Putita o el fuego de Helga

Con Helga no nos perdemos ni un solo programa de las Olimpiadas de Atenas. Tiene veintidós años, es alemana y está en Buenos Aires por un intercambio de deportistas universitarios. Lo suyo es la natación; creo que fue campeona en un torneo europeo, pero no estoy muy seguro.
Soy Lucio, el amigo porteño que le ofreció su casa para lo que dure su estadía en Argentina, y les puedo asegurar que en la cama es una excelente atleta. Helga tiene ese cuerpo liso y suave de las que nadan y como tal vive cuidándose todo el tiempo: en las comidas, en los horarios, en la vida misma. No fuma ni toma alcohol. "24 horas deportista", suele decir ella y no falta a la verdad.
Entre tanto atletismo, básquet y canotaje mediatizado, practico mi deporte favorito, el zapping, hasta caer en un canal de videos. Estoy por continuar con mi travesía televisiva cuando Helga me pide, en un dificultoso castellano, "pará, pará, quiero ver eso". Y eso es un video donde varias chicas compiten en natación hasta que en un momento dos de ellas se pelean debajo del agua. "¿Cómo se llama este tema?", me pregunta Helga. "Putita -le digo-, y es de Babasónicos". Se ríe. Le causa gracia la palabra Putita. No sabe qué significa, pero le resulta graciosa. Desde ese día, en los lugares menos oportunos la repetirá ante el desconcierto de quienes creían ver en ella a la típica alemana, tan rubia como gélida. Para salir del paso, esbozan una mueca que no llega a sonrisa y cambian de tema o se van.
Días después, entre su grupo de amigos argentinos ya se la conoce como Putita. Todos la llaman así; le gusta. Sabe que fue ella quien empezó con el chiste por eso ahora no puede ofenderse. Incluso cuando compite en un torneo organizado por la Universidad de Lomas de Zamora todos le gritan "¡Aguante, putita!" y ella se da vuelta y los saluda, feliz, cómplice.
Ahora que está de vuelta en su Hannover natal pienso que mi historia con Helga no fue nada del otro mundo. Salidas, algo o mucho de sexo, y bastante televisión en mi departamento. Sin embargo, cuando abro mi correo y leo "tu Putita" me digo que nadie conoció el fuego de Helga como lo conocí yo. Su cuerpo arqueándose hacia el techo como una mariposa dominada por la luz. Sus manos nadándome hasta lo más profundo. Y esa piel, y su olor, y su boca, y la llama de Grecia, y nuestros juegos... El olvido es una música que vuelve, por eso para seguir recordándola debo ir al agua. Voy para encenderme. Voy por Putita, mi sirena olímpica.

