Puro

El realismo, explicaba el portero al alumno del taller literario, es subir una escalera y no decir "estoy más cerca de Teseo". Por si no le hubiera quedado lo suficientemente claro, le hacía abrir una puerta y escribir en su notebook: "Cuando ella se va es necesario que sea yo quien le abra la puerta y no dejarla que salte por la ventana". Eso es realismo puro, subrayó el portero. Mágico sería si, llegado el caso, uno publica un libro y alguien lo usa para llorar o emparejar un piano en que el suena Para Elisa y es la propia Elisa quien le abre al portero.

Navidad, navidad

La muerte nace todos los días. Retorna con ese ruido de autos que se estrellan en su propia música o con el atronador silencio del corazón que se duerme vacío. Viene a cortarnos desde el tallo, a deshojarnos con mano de verdugo. La muerte renace pero no vive, apenas se alimenta de esta nada que somos. Y nunca, nunca le alcanza.

Un vals

Aquellos ciegos que bailaban un vals en la oscuridad cuando nadie los veía, ahora caminan como borrachos por el borde de la rambla. Huelen el agua, mojan los pies como enviando un mensaje, y se ríen de las estrellas, de sus lugares comunes. Cuando empieza a llover, uno desnuda al otro con la precisión de los pájaros carpinteros; esperan que la noche les tatúe el secreto de la luz y los devuelva a su cama negra, a la almohada de sombras. A la noche dentro de la noche.

Children design

Octavio es un niño artesanal. Diseñado genéticamente en coautoría por sus padres y un pediatra de confianza, nació hace ocho meses con 3.250 kilogramos. El margen de error previsto oscilaba los 50 gramos. Octavio es rubio, tiene ojos verdes y rasgos bien definidos, casi femeninos. Hasta cuenta con alma, gracias a un programa directamente enviado por el Vaticano. Por el momento, de lo único que carece el niño Octavio es de corazón; no obstante, sus creadores ya están trabajando para subsanar ese pequeño detalle.

Debilidad

Era una mañana ideal para darle de comer a los espejos. Primero un ojo, después el otro. Luego el pelo, la nariz, el cuello. No conforme, aún con hambre, debió subirse a una silla para ofrecerle las piernas, una media, incluso el zapato. De postre, le dio la lengua para que cantara pero ya no pudo escucharlo. Se sabe, la debilidad de los espejos son los oídos.

Ni cara ni ceca

Siempre se rió de aquellos que tropiezan o se caen cuando van caminando por la calle. Ahora que está cayendo de un décimo piso también se ríe. Ellos, en cambio, se espantan. Y rezan. No para que se salve ese prescindible pedazo de carne (Rodolfo según el DNI triplicado) sino para que se le borre esa estúpida sonrisa.

Incendio en el circo

Que haya sido la mujer barbuda la única que salvó su vida aquella noche en las afueras de Santiago del Estero, donde el circo había debutado con éxito ese mismo día, es un hecho que tiene al menos dos posibles lecturas: Morena era la única que fumaba pero también era vox populi que sostenía un amor furtivo con el lanzallamas. Según los pesquisas, la pasión que despertaba esa indómita mujer a la que temían espejos, trapecistas y elefantes, habría sido la chispa que dejó tanta ceniza a cielo abierto.

Idioma de los maniquíes

Con ojos ausentes el maniquí vigila a una mariposa que juega al equilibrio sobre sus hombros. Remeda la cadencia de un reloj de pared hasta caer mareada, como pájaro novato, al piso de parquet. Entrará un niño. Entrará descalzo. La pisará sin bajar la vista. Hay, imprevistamente, algo de morboso placer en sentir ese violento e imperceptible crujido bajo su pie. Nadie ve. Nadie escucha. Nadie habla. El niño ahora le canta a su víctima la canción del espantapájaros. La canta en un idioma extraño, imposible de traducir. Es, según contará el niño cuando ya no sea el niño, el idioma en el que se comunican los maniquíes. Ellos nacen con una caja negra allí donde se intuye el corazón. Queda así registrada cada mirada que abduce la vidriera. En la vereda o bajo tierra, quienes no supieron ver a esa mariposa sobre sus hombros igualmente tendrán su castigo. Hasta el fin de sus días oírán cantar al maniquí con la voz del niño asesino: el espantapájaros que fuimos delante del vidrio.

