Hacer pie

El buzo se ha subido al caballo sin ayuda. Lo supongo. En la foto que yo vi ya estaba montándolo. No se sabe si acaba de salir del agua o si va en busca de ella. La gente lo ve pasar por la calle principal del pueblo como a un cowboy extraterrestre. Dudan si reír o aplaudir su paso de héroe impostor que regresa a casa. En los cafés se preguntan que lo trae por aquí si no hay agua; nunca la hubo. El buzo no se da por aludido. Mira a los costados, se pasa la lengua por los labios resecos y cuando al fin divisa un bar se baja con movimientos torpes. Caminando algo incómodo entre los parroquianos llega hasta la barra para pedir un whisky con mucho hielo. Y otro. Y otros cinco más. Cuando el techo ya no es más el techo, siente que el mar está ahí nomás. Tan cerca que no lo duda y se tira. Mientras todos ríen, su caballo hace lo de siempre: lo sacude hasta volverlo en sí y lo arrastra hasta la calle. Juntos esperan que caiga la noche. Mañana lloverá, se dice antes de quedarse otra vez sin oxígeno.

Vamos a un corte

Por no querer subir a la montaña rusa. Por eso la dejé. Tan simple como eso. “Pedime que te encuentre el Santo Grial, que no me pierda en un shopping, que me guste el vino caliente, pero por favor no me pidás que suba con vos”. Eso le tendría que haber dicho y no, hice la más fácil. La dejé llorando en medio del parque, mientras todos nos miraban como si fuéramos dos fenómenos de circo. Ellas me lanzaban miradas de odio; ellos también. Uno incluso se acercó con la clara intención de pegarme una piña y un providencial corte de luz me salvó el pellejo. En un segundo el parque quedó negro como la lengua del Marqués de Sade. Al volver la luz yo ya estaba muy lejos de allí, jugando al pocker con un puñado de extraños. A mi chica tampoco le fue tan mal. Conmovidas por su llanto, unas veinte almas caritativas se ofrecieron, por turno, a subir con ella a la maldita montaña rusa. Una hora después su cabeza era un tiovivo desmadrado. Tan mareada estaba que se había olvidado de todo. Hasta de mí.

Malaya

Todas mis novelas empiezan con una foto, hasta que llega el viento con su pico y pala y vuelta a empezar. Algo que en verdad nunca me pasó con un soneto o un palíndromo. Pienso en Jorge Luis y ahí sí, la foto indefectiblemente se me vela.

Ni para el té

El barco se estacionó en la puerta. Se enteró de casualidad porque los vecinos corrieron a avisarle, alterados por los bocinazos del Capitán. De mala gana preparó la valija. Dos camisas, tres pantalones, un par de medias y otro de calzoncillos. Los zapatos negros. Como todos los lunes, no llovía ni para el té. Los sapos hacían lo de rutina: karaoke de sí mismos. Después besó uno por uno a sus siete hijos y al número cinco le dejó un billete de cien pesos debajo de la almohada. Bebió un café a las apuradas, higienizó su dentadura y por último abrazó a su mujer con la sumisión de los castos. Salió a la calle. Una vez más el barco había partido sin él. Resignado, subió al primer camello que pasaba. A mano llevaba su paf para el oído y un libro en blanco por si despertaba.

Un villancico para Nostradamus

Se lo dije. Se-lo-di-je. Dos veces se lo dije. “Lucy, yo no sé un carajo de electricidad. Sabés que soy un desastre con las manos. Después no digás que no te avisé”, le advertí clarito. “Dale, no es más que unir dos cables y listo. No hay que ir al Balseiro para saber eso”, retrucó irónica para meterme presión. Más cansado que convencido acepté unir el bendito par de cables como reclamaba mi pitonisa de cabecera. El resultado fue el esperable: se cumplió el vaticinio de este modesto Nostradamus de bermudas y ojotas. Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Casi una estrella fugaz bajo techo. Cuando vio el arbolito de Navidad completamente quemado, sus flamantes borlas doradas y rojas derretidas como una vela, lloró primero y después me insultó de una manera tan extraña que a mí me pareció escucharla rapear un villancico. Se lo dije. Dos veces se lo dije. Para qué. Esa noche en casa no hubo pirotecnia. Salvo la verbal, claro.

Bajo perfil bajo

Abre la puerta. En lugar de salir él, entra la calle. Un taxi lo para. Una hamburguesa lo saborea. Las sábanas lo acuestan. Un niño lo sueña. Esa mujer lo ama. La puerta lo cierra.

Caracoles muertos

Escribe desde la cárcel. Elije la radio porque escuchar todos los días el mismo programa es lo más parecido a abrirse una ventana. No es la primera vez que manda unas líneas para después escucharlas en esa voz que logra el milagro de acallar a la de su diablo guardián. Generalmente lo hace para contar que se siente solo, que extraña a su chica y a los pibes del barrio. Que ahí adentro sólo piensa en afuera. O que los días pasan como caracoles muertos. Hoy, sin embargo, escribió unas pocas palabras. Lo que perturba, lo que es complicado e incómodo de leer es esa parte donde la letra de pronto se torna temblorosa para decir “hasta acá llego”. El que lee se frena con el punto final del preso y pide, casi exige al operador, una bocanada de música; agua virtual para salir del paso y del aire. Se escucha Kafkanueces, la cumbia electrónica del momento. Para los que creen haber oído una suerte de despedida, esta música les suena más triste que un documental de botellas al mar varadas en la arena. Y con caracoles muertos.

Sinapsis

La radio anestesiada en un gol de mujer, la huella del cilantro dejándose estar en la casa prestada, el abuelo silbando una en 78 rpm, el perramus colgado como un cartel de Pepsi, ginseng versus desmemoria, la primera bic y el último post, aquel primer crujido del cuerpo, este cigarrillo sin fuego, aquella ceniza, sus iniciales en madera balsa, la aguja y la herida. La belleza como hilo conductor.