Aldo
también tuvo un payaso triste con una lágrima casi a punto de caer. Lo tenía en
el único cuadro que colgaba en su habitación. El resto era un puzzle de dudoso
gusto, que mezclaba un Boca campeón 1977, un póster de Sui Generis y un retrato
falsamente sepiado junto a sus cuatro hermanos. A los 19, cuando se mudó a Córdoba para
ir a estudiar Psicología, Aldo sólo se llevó un recuerdo de su habitación
adolescente: el cuadro del payaso. Lo último que pensaba era colgarlo en la
pensión que compartía con un riojano y un jujeño. Sin
demora, el primer día en la capital cordobesa, buscó un baldío y allí, ya sin testigos, arrojó
al fuego al payaso triste. Esta vez, la lágrima caía lentamente de sus ojos. De
felicidad, claro.
Lisboa deviene caracol
Desde el primer día Lisboa le tuvo fe. No se permitió ni por un segundo dudar de las virtudes de Horacio. Lo cierto es que nadie daba un peso por su caracol. Al paso del molusco, se le reían en la cara, le arrojaban arena a los ojos, le hacían viento con cartones o diarios. Lo humillaban de las maneras más crueles. Sin embargo,
esa sobreactuada hostilidad no menguó ni un poco su confianza. Tenía la meta entre ceja y
ceja. Tres días le llevó desandar ese interminable metro y medio. Lo logró a
pura tenacidad y no poca osadía. Al llegar a la meta, nadie lo esperaba pero
no le importó, bastaba con que estuviera Lisboa para contar su epopeya. Lo que
ni Horacio ni su dueño imaginaron fue el descenlace; el peor, en medio de la silenciosa celebración. Fue cuestión de segundos. Sonó su teléfono, corrió a
atenderlo (lo tenía en la campera, sobre una silla) y sin darse cuenta lo pisó como a una molesta colilla de cigarrillo.
Aquel tremendo crujido lo despierta todas las noches empapado en medio de una
pesadilla. En ella, el que corre es él y el que está a su lado para decirle,
para repetirle que también puede, es Horacio. Hasta que de repente lanza una
carcajada del tamaño de un buey y pisa victorioso a Lisboa como a un desvalido
caracol.
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