Rita, la de Prokofiev

Un disco, cualquier disco, se puede romper. Está dentro de las posibilidades; por qué tendría que sorprender. ¿Pero justo tenía que ser “El amor por tres naranjas”, su ópera favorita, la de su venerado Prokofiev? Es cierto que no fue a propósito, que la siempre cuidadosa Rita estaba limpiando como todos los jueves y que por intentar colocarlo en su lugar se le resbaló de las manos. Le podría haber pasado a cualquiera. El, sin embargo, no tiene consuelo. Quiere gritarle, quiere insultarla, quiere echarla previo colgarse de su cuello hasta verla sangrar por la nariz pidiéndole perdón. Rita, por su parte, llora sin consuelo; no puede disimular que es consciente del error que cometió. Le dice a su patrón que no le pague el día, que va a ver si se lo consigue en una disquería del centro. Ya un poco más tranquilo, él le pide que se calme. “Ya encontrarás la forma de solucionarlo. Mientras tanto, abrime la ducha y desvestite. Voy enseguida”. Eso fue lo último que Rita le escuchó decir antes de partirle la cabeza con un florero. Quien la escucha ahora drenar de a poco su angustia es el temible comisario Persia. Algo tiene ella a su favor: de los rusos, a Persia lo conmueve mucho más Stravinski.

Del color del

La inscripción en la pared era borrosa, apenas se dejaba intuir un mierda en azul, pero no mucho más que eso. Otra palabra podía ser amor ya que terminaba en or y en estas pintadas lo que abunda no es la creatividad. No sé, lo cierto es que todos los días pasaba por ahí y me era inevitable tratar de completar lo que veía incompleto. Lo único que logré fue obsesionarme al punto de escribir a la vuelta del trabajo mil frases utilizando todas las combinaciones posibles. Hasta compré pintura, pincel, aguarrás. Estaba decidido a ir una madrugada a cerrar la puerta de ese estúpido misterio. El mismo día en que pensaba concretarlo, me encontré la pared en cuestión con un enorme cartel que promocionaba el champú que prometía dejarles a ellas el pelo del color del oro. “Una mierda de color”, pensé. En un segundo, la frase se me completó como por arte de magia. Esa noche volví a dormir.

Shhhhhhhh

Su madre es la misma mujer de “Silencio, hospital”; la del dedito pidiendo que no hagan ruido. Bueno, no es que sea la misma, aunque sí bastante parecida. O peor. Todo el tiempo lo hace callar porque, según dice, debe concentrarse y rezar. En esa casa no hay, nunca hubo, tevé, radio, discos, ni siquiera revistas. El tiene que cubrir esos vacíos leyendo a escondidas un libro prestado o haciendo crucigramas o intentando descifrar los enigmas del ajedrez. Hasta lleva un diario que empieza con “Mamá, te odio y quiero matarte” y termina con “¿Viste que podía?”. Cada noche antes de dormirse, ella va a su habitación a darle un beso en la frente y le repite con tono amenazante que no se olvide de rezar. El no alcanza a devolverle un “hasta mañana” porque ella ya le ha puesto el dedo sobre los labios. Cuando la puerta se cierra, se tapa la cara con la almohada y grita con todas sus fuerzas. Está seguro de que un día alguien lo escuchará. Su padre, que no salió a comprar cigarrillos pero jamás volvió, ni siquiera lo intentó.

Los bateristas son los mejores amigos

Y sí, es arbitrario, digamos caprichoso, sostener que los bateristas son los mejores amigos. Ni siquiera podría respaldar tal hipótesis desde lo personal; apenas conozco un par de guitarristas y un tipo que toca el saxo, pero bateristas sólo alguno de “hola, qué tal” y otros acaso de vista. Sospecho que tal teoría, por llamarle de alguna forma, se desprende de la certeza comprobable de que los bateristas no dejan una banda para aventurarse a ser solistas, la cara nueva en el póster de los cuartos adolescentes. Un baterista siempre será -o debería serlo- el que sostenga los cimientos de la canción, ese incansable obrero que no luce pero al que todos quisieran darle a construir su propia casa. De algo estoy seguro, los que odiamos el día del amigo, a propósito el veinte pensaremos en un baterista. Ellos no cometerán la torpeza de llamarnos y además nos honrarán con su mejor regalo: una música que trice las copas, que agite las sábanas y nos despierte del peor sueño.

