, en lugar de manoseados pesos llegó a mis manos su cintura, el humo de su cigarrillo escapándosele al besarme. Había pensado en ella todo el día; intentaba encontrarle algo de lógica a eso de estar tan lejos estando tan cerca. Cada vez que nos veíamos (rara vez pasaban más de cuatro o cinco meses) volvíamos a preguntarnos por qué tanta química se perdía en el cosmos o en olvidables poemas disparados vía mails.
No puedo precisar en qué lugar estábamos, pero sí recuerdo en detalle que bailábamos un tango, desnudos y algo borrachos. Parecíamos cómodos en ese ir y venir sin hoja de ruta, sólo había que dejarse llevar por la música. A juzgar por la coordinación, parecía que siempre nos hubiéramos amado así, de pie, toda la noche, con sus quiebres y sus espasmos.
Desperté agitado, intentando descifrar por qué bailábamos (digo, nunca fuimos a una disco juntos) y sobre todo por qué un tango (siempre escuchábamos otra música; rock, ambient o algo de jazz). Pensé en algo que me dijo y de pronto la extrañé más que nunca. Antes de volver a dormirme puse mi mano entre sus piernas y otra vez la oír gemir. Igual que en el sueño.

Un largo y húmedo pasillo

Me dice ya no soporto más el olor de los hospitales. Y me lo dice llorando sin querer llorar. La supera el dolor; no el dolor físico, que vaya si lo conoce, sino ese dolor de saber que las cosas podrían estar un poco mejor y en ella siempre están definitivamente peor. Por alguna extraña razón, en ella todo se complica, se torna denso, sin salida. A vos alguien te hizo un trabajito, le dice su amiga Leticia y no hace más que desencadenarle más llantos. Se calma y de nuevo insiste con el olor de los hospitales; me dice: ese olor es como un pasillo largo y húmedo que te conduce a tus zonas más oscuras, a lo que querés olvidar y vuelve una y otra vez. Un pasillo donde todo reluce y en el que los que te cruzan en el camino tienen la mirada extraviada porque van pensando en que quizá mañana los espere otro pasillo, aún más largo y definitivo. Todo esto me lo cuenta desde su celular. Está sentada en la guardia y entre el ruido de fondo alcanzo a escuchar que saca un pañuelo, se seca las lágrimas para seguir llorando y antes de mandarme un beso y escuchar cómo le deseo suerte, vuelve a decirme que ya no soporta más el olor de los hospitales. Tan cerca la siento, que mi oficina ya huele a hospital y ese extraño dolor que sobreviene en mi pecho me impide hablar por un buen rato. Decirle, por ejemplo, que mi pasillo tiene una puerta abierta para ella.



Gris como un acorazado

Ella admite que fue un error imperdonable regalarle una camisa roja. Su marido detesta los colores vivos y ella lo sabía; son casi 20 años al lado de ese hombre tosco y policromático. Siempre fue así. En eso puede decirse que se parece al pianista Glenn Gould, quien solía preferir "el gris de los acorazados y el azul medianoche". Su placard, cuenta la mujer, semeja un monótono catálogo de pinturería, con las más variadas gamas del azul, el negro y el gris. Invitarlo a unas vacaciones en el Caribe sería una provocación sin retorno. Lo pondría ante el riesgo de ser bombardeado por los colores más vivaces de la tierra. Los rojos, amarillos y turquesa lo intimidarían de tal forma que ya podríamos verlo, sumergido bajo una sombrilla, boca abajo leyendo un libro de Lovecraft sólo para no mirar. No ver siquiera a todas esas hermosas mujeres que perturban el paisaje con sus sensuales curvas. Y como su mujer lo sabe, se resigna. Vuelve al Shopping, cambia la camisa roja por una azul y una vez en casa le dice, casi a los gritos, que se olvide de esa segunda luna de miel en Esquel. El ni se inmuta, hoy es sábado, ha alquilado Azul profundo, en su mesa de luz lo espera El jinete negro, de Stephen Crane, y, de fondo, ahora suenan las mejores versiones de Bach en manos del ahí sí luminoso Glenn Gould.



