El sombrero de mi padre

La cara de mi madre llega antes que mi madre. No necesito un astrolabio para verla cruzar la calle. Me alcanza una ventana, los ojos bien despiertos, las ganas. Trae bolsas del supermercado en cada mano, su campera azul, el pelo sin canas, una billetera marrón, quince pesos, hambre de ayer. Mi madre siempre piensa –y lo dice– que algo malo le va a pasar. Igual sale a la calle, desafiando al horóscopo, las runas, los consejos de sus hermanas, los taxistas suicidas y esos pianos que no dejan de llover por las veredas y que ella sabiamente esquiva. Mi madre, ochenta años como ochenta mundos u ochenta satélites de amor, llega hasta mi casa y sabe que el niño que ahora la recibe también soy yo. Tengo el pelo más corto, menos vocabulario y aún demasiados libros por leer en mi mesa de luz. Cuando atraviesa la puerta y de casualidad se ve reflejada en un vidrio, saluda con su mejor sonrisa. Esa es su lección. Y yo sigo su ejemplo, cada vez que paso frente a un espejo me saco el sombrero de mi padre.