Cuidado con

Las escaleras hablan. Lo supe al bajar. Lo comprobé al subir. Hablan y no con cualquiera. Mucho menos con ascensores o cortinas. A mí, por ejemplo, me contaron la historia de un fantasma que de día duerme en los floreros y de noche se acuesta con las mujeres casadas del edificio. Por lo cual deduzco que un fantasma no se diferencia demasiado de una escalera; ambos no son ni parecen.

Tío Aníbal

El cajón estaba vacío y aún así conservaba las formas del cuerpo, su perfume a tabaco rancio. Calculo que habrá estado en él apenas unas tres horas hasta que desapareció. Es extraño, en casa de tía Marta no éramos más de cinco personas. El resto de la familia y los amigos recién se estaban enterando de la muerte del tío Aníbal. Puede que su abrupta ausencia haya ocurrido cuando fuimos a la cocina a preparar un café y tomar un poco de aire. Sí, ahí debe haber sido. Admito que yo estaba en otra; mi prima Lucía se me insinuaba como en nuestra adolescencia y esta vez su vestido negro, excesivamente escotado, impedía que me concentrara en otra cosa. Es cierto que por una deuda de juego al tío se la tenían jurada, pero de ahí a llevarse su cuerpo era como mucho. Fue Carlitos, mi primo menor, el que se dio cuenta de que el tío no estaba. Me lo dijo al oído e inmediatamente tratamos de distraer a tía Marta. Mientras, pensábamos cómo se lo decíamos o si era conveniente llamar a la policía. La mantuvimos alejada del ataúd todo lo que pudimos hasta que, con la mirada perdida en el pocillo de café, nos lanzó sorpresivamente: “No hace falta que digan nada. Yo sé que se fue. Siempre fue un tipo raro, un jodido. Ni muerto iba a pasar la noche en casa”. Sin saber qué responderle, sólo atinamos a mirarnos cómplices y a esperar alguna señal del tío Aníbal. De un momento a otro llegarían sus viejos compañeros del circo.

Felinesca

Alguna vez Aldo Lisboa me explicó que el signo de preguntas deviene de un jeroglífico egipcio que significa algo así como “un gato yéndose”. "El signo -siguió explicándome como a un niño- vendría a ser la cola del felino". Pienso en eso mientras ella guarda el dinero y al irse me besa fríamente en la frente. Vestida es una respuesta.

Más gente muere en invierno

Lo leyó por ahí. Hasta lo escuchó en la radio. Todos los días se lo repite Rosario, su vecina de enfrente: “En invierno muere más gente”. Una frase que siente entrar violentamente en su cuerpo como el frío debajo de la puerta. A sus 78, Manuel es lo suficientemente hipocondríaco como para que eso que escucha le provoque un temor que lo lleva a encerrarse, a evitar cruzarse a tomar unos mates, a rechazar la invitación de sus hijos para ir a almorzar o ver a los nietos. El cree que así aleja esa suerte de maleficio; le echa llave a la posibilidad de que la parca se meta a su dormitorio camuflada en una perturbadora enfermera rubia. De alguna manera decide vivir tres meses como un preso, por eso anota en un papel los días que lleva recluido (sobrevive a duras penas con los alimentos que guarda en su despensa; siempre fue un tipo previsor). Recién a principios de octubre se permite darse “el alta” de su ostracismo; retomar una vida normal que debería incluir desde contactos familiares hasta jugar a las bochas en el club. Un modesto plan que no llega a prosperar por un artero ataque al corazón en plena calle. Sin embargo, todos los testigos coinciden en algo: Manuel ha caído sobre el asfalto con la sonrisa de los que mueren en primavera.