El reino

Camina hablando solo. Dice: “Los insectos son monoteístas”. La vecina de enfrente lo mira desconfiada. El cobrador del seguro lo esquiva por si acaso. Su madre la llama por su nombre y es su padre quien le avisa que la mesa está servida. El no escucha; sigue caminando y hablando. Solo. Únicamente se detiene en el jardín de al lado a dejar una pastilla blanca sobre el minúsculo agujero de un hormiguero. Al rato, irrumpe una larguísima hilera de hormigas cargando cientos de fragmentos de una hoja de mora. En cuclillas, él les habla con tono monocorde, casi marcial: “De ustedes será el reino y ese día yo voy a estar codo a codo con ustedes”. Un rubio que pasa en bicicleta lo escucha y se detiene a increparlo. El no entiende nada; apenas atina a defenderse de los golpes que el otro le propina con un libro grueso, de tapas negras. En medio del forcejeo, una hormiga roja grita furiosa y los dos se quedan petrificados, mirándola fijo. “Ustedes no entendieron nada, carajo”, les dice y ofendida vuelve al centro de la tierra. Avergonzados, cada uno se va por su lado. El rubio parte en su bicicleta, rezando para adentro. El que habla solo, se aleja con la boca cerrada, llena de preguntas. La comida ya se ha enfriado.

Un aire familiar

Por las noches, sólo por las noches, Icaro es el Jekyll de Emilio. Pero claro, serlo tiene sus costos. En principio, debió vender hasta lo último que tenía para comprarse un departamento de dos ambientes en un octavo piso, con balcón. Cualquiera hubiera pensado que a esa avidez por las alturas la impulsaba un natural instinto asesino. Nada más equivocado. Emilio se arrojaba una y otra vez al vacío para no pensar. Y cuando no pensaba le nacían generosas alas o algo parecido a ese imprescindible sostén. Lo que resulta un tanto difícil de explicar es que al despertar no fuera en la calle sino en el cuello de una mujer desconocida y por lo general hermosa. Sin alas ni colmillos, Emilio era un pájaro sentado; un tipo de lo más común, que gustaba pasar largas horas tomando mate en su balconcito mientras miraba pasar aviones a los que se sentía unido por un aire ciertamente familiar.

La paradoja de Andrés T.

Conoció el miedo exactamente a los cuatro años. Fue en el cine, viendo una en blanco y negro de la que ni recuerda el nombre. De lo único que se acuerda con precisión es que gritó a la par de esa mujer a la que apuñalaban por la espalda mientras se duchaba. Del susto, Andrés T. se quedó sin habla por unas cuantas horas. Eso se lo contó su madre y se lo recuerdan sus hermanos cada vez que lo quieren hacer enojar. La terapia que se autoimpuso -no ir al cine ni siquiera con sus novias- se extendió varios años. Apenas se permitía ver en la de tele películas de perros (sus preferidas) y siempre en su casa, rodeado de gente. Una vez superado el trauma (para lo cual reconoce no poder determinar una fecha exacta), Andrés T. ingresó a la Escuela de Cine, se recibió con honores, se casó con la actriz que protagonizó su primer corto y hoy todos sus films tienen una particularidad que a todas luces define su estilo: son de humor pero siempre mueren niños.

Sin solución de continuidad

“El amor es astringente”. Fue lo primero que se le ocurrió y lo último que le dijo antes de dejarla perpleja en medio de la estación. Ella no lloró ni le contestó. Sólo pensó en tirarse a las vías y ni siquiera eso le salió bien. Un ciego que buscaba su lazarillo la atropelló haciéndola caer donde ella hubiera querido caer. El tren aportó el resto. Todos, incluido el novio -o técnicamente el ex- alcanzaron a ver el trágico cuadro. El ciego, que frenó su marcha a escasos metros, escuchó el accidente sin asimilar su rol protagónico. Las miradas de los testigos se cruzaron y en ellas se podía leer: no le digamos que él es el culpable. Quien sí intuyó la gravedad del asunto fue su perro; el hasta entonces fugado apareció de improviso y en segundos lo sacó de allí. Como si nada, el ciego continuó con su trabajo: sacó la armónica, colocó su sombrero en el piso y tocó más inspirado que nunca esa melodía irlandesa inspirada en la historia de una mujer despechada que muere bajo las ruedas de un tren. Los aplausos y unas cuantas monedas le dibujaron una sonrisa más cínica que de costumbre. Años pasarán para que olvide su perfume; ese irrespirable aroma a limón que anida en su conciencia como una música insoportable.