Esa música

Cuando encontraron su cuerpo aún sonaba en la computadora el último disco de Library Tapes. Al detective Veracruz le llamó demasiado la atención esa música, al punto de desentenderse del resto del operativo y sentarse en un rincón a escuchar. Como siempre, tomó apuntes en su libreta de dos pesos y no se privó de alterar la escena del crimen sirviéndose un whisky en el vaso del muerto. Cuando se acercó el agente Benítez, una lágrima le cortaba la mejilla a Veracruz. "¿Qué pasa, jefe, lo conocía?", preguntó incómodo. "No, Benítez. Es... es esa música. ¿Quién puta no se va a pegar un tiro si está solo escuchándola, con esta lluvia de fondo y encima leyendo un libro de Sándor Márai?", disparó Veracruz apurando el último trago antes de apretar el stop y ocultar en un bolsillo de su perramus el CD de la evidencia.

Mandato oriental

La rosa china no resistió las heladas del último invierno. Cheng Fu podría echarle la culpa al calentamiento global o sincerarse y admitir no haber escuchado a tiempo a los que saben. Cheng Fu no pierde la calma. Deduce que si romper un espejo trae siete años de desgracias, abandonar a su suerte a una rosa china no puede menos que ofrendar tres años de inspiración. Hoy es el primer día de ese crédito abierto y el hombre del jardín ha escrito cuatro poemas. En todos hay un espejo que se seca y una rosa que se triza. En ninguno llueve o sale el sol. Nieva. Y allí también Cheng Fu escribe.

Fotocopias Galván

Todos los días, a la misma hora, pasa en el micro por esa calle igual a tantas otras. Lo único que marca una sutil diferencia es un cartel rojo y blanco (o al menos así lo recuerda él) donde se lee "Fotocopias Galván". Nadie puede explicarle por qué cada vez que pasa por ahí y ve las desprolijas letras de "Fotocopias Galván" piensa en ella y se pone casi tan triste como una canción de The Cure o una película iraní. Nada lógico une ese cartel a aquel viejo amor, sin embargo el día que la fotocopiadora cierra, recién entonces él puede empezar a olvidarla como quien confunde el camino o toma el micro equivocado.

Imperdonable

Un cactus en Venecia. Eso me sentía. Sin un fósforo para lanzar fuego en las esquinas y conseguir una puta moneda para una cerveza o para subirme a un micro y perderme por unas horas dando vueltas lo más lejos posible de un techo. No podía pedirle ayuda a nadie. No conocía a nadie. Venía de estar un tiempo con Dante en el Purgatorio y el tipo sólo me había dado un consejo para enfrentarme de nuevo al mundo: "Negro, cuando volvás dedicate a la poesía, no seas gil. Yo a la Beatriz me la gané leyéndole un soneto de Virgilio. No es tan difícil...". En vano, pero intenté darle bola al maestro. Ayer, sin ir más lejos, escribí un poema sobre los reality shows y hoy uno que habla de cómo el Vaticano anuló el limbo. Juro que lo intento pero lo mío es la música. Aunque de qué me sirve saber tocar el piano si hace dos años perdí una mano cuando me tiraron del tren para robarme dos pesos y el celular. Dante nunca me perdonará.