Mi versión de los hechos

Durante mucho tiempo traté de mantenerme en silencio, no hablar con nadie; mucho menos con la prensa. El cambio de opinión responde a que estoy harto de que la historia, de la que yo también fui parte, se cuente a medias, o tan diferente que termine siendo otra historia. No es fácil decirlo, pero fui yo quien atropelló a Stephen King aquel 19 de junio del '99. A decir verdad, no lo conocía demasiado. No me gusta leer, apenas si hojeo el diario o alguna revista cuando voy al dentista. Mi esposa, que sí lee y cada tanto compra algún libro, me contó que Stephen es el mismo que escribió Carrie; es más, me hizo acordar que vimos juntos Misery, una película basada en un libro suyo. Hasta ahí lo poco que puedo decir que sabía de este tipo. Pero volvamos al principio. Esa mañana salí temprano en mi camioneta para hacer unas compras, no recuerdo bien si fui por cervezas, pero sí me acuerdo claramente que no iba demasiado rápido. Como mucho, a unos 60 km, no más. A Stephen, según me contaron después, le gustaba salir a caminar unos cuantos kilómetros por la principal de Maine para despejarse un poco y ganar oxígeno para seguir escribiendo. El iba hacia el norte por la banquina, distraido; creo que no sólo no me vio sino que ni siquiera me escuchó. Supongo que todo ocurrió en ese instante de distracción en que me agaché para retarlo a Bullet, mi perro. Cuando levanté la vista, ya lo tenía ahí; demasiado tarde para pegar el volantazo o frenar. El golpe, el ruido del golpe de su cuerpo contra mi vieja Dodge, aún lo tengo grabado en mi cabeza (hay veces en que sueño que es él quien maneja y yo el atropellado, volando por el aire, mirándolo todo desde arriba pero con la angustia extra de que nunca termino de caer).
Me bajé corriendo y respiré aliviado cuando vi que estaba vivo. Sus lentes ensangrentados habían quedado intactos en el asiento de la camioneta. Vaya a saber cómo fueron a parar ahí. Sin un solo rasguño, Bullet jugaba con ellos, entre los vidrios del parabrisas esparcidos por todos lados.
Alguien que pasaba por allí llamó una ambulancia, pero en realidad llegaron dos: una para Stephen, con el doctor Fillebrown a la cabeza, y otra para mí. Intenté explicarles de todas las maneras posibles que estaba bien; sólo tenía algunos golpes y un susto que ni les cuento. Los paramédicos no quisieron escucharme, me pusieron un collarín y me subieron a la ambulancia en cuestión de segundos.
Desde entonces, cinco largos años ya, espero que volvamos a vernos las caras. Mientras llega ese día, mato el tiempo leyendo su última novela. Para ser sincero, no recuerdo ni el título. Tantas pastillas me sumergen en profundas lagunas que a veces ni sé quién soy y hasta el pobre Bullet se transforma en un extraño. Lo único que tengo claro es que mi mujer me compra sus libros y que yo los leo con una inexplicable curiosidad. Me pregunto si será por la culpa. Sinceramente espero que algún día pueda perdonarme. Yo ya lo hice.

Puede ser el agua

Casi al mismo tiempo que en Amsterdam el castaño de Ana Frank muere lentamente de una enfermedad infecciosa a sus 150 años, en mi minúsculo jardín de barrio atravieso un duelo similar: el cerezo de apenas seis años, obtenido de buena fe en un concurso radial, agoniza sin razón aparente. De cerca, escasos metros, el limonero y la rosa china parecen acompañar desde su silencio la caída de un hermano mayor. Si el castaño de Indias, que conmovía a la niña al punto de quitarle el habla y darle motivos para registrarlo en su famoso diario, ahora es un vegetal senil vapuleado por hongos y polillas, mi dolido cerezo en cambio se presenta como un caso extraño con diagnóstico poco claro. De un día para otro, sus hojas se fueron marchitando sin que en ellas se percibieran esos microorganismos que las devoran de a poco, hasta con cierta delicadeza, dejando las suficientes pistas de que algo va mal. La ausencia de pájaros en sus ramas debería haber sido la señal más elocuente del inminente final. Nunca tuve la sensibilidad de aquella niña, me excuso.
Un llamado de emergencia al INTA fue uno de mis últimos intentos. "Puede ser el agua", especuló al otro lado de la línea el atento especialista. "El agua nuestra tiene mucho cloro", completó sin sonar a maestro ciruela. Para luego agregar que sería conveniente aportarle nutrientes al esquelético ejemplar. "Compre humus y revuélvale la tierra. Empecemos por ahí", fue su consejo final.
El arbolito de Ana se había consumido en los años '90 unos 160 mil euros en un tratamiento a toda vista infructuoso. A mí sólo me había costado una llamadita por teléfono, podía jactarme estúpidamente. Ahora no me queda otra que esperar. Cada mañana me acerco con la esperanza de verle un brote, una mínima pista de recuperación. Caso contrario, ya tengo en vista un hermoso sauce eléctrico (como el que tiene un tío en su campo de Misiones). Mi única condición será desde un principio no establecer ningún lazo afectivo. Tengo que aprender, alguna vez tengo que aprender. Salvo un verdugo, nadie puede saber el dolor que siento cada vez que miro el hacha apoyada en la pared mientras se acerca la inevitable hora de usarla.