La noticia asegura que hoy ha muerto otro espeleólogo. Su nombre aún no trascendió;
sí su enfermiza afición por el mito de la caverna, aquella alegoría de Platón
que desnudó tempranamente su vocación por auscultar las arterias de la tierra. Murió en su
ley, se le escucha decir al hombre del café que mira la tele con un ojo y con el otro estudia
a la mujer de rojo que lee en la mesa del fondo. "A mí me falta el aire cuando
veo documentales de esos locos que se meten como si nada a tanta profundidad. Es como trepar un edificio pero al revés, y encima a
oscuras", le dice ella al mozo, que sólo piensa en que faltan diez
minutos para dejar su turno. Las estadísticas oficiales son contundentes: ya son catorce los
espeleólogos que han muerto en lo que va del año. Quién podría imaginar que
sean tantos y que estén muriendo uno detrás del otro en distintos puntos del
planeta pero de igual forma: aterrorizados. ¿Cómo es esto? Los investigadores
aseguran que la expresión de terror que tenían en sus rostros cuando fueron
encontrados no dejan dudas de que algo vieron y que ese algo les produjo sendos
paros cardíacos. La oscuridad, escribió algún iluminado del siglo pasado, es
hermana de la muerte. Y vaya que estaba en lo cierto.