Un balcón sin macetas

Todo empezó o terminó cuando el perro de ella rompió la maceta con la planta de marihuana que le habían regalado a Alberto para su cumpleaños. A los gritos le dejó bien en claro y lo cumplió: nunca la perdonaría. Alicia puso unas pocas cosas en una valija, llamó un taxi y desapareció, casi como si hubiera cruzado un espejo. Antes tomó ciertas precauciones, por ejemplo llevarse todos los ahorros de Alberto. A los pocos días se compró una notebook, empezó a escribir una novela de una mujer despechada que se venga de su ex, otro buen día logró que se la editara Alfaguara y cuando fue lo suficientemente famosa, lo primero que hizo fue ir a tocarle el timbre a Alberto. Mejor no podría haber resultado; la atendió su nueva pareja. "Soy Alicia, su ex", se presentó sin preámbulos para evitar cualquier reacción o saludo de parte de la mujer que abrió la puerta. Apenas se repuso, la otra preguntó con cara de pocas amigas: "¿Qué querés vos acá?". "Nada, solamente decile que el video que grabó con su amigo gay se quedó con mis cosas. Chau chau..." Desde entonces, diez días ya, Alberto la llama cada cinco minutos pidiéndole hablar. Ella suele excusarse a través de su representante. "Macho, dice que la disculpés, pero hoy tiene que firmar ejemplares de Un balcón sin macetas en Rosario. Seguí insistiendo", escuchó Alberto la última vez.

¿Quién dijo que estoy aquí?

"Uno recién empieza a morirse cuando piensa en su epitafio, cuando cree haberle dado forma definitiva, como a un poema", escribía a sus 81 el poeta Aldo Lisboa. "El mío dirá -continuaba- ¿Quién dijo que estoy aquí? Una pregunta retórica para arrancarle al menos un segundo de atención a la mujer que pasa cada lunes a llevarle flores a su marido muerto en la guerra o a la adolescente que descubre el sexo detrás de mi tumba, ese jardín en donde entregará su primera rosa negra".

De un vaso roto

Cómo puede ser que me escriba desde un vaso roto, salpicando las palabras con lo mejor de su sangre, ella que estuvo en mil batallas, que sabe de atravesar paredes como yo de esperarla del otro lado. Cómo puede ser que el vaso estuviera vacío, que obviara el brindis antes de la caída, que ni siquiera sus labios dejaran marca, su brevísimo paso para el estallido del después. No había dos vasos como tampoco había tres huellas. Se rompió y algo de mí caminó sobre los vidrios. Y por gritar no la escuché. Y por sangrar, callé.

Kafé con Cafka

Me espera en el fondo del café donde todo es negro y blanco. Corrijo: él es gris. Hay humo, dos mujeres fumándolo, y yo las veo como trenes que huyen mientras recuerdo mis amores descarrilados (ellas como novelas interrumpidas, como sonatas inconclusas, apenas música terrestre). Franz lee un diario o se esconde detrás de sus páginas. Cuando me siento frente a él me mira fijo a los ojos y dice: Yo no fui. No dice nada más. Se para, deja una moneda de otro siglo y se va con el humo de las mujeres y las mujeres se van con él. Una de negro, otra de blanco, él de gris. El mozo me reclama el diario. Sin pensar le digo: Yo no fui. Pero nadie lo dice como él, con esa voz claustrofóbica como si las palabras se despeñaran de una inevitable telaraña. A tal punto en que queremos abrir una ventana o romper los vidrios o dibujar otra puerta en busca de aire. O pedir la cuenta y volver al mundo, la calle, los colores.

Azulunala

La niña señala hacia la vidriera donde entre tantos se destaca un libro con una tapa extraña. La madre le pide más precisión (hay muchos y están superpuestos desprolijamente). "Ese, ese color cenicienta", dice con un tono que denota que empieza a ponerse nerviosa. "¿Cómo color cenicienta?", indaga con sorpresa la madre. Enojada, la niña cambia abruptamente de planes. A los gritos le exige una muñeca azulunala.