Hay uno


Mi hijo los mira, los toca, palpa su peso y no lo puede creer. Me dice, ¿en serio que con esto escuchabas música? Son discos de vinilo que nunca me resigné a vender o regalar. Forman parte de mi adolescencia tanto como aquellas cartas de mi primera novia (que aún no me atrevo a quemar) o los cientos de recortes del Mundial 78. Claro, mi hijo compara esos enormes círculos negros con sus minúsculos cidí y logra que mis antiguos LP se vean, en perspectiva, como él y yo en una foto. Por más que se jacte de estar al día en todo lo que sea tecnología, lo veo en sus ojos, no puede disimular que le atraen. Se pasa toda una tarde leyendo los sobres interiores con las letras, viendo fotos de bandas y solistas, comparando cómo toda esa kilométrica información cabe hoy en el pequeño y estetizado booklet de los discos compactos. Hay uno, sin embargo, que le llama la atención por sobre el resto. Me pide que por favor se lo regale, que él lo quiere tener como recuerdo (una antigüedad de esas que no muchos de sus amigos puede tener en su habitación). Por favor, papá, ruega. No sabe, pero es obvio que algo intuye: el disco que le acabo de regalar es el mismo que escuchábamos todo el día con su madre en aquellos tiempos de la Universidad en que ella quedó embarazada. Todo gira y vuelve. Amores, odios, canciones. Todo gira y vuelve. La vida como un disco de vinilo que ya no se escucha pero igual sigue sonando en mí. Y ahora también en él.

El libro fantasma

La librería está ubicada en una esquina, frente al Obelisco. Todos los mesones están vacíos, pero en cada uno de ellos hay un listado con los libros que alguna vez ocuparon esos escaparates. No hay nadie que atienda, aunque al final de cada lista con los libros y sus precios, se puede observar en letra muy pequeña un número de teléfono escrito a mano. Basta llamar, confirmar que no estamos ante un chiste o una instalación para cruzar algunas palabras con el dueño y escucharle decir lo harto que está de que la gente lea tan poco y gaste más en supermercado, taxis, peluquería o electrodomésticos que en comprar un buen libro. Antes no era así, insiste, y recién entonces pregunta cuál es el título que me interesa. Sondeándolo un poco más, sabré que cada mañana abre su local muy temprano, hojea Clarín y luego de dejar cada lista en su correspondiente mesón se cruza al café de enfrente a leer alguno de sus preferidos, Marechal, Cortázar, algo de poesía o los clásicos griegos. Si suena su celular, se mostrará de buen talante, responderá las preguntas y, si hay trato, no dudará en convocar al cliente a su improvisada oficina para cerrar la operación. Tratándose de un lector, no dudará en ser él quien pague el café.


Persona más

Nunca me interesaron los diccionarios, pero aquí me ven, golpeando puerta por puerta ofreciendo el último, el mejor, el más completo. "Buen día, señora", "Buen día, señor", "¿Está tu mamá o tu papá?". Así día tras día, calle a calle, casa por casa. Por si lo pensaron, les digo que los peores clientes no son los analfabetos, ni los vecinos con perros malhumorados. Los peores, y por lejos, son las profesoras de Letras, esas que se conocen los diccionarios con sólo verles el lomo. Las mismas que, sin mediar pregunta alguna, comenzarán a hacer ostentación de su pericia gramatical y de su entrenado olfato para los infaltables errores de impresión. "¿A usted le parece bien que... bla bla bla? A lo que yo responderé con mi más expresiva cara de nada, mi mente en punto muerto y el prolijo gesto de guardar -sin decir palabra- el destartalado diccionario de muestra en mi no menos traqueteado maletín ambulante. La escena se repite unas cuantas veces por día, hasta que llega la noche y el único consuelo que me ofrendo es sentarme en un café a tomar una cerveza bien helada. Entre vaso y vaso ratifico que este es un mundo absurdo, donde nadie lee ni siquiera el diario pero un simple mozo puede ser quien te compre el único diccionario que vendiste en tres eternas semanas. Exactamente los 21 días que ella tardó en dejarme, cotejo con precisión mientras hojeo indiferente mi mercadería. A ella tampoco le importaban los diccionarios.



Ceferino en la pantalla

La primera película que recuerda la vio en un antiguo cine de pueblo, en Puerto Soledad. Aquel cine, como tantos otros, hoy es una iglesia evangélica, y aquel pueblo, también como tantos otros, podría compararse a ese tren oxidado que quedó anclado en una vía muerta y al que los niños ven como un bizarro parque de diversiones a la hora de la siesta. Volviendo a la película, tiene la certeza de que se trataba de una argentina, en blanco y negro. Según su madre, la memoriosa de la familia, se trataba de El milagro de Ceferino Namuncurá, dirigida por un tal Máximo Berrondo. Extrañamente, no puede recordar quién era el actor principal, pero contaba las penurias de Ceferino, el hijo de un cacique mapuche que al tiempo cayó en las redes del cristianismo. Era, o su memoria lo codificó así, una historia bucólica y triste. La imagen que más lo impactó del futuro santo pagano fue una en que un jovencísimo Ceferino, débil por una feroz tuberculosis, hace sonar una campana, mientras desfalleciente tose y escupe sangre. No recuerda mucho más, sólo que esa sensación de estar a oscuras entre un puñado de vecinos, compañeros de colegio y actores hablando desde una enorme pantalla, fue para él como haber estado una hora y media dentro de un cuento. Un cuento que, 30 años después, alguien contará por él, ya muy lejos de Puerto Soledad, el pueblo hundido en sí mismo.

