Tenía razón

Supe que iba a pasar lo que pasó mientras discutíamos si los ovnis sí o los ovnis no. Cada vez que hablábamos del tema, como si fuera una gracia espontánea, Renata me cantaba -desafinada, muy desafinada- “Fabio Zerpa tiene razón” pero con la música de otro tema. Su oído, solía decirle y no en chiste, era una piedra imposible de pulir, una puerta a la que le escondieron la llave. Pero su lengua, su artera lengua, no temía decir lo esperable y sobre todo lo inesperable, aquello que, maldita sea, siempre incomoda. Como por ejemplo decirle a mi madre, en plena cena, que debajo de la mesa había una procesión de cucarachas. Sí, usó la palabra procesión. Comentario doblemente inoportuno porque ni siquiera había mencionado la exquisita comida que mamá había preparado especialmente para ella. El tacto no era su fuerte, claro está. Volviendo a los ovnis, Renata sostenía la teoría de que de ninguna manera se va a producir una invasión porque los extraterrestres ya están entre nosotros. Y didáctica se animaba a dar precisiones: “No tienen la típica fisonomía del marciano de las películas. Se adaptan a cualquier forma o espacio. Además, si son tan inteligentes no van a mostrarse tan distintos a nosotros”. Parecía olvidarse del tema, sin embargo al rato retomaba el monólogo para completar su particular visión: “Para mí, ellos están por todos lados, aunque camuflados. Pueden ser esa rama que está ahí en la vereda, el cable que cuelga enfrente, la cucaracha que acabás de pisar; ser lo que se te ocurra, el problema es cómo distinguirlos. No quiero ni pensarlo porque me vuelvo loca”. Yo la miraba como si me interesara, cuando en realidad en lo único que pensaba era en cómo recuperar el diálogo con mi madre (después de aquella fallida cena dejó de llamarme por teléfono y yo sé que es por la bocona de Renata). A tal punto llegó su obsesión por los invasores (así les digo yo porque me encantaba esa serie de los sesenta en la que los marcianos se desvanecían en medio de un bizarro efecto especial) que últimamente se despertaba agitada, llorando mientras gritaba “y estaba lleno de cucarachas”. De enroscado que soy, sospecho que en su inconsciente quedó flotando el absurdo comentario que le hizo a mi madre y algo que bien podría ser la culpa la llevaba a purgar su equívoco en sueños. Una vez más, así como otros buscan respuestas en la Biblia o el I Ching, medio dormido me fui hasta la biblioteca a buscar una enciclopedia y leer lo que ya presentía: “La mayoría de las veces las cucarachas mueren boca arriba. También es una postura que suelen adoptar como mecanismo de defensa, simulando su muerte para escapar de algún peligro que las aceche”. ¿Sabía acaso Renata lo que yo estaba pensando? ¿O también habrá sido uno de ellos?

Mañana no sé

La silla de ruedas se entierra en la arena. A Tomás nada parece frenarlo; insiste con llegar lo más cerca posible al mar. Viene pidiendo esto, soñando sería más preciso, desde que volvió en sí tras el accidente aquella madrugada de junio en que regresaba a su casa bastante borracho después de un asado con los compañeros de oficina. Desde que despertó, no paró de pedirle a su mujer que lo llevara al mar. Su pedido, más que exótico, resultaba complicado: estaba a unos 1.200 kilómetros de la costa. Sandra era consciente de la distancia, sin embargo tanta era su alegría por la “resurrección” (así lo definía ella) de Tomás que estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera a su alcance para darle el gusto. Con ayuda de su madre y de alguno de los amigos más cercanos de su marido, preparó en unas horas la logística para el viaje. Armó una valija con lo indispensable para ambos, subió la silla al baúl del auto y partió rumbo al mar con la convicción de que estaba haciendo lo correcto. El viaje fue normal, casi intrascendente. Las paradas habituales para cargar nafta, comprar cigarrillos y bajar al baño. Nada que no hubieran hecho antes del accidente, cuando iban de vacaciones o se hacían una escapada a San Luis o Córdoba. Una vez que llegaron a Gesell, el rostro de Tomás cambió por completo. Sandrá le preguntó si se sentía bien, él respondió que sí; salvo un poco de taquicardia acompañada de una súbita alegría, una sensación extraña que no se parecía en nada a sus agitados sueños en la cama del hospital. Sin decir palabra, Sandra lo ubicó amorosamente en la silla y con mucho esfuerzo lo bajó por una rampa hasta quedar inevitablemente atrapado en la arena. Un pescador que pasaba por allí captó la impensada imagen y se ofreció a ayudar. Le contaron cuál era la idea. Rápidamente, el hombre propuso una salida práctica que la pareja aceptó con una sonrisa, sin decir nada. Lo cargó en brazos hasta el agua y lo fue bajando con cuidado para que lentamente tomara contacto con el mar. Cuando Tomás pudo tocar el agua helada con sus pies sintió tal energía, tal fuerza interior, que primero lloró de emoción y después, de pronto, se soltó de los brazos del pescador y salió corriendo como loco. Sin entender del todo lo que estaba pasando, el pescador buscó la cruz que llevaba colgada del cuello y la besó. Sandra no reaccionó de inmediato pero al rato a lo único que atinó fue a escribir en la arena: “Hoy creo, mañana no sé”.

Polares

Pastan disciplinadamente en el jardín abandonado de la bodega abandonada. Las suelo ver cuando paso caminando junto a la reja que las separa de la calle. Son ocho, una de ellas negra. Algunos vecinos esclarecidos aseguran imperturbables que se trata de ovejas polares. Vaya a saber qué significa eso, no creo que ni ellos puedan explicarlo. A simple vista se las ve comunes, hasta que te miran y ahí sí se les nota un brillo extraño, casi diabólico diría. Es una tentación pasar y quedarme, oculto, a verlas comer. Sumergidas en esa tarea, no hacen diferencia alguna entre pasto seco, membrillos caídos por el viento, insectos varios, animales muertos. Comen todo con igual fruición. Por lo general, la negra está apartada, haciendo lo suyo; esto puede ser, acercarse a la reja como midiendo la distancia que la separa de la vereda, buscar otro tipo de alimento o intentar, intempestuosa, montar a una perra que hace años duerme en un recoveco de la bodega. Un día a la semana, sábado o domingo, la lana les luce a todas más lisa y de otros colores, como si las hubieran preparado para salir de paseo o esperar visitas. Yo imagino que lo que pretenden es despistar. Mi frágil teoría se cae en un segundo; alcanza con mirarles los ojos extraviados a cualquiera de ellas para confirmar que así como hoy están aquí, tal vez mañana se les dé por regresar al polo a terminar lo que empezaron.

Rojo full

Por un celoso criterio de autodeterminación, no frena en ninguna esquina, no respeta ningún semáforo. ¿Debería hablar en pasado? Debería, claro que debería.