Pasito para atrás

Donde debería colgar un manoseado crucifijo o un banderín de Boca Juniors cuelga un osito desteñido por los años y el smog, con una dedicatoria igualmente cursi. No hay pasajero que no le reclame que lo saque de una buena vez y lo remplace, al menos, por otro peluche. El tiene un explicación que de tan pueril conmueve: "Es lo único que gané en mi puta vida...". Y antes de que se le pregunte cuándo, dónde, su vozarrón reclama una vez más "un pasito para atrás".

Plan Ves

Ves, los cuerpos son la contraseña malversada, espejos limpios en los baños sucios. Huellas digitales en un colchón de segunda mano. Ves, en la coartada también hay mesas vacías, meseras vacías, mujeres llenas de odio y remedios, jadeos como piedras preciosas. Ves, los poetas rusos ya no van al cielo en pantalones, no viajan en trenes verticales ni se oxidan en primavera. Máquinas de escribir les dicen pero son apenas la media vuelta de la llave. Girasoles que no giran. Ves, la boca no es redonda como tampoco es lunar ese animal esquivo en el escote de la gitana. La que habla como canta, esa rabiosa pluma desbocada. Ves, el plan termina como empezaba: en nada.

Techos

¿Alguna vez intentaron ver cómo se ve la vida desde los techos; cómo sobrevive la calle, atravesada por indolentes que nunca llegarán a nada, ni siquiera a sus propias casas? Se pregunta esto mientras mira el techo alquilado, casi a punto de estrellarse contra su cara; es más, esa lágrima que le transita la mejilla no es lo que se dice una lágrima. La ca ñería rota insiste en ofrecerle su cotidiana y miserable lluvia, carente de todo romanticismo. Abajo, mucho más abajo, está él.

La monja azul II

Aunque no hay códices escritos en piel de venado que así lo certifiquen, algunos misioneros sostienen que en tiempos de la conquista -para más datos entre 1620 y 1630- "una bella dama blanca vestida de azul" incursionaba por aldeas indígenas en Nuevo México, allí donde la frontera los divide de Texas. Tras su última visita, la muchacha en cuestión desapareció en el aire, ante el compartido asombro de hombres, mujeres y niños. Al día siguiente, asegura el mismo relato, los lugareños encontraron flores azules jamás vistas por esos lados. Hay quienes aseguraban que eran igual a su manto; es más, que las flores habían crecido donde éste se había arrastrado segundos antes de desaparecer como por arte de magia. No debería sorprendernos entonces que hasta la actualidad la flor oficial de ese estado sea el "bonete azul".
La curiosidad, además de matar al gato o fundar el periodismo, motorizó la pesquisa del sabueso Fray Alonso de Benavides, cuyo extenso currículum era encabezado por el extenso título de Comisario del Santo oficio y Custodio general de la Provincias y conversiones del Nuevo México. Su obstinada investigación lo llevó hasta un convento de clausura en Agreda, un minúsculo poblado de la españolísima Castilla. Allí, en tren de confesiones, Sor María de Jesús le contó al fray-cronista que efectivamente entre1620 y 1630 había estado en Nuevo México y Texas más de 500 veces, hablándole a los indígenas de los dogmas cristianos y repartiéndoles cual tentadores caramelos cruces y rosarios. Tamaño fue el asombro de Benavides cuando ella le reveló que jamás había dejado el convento. Como prueba de que había "estado" en aquellas lejanísimas tierras americanas, le precisó detalles geográficos además de describirle algunas de las costumbres de las tribus. Datos que, impactado, el entrevistador reconoció claramente.
Ella tenía para sí una explicación: seguramente Dios le había dado ese rol de ángel ad hoc para hacerle cumplir el sueño de ser misionera a ella que pasaba sus invariables días en un convento de clausura, en pleno auge de la Santa Inquisición.
En su encierro, sabríamos mucho tiempo después, la monja azul escribía apasionadamente poemas y reflexiones teológicas de una hondura sorprendente, según sus favorecidos lectores.
Su acta de defunción certifica que María de Agreda murió en 1665. Sin embargo, muchos, entre los que me incluyo, creen que no fue tan así. Lo prueban esas flores azules que aún en invierno siguen brotando entre las piedras sin un por qué.