La pereza

Yo también tengo esos días en que, como Bartleby, preferiría no hacerlo. Días en que quisiera quedarme mirando un punto fijo en la pared y no hacer nada más. No hay caso, maldita sea, de las pocas cosas que heredé de mi padre, puedo acreditar la insobornable vocación para el trabajo. Por suerte, y sin haber desoído el mandato paterno, me acaban de echar de la oficina; no viene al caso darles detalles, pero casi podría decir que me siento liberado. Calculo que ahora sí podré instalarme durante largas horas frente a la pantalla en blanco de mi computadora. Instalarme y no escribir nada. Imaginarme que en esa pantalla hay una puerta y que por esa puerta puedo escaparme hacia una isla solitaria. Pero, ¿y si la puerta se cierra? ¿Y si no puedo volver? ¿Y si la isla se hunde? ¿O si no se hunde y tengo que ponerme a construir una cabaña para sobrevivir; salir a buscar palos, agua, comida, abrigo? De sólo pensarlo me petrifico, me agoto como en una mañana cualquiera en la oficina. No quiero ninguna isla. Apago la computadora. El viaje me dejó exhausto y no sé si tendré fuerzas para llegar hasta mi cama. Debería estirar las sábanas, cocinarme algo y sacar a pasear al perro, pero la verdad, preferiría no hacerlo.



Proverbio africano

Ha muerto otro escritor. Como reza un proverbio africano, en algún lugar del planeta en estos momentos una biblioteca debe estar en llamas. De esas cenizas, de esas pequeñas e inmensas partículas de la muerte surgen bocetos de lo inabarcable. Para entrar en ellos se puede elegir tanto la noche como el día. Nunca las puertas. Nunca las llaves. Para salir, en cambio, basta con cerrar los ojos o el libro. Y recién entonces escribir, dejando sangre y esperma en el impulso. Escribir para callar las voces y los ecos. Los propios, los ajenos. O bien para embellecer el rostro del caos que nos mira con el hambre del tigre al que le han esquilmado todas sus manchas. Entrar o salir de las historias, no son más que opciones frente a un único objetivo: contarnos a nosotros para que otros se cuenten a sí mismos. Como cuando creíamos que el sol era toda la luz posible.


El sol más poderoso

Así de simple y definitivo: abuelita salió al jardín a cortar una rosa y la fulminó un rayo. Fue enterrada en ese mismo lugar donde ya nunca volvió a crecer el césped. Allí sólo quedó una silueta de ceniza que adopta los colores del día. Cada vez que se produce una tormenta eléctrica a abuelita le brillan los ojos, pero, claro, no podemos verla porque cuando salimos corriendo al patio ella ya se ha apagado y su sombra es el sol más poderoso que puedan imaginar. Tanto, que ya somos ocho los que quedamos ciegos por mirar su ausencia sin medir las consecuencias.

Intruso

Como todos los días, a la misma hora, el gato viene a jugar con la espesa barba del escritor. El sigue escribiendo como si nada. Mientras dispara a repetición sobre el traqueteado teclado, no repara en la estrategia del felino, en sus estudiadas tácticas de distracción. El indiferente escritor sabe bien que tantear el vaso de whisky, o aceptar los códigos del animal, implicaría demorar la escritura de su mejor cuento: el de un gato intruso que es arrojado desde un séptimo piso al tiempo que va perdiendo vidas como quien pierde un gato de mierda un jueves de tantos.


En código

Mis hijos están frente a la computadora apagada, pero hablan en voz alta, se ríen, comparan este juego con aquel otro. Chatean cara a cara. La pantalla continúa apagada. Ellos saben que los estoy viendo y hacen como que no me ven. Siguen hablando en código para dejarme afuera. Basta, les digo, ustedes se lo buscaron, están castigados: prendan otra vez esa maldita computadora. Se miran entre ellos, cómplices, y hacen lo que les digo. Desde la cocina, donde estoy leyendo el diario, ya no se los escucha. Han dejado de reír y de hablar; están concentrados en hacer lo que tienen que hacer.



