Hotel Scarlett

Mil veces le escuché decir que nunca llevaría un diario. Le parecía una concesión al estereotipo del escritor, un exceso de la intimidad. De animarse, de saltar su prejuicio podría escribir lo que apunta ahora en el café en un papel cualquiera y que luego tira no sin algo de culpa. La mujer de la mesa de al lado lo intuye y recoge disimuladamente el papel. Lee: “La soñé como un hotel. Me hospedé en ella, comí con ella, me bañé en ella. Cogí con ella. Tenía para un día y me quedé cinco. No salí ni diez minutos para estar siempre dentro de ella. Vacié mi valija para poder llenarla toda de ella. Su perfume aún me acompaña. Está en mi ropa, en mis libros. En lo queda de ella”. La mujer que lee tiembla como una hoja. Piensa que esa gota de sangre en el papel no tiene nada de romántico.

Eugenias

Las dos salen apuradas, cargando pesadas bolsas de Ricky Sarkany. Van vestidas en el límite del mal gusto. Dos Eugenias Grandet, se diría. Una le dice a la otra: "Apurate, con suerte alcanzamos el micro". Y corren. El que escribe sube a un taxi que huele a desodorante de ambiente. Mientras se acomoda, piensa que nunca les compraría unos zapatos de esa marca. Sí las llevaría a bailar un lunes o mejor aún: a caminar descalzas por el Parque.

El tren de Evita

Lo único que logró salvar del incendio que se llevó su casa y con ella la colección de discos de Gardel, los libros de Cortázar y la camiseta de Marzolini, es un trencito de lata que años ha recibió de manos de Evita. Sentado en la vereda de enfrente, no ve cómo las llamas comen todo a su paso; prefiere mirar la película de su vida pasándole por delante a la velocidad de una vaca sagrada. De pronto se arrodilla y empieza a jugar como alguna vez lo hiciera en aquel patio de tierra que daba a las vías. Los vecinos se le acercan, quieren hablarle, tratan de ayudarlo, de ofrecerle un café, un techo para pasar la noche. El no los registra, sigue en el cordón de la calle arrastrando el tren de la santa. Tanto va y viene que se pierde en su propio humo. Cuando éste se disipa, una mujer se le acerca para darle un vaso de agua, pero con estupor comprueba que allí sólo queda una espesa ceniza verde. El tren, en cambio, acaba de descarrilar en la estación de su infancia.

Hasta que

La siesta. Sirenas de ambulancia y reggaeton y disparos en la tele y la calle. Vendedores ambulantes en el timbre. El timbre en toda la casa y los niños escondidos entre los libros y debajo de las camas. Arriba, aviones militares en el laberinto de sus acrobacias. Abajo, las mujeres de los pilotos rezando en voz alta. Un golpe en la puerta, el vaso que cae, la beba que llora, el estómago que aulla, el mueble que se astilla. La siesta. Repentino dolor en el pecho. Se toca como si con ese mecánico gesto pudiera calmar la zozobra interior. Una araña le camina el brazo. Respira profundo, cierra los ojos y se le representa una pared y el agujero que deja un clavo donde quizás colgó un cuadro o un espejo o el banderín de Boca. Hasta que logre determinar qué simboliza esa imagen o si existe alguna relación con la puntada en la periferia del corazón, deja la respuesta (o el final) en suspenso. Y la siesta.

Doce fotogramas por segundo

Cae en medio del escenario como una libelula talada, en exactos doce fotogramas por segundo. El público apenas vislumbra a esa oruga que se cierra en sí misma como el puño de un campeón. Un minuto después la verán derramada en ese improvisado ring de oropeles. Su caída no cesará detrás del telón. Y la orquesta, incómoda en su repentino Titanic, debe seguir tocando para que la noche no llegue al río. Acorazado en su atril de fe, el director confía que ella volverá a tomar vuelo, que la libelula malquerida resucitará en ese jardín hostil donde no llega el sol ni la campana salvadora del aplauso.

Piensa el que mira

Hacia la montaña el cielo se avizora más oscuro y por la tormenta que lo va ganando en su hambre parece un enloquecido electroencefalograma, con afiebrados rayos que dibujan un paisaje abstracto en el horizonte. Las ventanas, piensa el que mira, sirven para dar fe de cómo la naturaleza también lanza pedidos de auxilio en clave. Si tuviera algún talento para el dibujo intentaría captar esta maravilla que se esfuma; la atraparía para decorar mi mejor pesadilla. Lo escribo sabiendo que me quedo a mitad de camino. Esta foto verbal no le hará debida justicia. Mi mano izquierda es una antena de lana, una cámara con lente de palo, nunca el garfio de la belleza o la sabiduría. Ese último rayo, en cambio, lo guardo para ella en mi oído. "Escuchalo en tu almohada de nieve", le susurro antes de cerrarle la ventana y la boca. En ese orden.

Días como éste

Veracruz no lleva un diario y ahora se dice que tal vez llegó el momento de empezarlo. Su idea no es registrar las intrascendencias cotidianas o detalles de una vida nada memorable. Lo necesita para convencerse de que debe tener algún sentido pasar por este mundo y llenar unas cuantas hojas en blanco. Le gustaría que tuviera el tono de Kawabata en Kyoto, algo así como “¿No te ocurre a veces que te sientes feliz simplemente sin pensar en nada?”. “Por supuesto. En días como éste, con las flores”.