La monja azul I

La historia parte de un equívoco. A ver, lo explico más o menos así: durante años estuve convencido de que existía una canción llamaba La monja azul. Ese título me quedó resonando, dando vueltas como el pegajoso estribillo de la estrellita pop de turno, hasta que un día decidí rastrear a través de un buscador de internet la letra de esa improbable melodía. Asombrado, o en un punto aliviado, comprobé que no existía, pero di en cambio con la historia de la "bella dama azul", también conocida como, vaya casualidad, la monja azul. Caigo en la cuenta de que mi interés puede tener cierta conexión con un temor infantil: así como tantos niños temen a los payasos o los mimos, a mí me despertaban un miedo irracional las monjas. A pesar de sus caras estudiadamente angelicales, ese hábito oscuro e inviolable me aterrorizaba, casi tanto como las gitanas o los políticos. (Continuará...)

Humo, apenas

De su padre heredó una valija llena de humo. Cada domingo, vaso medio lleno, va a la estación a escuchar esa música que sólo él escucha. Y sin embargo, el tren que no llega, igual parte en algún lugar. En él viaja su padre como viaja el río en sus ojos azules. Ahora arroja unas flores a las vías para ese perro de Troya que únicamente descarrila en primavera. Lo maneja su padre. Y viene de la guerra.

Proyecto Gabo

Diez mujeres elegidas al azar en distintos países. Morochas, rubias, pelirrojas, de 18 a 40 años. A cada una se le tatúa un fragmento de una partitura. La idea es juntarlas para que el autor de la obra la dirija en una isla. Está todo perfectamente ensamblado. El problema se desencadena un día antes del concierto. La italiana aparece muerta en el hotel, la española se arrojó de un 7º piso y la sueca es internada de apuro por una extraña intoxicación. ¿Cómo continúa la historia? El director deberá improvisar con la partitura fragmentada dándole un orden aleatorio a las mujeres sobre el escenario. La obra original ya no es tal. La improvisación, en función de las mujeres que quedaron en pie, dará como resultado otra obra. ¿La verdadera?

En el bombardeo murieron 118 civiles y se reportaron 345 heridos

La jirafa se agachó justo a tiempo.

Música de ascensor

Cuando ella calla es cuando hablo yo. Cuando callo, es su turno. Entre ambos monólogos, como un péndulo esquizofrénico, una música de ascensor viene y va, lleva y trae, sube y baja, mi silencio o el suyo. Cuando su corazón o el mío llega a planta baja se abren las puertas, el día trae flores de un jardín en guerra y la música escapa torpemente con mis pantalones. ¿Por qué no puedo amarla así?

62 por ciento

Thomas Vasek, periodista y ensayista alemán del que ignoro desde su rostro hasta su bibliografía básica, asegura haber aislado los elementos relativos a la fe para poder determinar en números la probabilidad de que Dios exista. Según sus humildes cálculos tal posibilidad es del 62%. Ante la falta de mayores precisiones, sugerimos que el 38% restante en duda se debata, en iguales porcentajes, entre el cocinero del Vaticano, la madama del Folies Bergère, la portera del Empire State, el poeta de Villa Dálmine y la primera bailarina del Cirque Du Soleil. Si los números no cierran, se recomienda dividir 158 naranjas por la cantidad de versos del Romancero gitano de Federico y luego multiplicarlo por las canciones en francés que empiecen con d. Y si aún así no se alcanza el 100%, lo más justo será rezar un padrenuestro por cada rayo que caiga sobre las Canarias o recitar de memoria el Canto a mí mismo -sólo las noches impares- hasta el próximo plenilunio.