El tipo que te dice

El espejo estuvo todo el día mirándote con la cara con que te levantaste esta mañana, pero ahora con la cara de la tarde sos otro y aquel que te sigue mirando te habla como a un desconocido, te mira mal; se diría que sospecha de vos. El tiene barba y vos ya no (te afeitaste a la siesta), entonces te cuesta reconocer a ese tipo que te dice que te cuidés, que la próxima puede que esté sobrio y no deje pasar la oportunidad de decirte de una buena vez quién es el verdadero.


Mi momento Kodak

Este es uno de mis momentos Kodak. Del otro lado del ojo de buey, un delfín traza en el aire un círculo perfecto. Y mira, como si esperara un efusivo aplauso por su ostentación de talento natural, por su bella parábola de la inercia. Sabe que lo estoy mirando, por eso repite su rutina un par de veces. En el último intento lanza un sonido agudo y yo lo interpreto casi como un gesto de amistad, un saludo que nos acerca. ¿Justicia poética?


Una cosa blanca

El niño entra corriendo, agitado, los ojos como satélites fuera de órbita. "Papá, estaba en la vereda y pasó una cosa blanca", dice a media lengua. El padre en lo primero que piensa es en un auto blanco o en el camión que recoge la basura, que también es blanco. Se lo dice a su hijo, pero el niño insiste: "No papá, te digo que era una cosa blanca". Sin entrar en discusiones, padre e hijo van hacia la vereda a constatar vaya a saber qué. A la noche, el hombre le cuenta a su mujer lo sucedido. Agitado repite: te juro mi amor era una cosa blanca. Lo que vimos pasar era una cosa blanca; no un auto, no un camión ni nada que vos o yo conozcamos. Una cosa blanca, así de simple.

Conexión

Estoy leyendo un extenso poema sobre llamadas telefónicas. Son las 3,14 cuando suena el teléfono de mi casa. Pienso lo peor, como me enseñó mi madre. Nadie me llama a estas horas, por eso al borde de la taquicardia corro a atender el teléfono ubicado en el rincón más lejano del living. Jadeando, levanto el tubo y apenas digo hola, del otro lado una mujer se disculpa dulcemente diciendo que discó equivocado. ¿Ella también se habrá quedado pensando que no estaba tan equivocada?


Pasaba

En el siglo XIX se creía que las ranas caían con la lluvia. Razón suficiente para que llegada la tormenta, saliéramos como rayo con mi prima Adela, bolsas de red en la mano y una luciérnaga hambrienta para comerse el tic tac de la oscuridad. En aquella otra vida yo fui una de esas ranas y ella la malquerida que hablaba con los espejos. Lo supe en el preciso instante en que me selló los labios con el beso del nunca más y de tan rojos las llamas del hogar huyeron avergonzadas hacia el bosque. Mientras tanto, en el agua pasaba el pasado. Y más. Pasaba el pez por el ojo tuerto de mi anzuelo. Pasaba el barco remontando la isla.


En un punto

Está abierta como un libro que no podemos dejar de leer. No está sola, aunque con ella no haya nadie. Tiene el cello entre sus piernas y es ella quien acaricia y no al revés. Es ella la que le extrae música y no él quien se la ofrenda. Ambos son y no son parte de este mundo; es decir, de lo que se entiende brutalmente como la irremediable partitura de nacer, crecer y morir. Ambos, en un punto, son uno solo. Eso explica que cuando el cello enmudece ella cierre sus piernas, apague sus ojos y únicamente deje que nos quedemos a solas, cuerpo a cuerpo, con la música. Ella, entonces, desaparece como un perfume. Por eso aún la sentimos tan cerca. Aquí.


El hueco

Todos van detrás del muerto, como obedientes ratas de Hamelin. Lo acompañan en riguroso orden hasta el hueco final. Son exactamente 27 autos marchando a mínima velocidad. Los voy contando uno por uno desde el puente sobre el Acceso Este, frente al Shopping. No es primavera, pero faltan pocos días. Es la hora de la tarde -y del año- en que me deprimo con relativa facilidad. Cuando bajo las escaleras y piso el lado sur de la ruta, paro en el primer quiosco que encuentro y le juego al 27. La verdad es que nunca juego, ¿será que por eso siempre gano? Hoy, fue la excepción. Jugué y perdí. Siento que detrás de mí van 27 autos y que al hueco, esta vez, lo voy a llenar yo.

Currículum

La conoce sin conocerla. Cómodamente instalado en su escritorio lee hasta el más ínfimo detalle de su currículum. Una y otra vez. La idealiza. Se enamora. Ella, como podrán imaginar, no es ella.


