El albañil de Bioy

Lo que se le pide es lo que precisamente no hace. El baraja ideas propias con oficio de croupier. Me explico. Se le pide un piso de cerámicos a dos colores, nada especial, y él agregará un tercero, y no sólo eso, dispondrá el dibujo de los mismos de tal manera que imitarán islas perdidas en un mar un tanto extraño, diríase abstracto. El resultado final será tan sorprendente como visionario, por definirlo de alguna forma. La dueña de casa primero cuestionará, como para que quede claro quien contrata y quien paga, para luego decir con cierto entusiasmo que le encanta (por dentro, en cambio, piensa que su marido pondrá el grito en el cielo). Cuando hablamos de él, le llamamos "el albañil de Bioy"; así le puso mi vecino porque sostiene -muy en serio lo dice- que ese hombre menudo y con ínfulas de artista es otra invención de Morel. Verdad o no, el tipo toma cada obra como un laboratorio del que puede salir cualquier cosa menos la imaginada por el arquitecto X o quien lo contrata. Tanto que esta casa, la nuestra, en cuestión de días pasó a ser su casa y nosotros meros invitados a una mesa sin platos ni cubiertos. De hecho, hoy hay dos puertas: una para él, otra para nosotros. Rara vez nos lo cruzamos, lo que es importante, sobre todo por lo incómodo que sería encontrarlo en la ducha o sentado en el inodoro leyendo nuestro diario. El sabe que un día de estos las dos puertas serán sólo una y la calle el único hogar posible para nosotros. Ya lo estoy viendo: desde la ventana, el albañil de Bioy nos saluda, mientras la nieve nos va tapando de a poco, como un ladrillo sobre otro ladrillo sobre otro ladrillo sobre otro ladrillo y así.

Créanme

No es un árbol más, aunque nueve de cada diez que pasan frente a él podrían afirmarlo a ciegas. Ayer, de ese árbol que no es uno más colgaba un pibe de unos veinte años. Para el que desconozca este dato no menor, claro que es un árbol común y corriente, el generoso refugio para el vendedor de helados o para la prostituta que transita la zona con paso firme. Para los que vimos esos ojos abiertos como quien se topa con un fantasma, siempre será el árbol del suicida. De ahora en más, cada vez que caigan sus hojas sabremos que ha llegado el otoño a desnudar al muerto. Cuando vean cómo pende de una rama su vapuleado corazón recién ahí sabrán que no miento. Les laterá más fuerte que nunca, créanme.

DF

Me es casi imposible escribir in situ, jugar al diario de viaje cuando estoy en un lugar nuevo, desconocido. Siento que, como la infancia o ciertos recuerdos, tantas imágenes, diálogos, olores, señales, deben macerar, volver en el momento menos pensado para poder ser escritos. Lo que no se escribe se va, se pierde, se olvida. Yo no quiero olvidar. Por eso escribo, por eso hago memoria y vuelvo a viajar con mis manos y la ayuda de un puñado de fotos que hace años no veía. La catedral de Guadalupe, las mujeres con la vida esculpida en sus rostros indígenas, los colores chillones, los ecos de Frida en los azules, los bigotazos de los hombres, los cejas de las mujeres, la lengua picante, la cerveza del alivio. Y sobre todo, ese perfume que es una mezcla de todos los perfumes del mundo; en él, mujeres y comidas funden sus aromas para desorientar al olfato mejor entrenado. Desde el séptimo piso, veo los escarabajos blancos y verdes como un ejército que marcha caiga quien caiga. Les llaman taxis; en uno de ellos parto sin rumbo fijo. Quien dice que en ese uno en un millón no la encuentre.