Eslabones

La historia también se construye de lados b, de eslabones perdidos, de senkus a medio armar. Conjeturemos, completemos el incompletable rompecabezas. Preguntemos por preguntar: ¿quién fue el primero en leer el manuscrito de El Matadero? ¿Quién vendió la manzana que Burroughs colocó sobre la cabeza de su mujer para probar su pésima puntería? ¿dónde fue a parar el primer auto al que se subió Kerouac? ¿en qué mar naufragó el barco al que se subió Rimbaud para perderse en Sudáfrica? ¿quién amó por última vez a la garota de Ipanema? ¿qué fue lo primero en lo que pensó Miguel Angel cuando terminó la Capilla Sixtina? ¿aún sueñan con Philip K. Dick las ovejas eléctricas? ¿qué hubiera pasado si Caperucita se hubiera cruzado con el cuervo de Poe? ¿quién recordaría a la maja si se hubiera vestido a tiempo? ¿Quién será el que ponga el punto final?

Poesía & prozac

La pastilla roja rara vez le surte efecto. Sólo le sirve para escribir modestos ensayos o, en algunas ocasiones, disparar reflexiones que no pasan de meros aforismos. A la amarilla le debe sus mejores relatos cortos, como aquel de la mujer oriental que se suicida recitando de memoria a cummings; a la azul, piezas teatrales con cierta impronta beckettiana; a la blanca, cuentos con marcada influencia del trhiller psicológico; pero lo suyo -cree, aspira- es la poesía. Por eso, en su noche más negra, opta por la verde.

El oso de Wilcock

Exactamente un año después, el grupo de boy scouts vuelve al bosque para acampar el fin de semana. Esta vez lo hacen un poco más cerca del río. Son diez carpas, ubicadas en círculo. Armarlas no les ha llevado demasiado tiempo; están entrenados para hacerlo con precisión y rapidez. La aparición del oso en el viaje anterior, cuando compartían la fogata nocturna, corrió de tal manera cuando regresaron a la escuela que ahora la delegación es más nutrida y la expectativa de que llegue la noche crece minuto a minuto. Algunos precavidos han traído cámaras de fotos para eternizar el encuentro. Todos saben que el oso se asomó, los miró atentamente y luego se fue tranquilo, sin correr. Después supieron que volvió para lamer los platos sucios pero no rompió nada. Por lo tanto, nadie teme su reaparición; todo lo contrario, lo esperan con impaciencia. Cerca de la medianoche, el sueño está a punto de vencerlos pero resisten porque el oso no puede estar muy lejos. Cuando el líder del grupo pregunta por Andy, los niños miran a su alrededor y recién entonces notan su ausencia. Cuando deciden que hay que ir a buscarlo al bosque, aparece el esperado oso. Tiene los ojos desencajados y apenas unas gotas de sangre en las comisuras. Al regresar a la ciudad, ya nadie hablará del oso. Mucho menos, Andy.

Canzonetta

Venecia también fue un desierto. Lo confirman los peces crucificados en un cactus. Lo recuerdan las aguavivas aullando de sed, las monjas azules corriendo desnudas entre las cigarras. Venecia fue un desierto con paraguas. El bosque fallido, el polo corrompido. Un faro sin luciérnagas. También el agua donde se esconden las lluvias. Un mayúsculo fraude.

Filo

Estás tomando un café y te ofrecen, como si fuera todo lo mismo, un dvd de Coldplay, una linterna sumergible y un cuchillo azul. Es decir, un cuchillo con mango azul y hoja afilada como pidiendo tajo. Nunca está de más tener un buen cuchillo. Todo borgeano que se precie debería tener uno. Y si de pasiones hablamos, todo corte remite a él. A su antes y su después. A ese Ecuador que divide al Jekyll del Hyde que cada uno disimula como puede. Ese cuchillo azul ahora duerme alerta debajo de mi almohada. Tengo dos opciones: su cuello o su corpiño. Según el hambre de esta noche decidiré cuál de los dos se queda con su filo.