De alcoba

Hace diez minutos que los empleados de la empresa de mudanza terminan de armarme la cama. No es gran cosa; una dos plazas común y corriente, de las más baratas. Tengo una sola sábana y una única frazada. No tengo almohada. Ni siquiera tengo sueño, apenas si cuento con una mujer que hace dos horas está pintándose en el baño. ¿Estará llorando?


Experimento

Dato para mis biógrafos del futuro: El grito, de Edvard Munch, es mi cuadro preferido. El que hubiera querido pintar o robar, aunque en esto último ya me hayan ganado de mano. Se lo cuento a mi mujer. Lo escribo. Después paso a experimentar. Me ubico detrás del vidrio de la ventana que da al patio, me tomo la cabeza con las dos manos, apoyo la boca y presiono hasta que mi cara se va deformando como una dócil plastilina. Esforzándome para hablar sin despegar la cara del vidrio, le pregunto: ¿no me parezco al grito? Ella me mira fijo, sorprendida, las manos en la cintura. No dice nada. Su cara inmutable es la que me dice lo que yo traduzco como un simple y artero “qué boludo”. Ahí es cuando le grito. Y ahí también es cuando ella me cierra la ventana, después la puerta y, por último, la muy perra se traga la llave. Lo que cuadra ahora es un silencio más bien expresionista.


Papeles

Suena el timbre. Tres veces. Es una mujer de unos 25 años con un bebé en brazos. Se la ve muy humilde, casi miserable. Me pide plata para la leche de su niño y me cuenta, sin que se le altere el tono, que el marido en una de sus acostumbradas borracheras mató a un vecino y desde hace unos ocho meses está prófugo. Le doy diez pesos, pero antes le recuerdo que ella es mi cuñada y que el hecho de estudiar teatro no la habilita a pedirme plata todos los días, mucho menos cambiando de personaje. Ayer, sin ir más lejos, me había enamorado perdidamente de su insuperable promotora de Telecom.


Desilusión óptica

¿Qué pensarías si desde tu ventana ves pasar, a gran velocidad, una silla de ruedas vacía, y detrás, casi pisándole la sombra, un perro agitado, con espuma en la boca? ¿Pensarías que tus ojos te engañan, o que, en realidad, el dueño de la silla de ruedas ya había empezado a correr apenas unos segundos antes de que llegaras a la ventana con espuma en la boca?


Evidencia

El perro ha desenterrado un hueso en nuestro jardín, entre el limonero y la rosa china, y con él un secreto con las raíces más largas que puedan imaginar. No conforme con su pesquisa bajo tierra, al primer hueso le seguirá otro y otro más; así hasta darle forma a un esqueleto humano bien parecido. Lo que aún no encuentra explicación es ese aro atrapado en el puño cerrado del cadáver. Mi mujer propone que matemos al perro. Así se hará.


Techos

¿Alguna vez intentaron ver cómo se ve la vida desde los techos; cómo sobrevive la calle, atravesada por indolentes que nunca llegarán a nada, ni siquiera a sus propias casas? Pregunto esto mientras miro este techo alquilado, casi a punto de estrellarse contra mi cara; es más, esa lágrima que me corre por la mejilla no es una lágrima. Es la cañería rota quien me ofrece su cotidiana lluvia, su agujereado romanticismo en soledad. Abajo, muy abajo, estoy yo.


Ojo por ojo

El voluminoso Hardy rueda por la escalera y cual Romeo improvisado encuentra a su Julieta asomada a una ventana que da a una transitada avenida. Julieta, o como se llame, lo mira con un asombro infantil. Le sonríe, mientras su marido, el Otelo almacenero, le hace la vendetta a un Hardy más naîf que de costumbre. Al instante, la tensión detona en una monumental guerra de tortas. En represalia, el blanco Otelo arroja no menos de diez relojes en la voraz licuadora del Gordo. Por su parte, el flaco Oliver, o su sombra en puntas de pie, hace puntería con una cuchara de madera. Ojo por ojo, la historia termina con nuestros antihéroes involuntariamente coloreados a base de pasteles y tecnología digital. En blanco y negro era otra cosa, subtitulamos un tanto molestos antes de que el The End nos baje de la pantalla como un lapidario tortazo. Un epitafio de crema.


Canción ajena

Acabo de escuchar Parado afuera de una cabina telefónica rota. La locutora me modula al oído que se trata de una canción de Primitive Radio Gods. Les cuento de qué va. El protagonista tiene el mismo problema que yo: no puede comunicarse. A decir verdad, ambos tampoco tenemos mucho para decir. Los dos nos conformamos con cantar una canción ajena como si fuera nuestra.