Su primer Funes

En algún códice del siglo XVI, San Isidoro dejaba por escrito que la creación del mundo debía haberse producido, días más, noches menos, en el 5210 antes de Jesús de Nazareth. Por entonces, Dios trabajaba en una precaria versión de wikipedia y no había caso, no conseguía darle forma a su primer Funes. Hasta que se le ocurrió acortar los caminos e inventar la memoria y con ella a un hombre bien parecido para que siempre olvidara. Después, y por una afortunada torpeza, el azar le haría descubrir la inexacta ciencia del amor. Pero ya era tarde, muy tarde; a esa hora de la humanidad no quedaban mujeres para él. De allí su soledad sin antes ni después.

Autorreferencial

Lo único que toma la cámara, lo que está perfectamente en cuadro, es una mano que se sirve una medialuna de un plato. Acto seguido, esa misma mano es atravesada por un cuchillo. Si fue la mano libre o se trató de otra, poco importa. Lo que acaba de ocurrir debería justificar por sí solo abrir el cuadro, mover la cámara. Eso no ocurre. ¿Por qué todos miran al director y no a la pantalla?

Para el 911

Lo inexplicable no es que el elefante esté incómodo ocupando todo el ascensor sino que la señora del Quinto B se queje de que las escaleras y el hall están sucios con cáscaras de maní. Culposo, el portero ensaya una excusa y da su versión: una vez más, desoyendo lo planteado en la última reunión de consorcio, el cuidador del Zoológico ha vuelto a traerse trabajo a su departamento de un ambiente sin medir consecuencias y, especialmente, dimensiones. Es más, el muy insensato todavía no paga la lámpara del pasillo que el lunes rompió la jirafa y encima se queja de que a la pantera le aterra la oscuridad. En cambio, del cocodrilo y la extraña desaparición del pianista del octavo, nadie se anima a decir una sola palabra. Yo tampoco lo haré.

Vuelta de hoja

El saco de astracán estaba acurrucado en el piso. Y debajo de él su cartera. Y dentro de su cartera la carta que le escribió a mano, con sus últimas fuerzas. Ahora sabe con certeza que nunca se tomó el trabajo de leerla. De haberlo hecho no hubiera tomado la decisión. ¿En qué habrá estado pensando cuando creyó que estudiar Letras era la solución; esa hoja que debía dar vuelta para dejarlo definitivamente del otro lado?

No hay derecho

A los niños zurdos siempre nos miraban raro. Éramos una especie de freaks a los que había que mantener a prudencial distancia, no fuera que eso, manejar con gracia la siniestra, fuera contagioso como el sarampión o el peronismo. Pero bien que les gustaba vernos tocar la guitarra al revés, pegarle con gracia a la pelotita de ping pong o patear como el Diego y hacer los goles más grosos en el campito. Si integrar el equipo de la izquierda ya era todo un tema desde chicos, imagínense lo que fue de grandes jugar en la liga mayor. A esa altura del partido ya ni siquiera nos miraban raro; directamente nos expulsaban antes de entrar a la cancha.

Desde el carajo

No sé nada de autos, apenas manejar y dónde se ubica la batería y el burro de arranque. Debo confesar que lo que más disfruto es el movimiento, esa plácida sensación de transformar el paisaje a medida que la caja metálica se desplaza a mi merced. Siento que conduzco a La Niña o La Pinta desde el carajo mismo, que el barro aún está fresco y puede tomar caprichosamente mi forma. Que el papel está en blanco y a mi paso se corporizan en él nuevos territorios, colores a estrenar, desconocidas versiones de las evas y los otros. Allá abajo el asfalto supone la arena conquistada, el límite entre un jardín (secreto) y una selva (polinizada). Ahora bajo el vidrio de mi modesta nave terrestre para decirles que podría seguir kilómetros y kilómetros con el jueguito éste de las alegorías. Podría, si hubiera visto a tiempo el semáforo en rojo, la ambulancia desbocada viniendo hacia mí decidida como Cortés al hundir sus naves en Veracruz. Los autos no saben nada de mí.

Hasta mañana

Cuando logro sortear las madreselvas del insomnio y el sueño por fin se me aparece descalzo, recién bañado, listo para meterse en mí, detrás de mis ojos irrumpe la indeseable señal de ajuste. El recurso desesperado al que apelo es pedirle a mi mujer que por un momento, unos segundos apenas, se distraiga de darle de comer a los peces y a los niños, busque el control remoto enredado en su corpiño y me apague sin lástima. Coincidimos: dormido soy encantador, uno de esos tipos que son capaces de robar una flor y pagarla. Pero sépanlo, también puedo ser el peor; ese que le esconde el piano a Sam para que no toque en toda la noche y así mi insomnio pueda invitarlo a una copa tras otra hasta perderme de vista. Sólo hasta mañana.