Lo que sube baja

Antes de dormirse, la mujer se saca el maquillaje, se desnuda con gestos teatrales y escribe: "Cada vez que entra a un ascensor le transpiran las manos. Pero si además debe compartirlo con una mujer, digamos con una medianamente atractiva, queda en blanco. Se marea, pierde el equilibrio y debe tantear los costados para no caer. Pide disculpas, aunque nadie se percate de la verdadera razón del vahído. Ella, que ni siquiera había reparado en ese hombre minúsculo, de bigote ralo y ojos rasgados, le pregunta si se siente bien, si puede ayudarlo en algo. Su perfume, que le llega como un portazo, acaba por marearlo aún más. Cuando recupera el sentido, ella está acostada en su cama y fumando. Antes de que pueda preguntarle quién es, cómo llegó hasta allí, la mujer le dispara entre ceja y ceja. Cuando llega la policía, lo primero que se preguntan los investigadores es por qué tiene esa estúpida sonrisa atravesándole la cara". La mujer deja de escribir y ríe.




Virginia perseguida por un lobo

Quién pudiera verla antes del zarpazo. Ni corre ni se desnuda. Hay un bosque o debería haberlo. Tendría que ser invierno o al menos debería estar lloviendo mientras huye. Un rayo le avisa y ella no entiende el brillo de su retórica. Su enérgica presencia. El lobo ha escapado de un cuadro. Estamos en el siglo XVII, pero a ella no le importa dormirse así, en otra cama. Lejos de casa. Abrazada al lobo, ya no le teme a la tormenta. Un barco zozobra a metros de allí. La costa eran sus ojos y ahora los acaba de cerrar. ¡Naufragio!

Puzzle, él

Arrastra una profunda sordera de las épocas en que trabajó en una mina de Chile. "Como Sarmiento", suele acotar didáctico. Una explosión producto más de la torpeza que del infortunio. Lo del ojo, en cambio, ocurrió cuando era muy chico. Su primo no tuvo mejor idea que estrenar un rifle de aire comprimido en un anacrónico duelo de indios y soldados. Un balín dio en el duraznero, otro aterrorizó a un gato en la medianera y el tercero lo impactó por sorpresa.
En cuanto a su pierna izquierda, el problema no es de nacimiento como podría parecer a primera vista. Quedó así desde el choque en la esquina de su casa cuando acompañaba a su padre en el Rastrojero. Un 4 L que se quedó sin frenos dio de lleno en su puerta. Su pierna nunca quedó bien y desde entonces arrastra su cojera como una maldición.
Los dos dedos menos en su mano derecha aún nos siguen impresionando. Para alguien que no está acostumbrado a las tareas de la cocina, manejar un cuchillo demasiado afilado no puede menos que terminar con sangre. Fue su caso.
Esa cicatriz en el pecho, en cambio, es más previsible. Se la debe a su primer by pass y a los tres paquetes de cigarrillos negros por día que lo dejaron al borde del trasplante. Zafó por poco, pero no de pasar por el quirófano. No se puede creer no sólo que siga vivo sino que tenga éxito con las mujeres. Hasta donde sabemos, se le conocen tres matrimonios y no menos de seis amantes. Certifican el dato los amigos del café y su hermana mayor, escritora que desde hace años le da forma a su biografía Modelo para armar. ¿Podría acaso haberlo titulado de otro modo? A pesar de esa suerte (de alguna manera hay que calificar ese milagro de seguir vivo mientras tantos caen en Irak o aquí a la vuelta) no se entiende por qué ahora va hacia la ventana, se para en la cornisa y emula a un Icaro pasado de copas. Dos días después, su hermana escribe que ese toldo a mitad de camino fue providencial. Apenas un machucón da cuenta de su estrepitosa caída en la vereda. Justo allí, donde la que devino en el amor de su vida le pidió si podía empujarle la silla de ruedas para cruzar la calle. Desde entonces, son carne y uña. Ella uña, él sólo carne. Maltrecha carne.