El trabajito

Cuando ya teníamos todo listo, llegó el muy poronga del Negro y nos cambió los planes. “Muchachos, dijo agitado y medio escabiado, el Rata quiere que hagamos otro trabajito, que nos olvidemos de la estación de servicio y choriemos la calesita de la Costanera”. Silencio absoluto. Nos miramos como diciendo el Negro chupó más que de costumbre y nos está gastando. El Negro lo advirtió al toque y antes de que alguno preguntara o le pusiera un pero, aclaró: “Es más simple de lo que piensan muchachos. El Rata conoce a un tipo de mucha guita que fue abandonado de guacho y el único buen recuerdo que tiene es de cuando una mujer lo llevaba a la calesita. Allí, su preferido por lejos era un elefante azul. Por si no lo entendieron, el chabón quiere sí o sí el elefante azul. Hay veinte lucas si se lo entregamos esta noche”. Lo que todos pensamos, lo dijo el Tuca: “¿Y por qué con esa misma guita no lo compra el concha de su madre?”. También para eso el Negro tenía una respuesta. “Ya lo intentó y el dueño lo sacó cagando, parece que la calesita es herencia familiar y no le pinta ni ahí venderla”. Fue mirarnos nada más y estar de acuerdo; haríamos el trabajo, habría buena moneda para cada uno y, en apariencia, muy pocos riesgos. Eso creíamos, no contábamos con que por la noche los animales, esos pedazos de lata con ojos exagerados, bajaban de su base circular para comer como cualquiera de su especie. El león fue implacable: se puso como loco y mató a dos de los nuestros (el Chino y el Verga) y yo me salvé de pedo porque alcancé a montar un caballo verde mientras el elefante, el azul, con un pedazo de fierro en su trompa, le daba maza al Negro hasta dejar una sola mancha roja en el piso. Recién a unas cuatro o cinco cuadras de ahí creí estar a salvo pero de pronto al caballo del orto se le dio por doblar y doblar y doblar. El muy puto estuvo toda la noche dando vueltas. Fue imposible no caerme totalmente mareado y vomitarme la vida. Cuando desperté, el elefante todavía estaba allí.

Toco el aire, a vos no te toco

Odio a los mimos. Sé que no soy el único, que cada día somos más los que estamos dispuestos a chocar contra su espejo invisible, a borrarles esa estúpida sonrisa. Pero esta vez se me fue la mano. Mal. Ante la mirada aterrada de mis hijos, aproveché que uno de los carapálida tiraba de la soga imaginaria, la puse en su cuello y tiré y tiré hasta que su cara quedó más blanca que de costumbre. Cuando quise escapar, otro de ellos vino hacia mí representando a un policía, me puso las esposas y me encerró en una celda de mentirita. Avergonzado, confesé que había sido yo. Mis hijos aplaudieron el acto de justicia y felices les dejaron hasta la última moneda. Ellos aman a los mimos.

En lo suyo

Morales no es de los que cultivan la paciencia de la araña. En él, todo es ya, ahora, ayer. Si le piden un trabajito, antes de que le expliquen el porqué de hacer entrar en razones al deudor, él ya está manoteando su 9 mm, y es entonces cuando hay que ser más rápido que su instinto para evitar que archive otro muerto en su placard. Morales te mira feo como el policía en la puerta del banco, pero nadie duda de que es el mejor en lo suyo. Sin alardes, Morales es de los que te saca la piedra del zapato, sin reparar en horarios ni incomodidades. Además, es cuidadoso en los detalles finales y hasta se podría decir que cobra lo justo. No se sabe si tiene mujer, hijos, amigos, apenas que vive en un departamento poco más grande que su espalda, donde conviven, incómodos, una mesa, una cama, una silla, un espejo roto, y un portarretratos con la foto de la única sonrisa que se le conoce. En ella, un Morales que pisaba los treinta, está exultante, con el puño bien en alto. Esa vez, lo contará muchos años y botellas después, sintió lo que siente un ganador. Un campeón con fecha de vencimiento.

Eso que cruje

No es la ventana, tampoco la puerta. Mucho menos la mesa. Eso que cruje viene del otro lado de la pared; podría provenir de la habitación de Sofía. Podría, pero estoy seguro de que no es Sofía porque hace semanas que se fue y no creo que su gato sea capaz de provocar un sonido tan particular. Por las dudas, hago silencio. Apagó el televisor, cierro las persianas, me quedo quieto. Pongo toda mi atención en escuchar si el crujido se repite. Por fin, unos pocos minutos después irrumpe el mismo ruido pero ahora lo percibo muy cerca, demasiado, casi dentro mío. Manejo dos hipótesis: mi lengua, que intenta modular una que otra palabra tras largos días de involuntario silencio; o mi corazón, en previsible caída libre. En ambos casos, ella se impone como la única respuesta.

Hágase la oscuridad

Magoo y Los Conejos Invisibles es esa banda que todas las noches toca a oscuras. Nadie puede decir éste es el cantante, aquél el bajista, si se los cruzara una vez terminado el show. Su música, pueden corroborar los críticos o cualquiera de sus fans, es tan extraña como curiosa su imagen: suenan como si un puñado de bastones blancos chocaran estrepitosamente después de atravesar un semáforo en negro. Canciones en braile que hablan de túneles, bocas de lobo, corpiños o viudas full time. Lo mejor de su performance llega cuando tocan el último tema y se abre un telón que nadie -salvo los músicos- sabía que estaba allí. En menos de lo que suena un acorde, las luces se encienden de pronto tan poderosas que todos cierran los ojos a la vez y ya no les queda otra que mirar en su interior.

A mano

Lo enterraron con una mano afuera, rozando apenas la gramilla, tal como lo había dejado expresamente pedido en su testamento. Su familia no se sorprendió en lo más mínimo; consideraban que se trataba de otra de sus excentricidades por lo que ni su mujer ni sus hijos perdieron tiempo en contradecirlo. Así sería. Así fue. Aunque ninguno de ellos pudiera entenderlo, la verdad, siempre menos sesgada que cualquier especulación, estaba ahí: al alcance de la mano.

El tic, el tac

Acechaba. El tic. Detrás de la enredadera, supongo. El tac. Un ruido leve, un olor indefinido. Tic. Digamos un perfume, latidos como bocanadas. Tac. No podría precisar qué lo sacó del sueño con la impunidad de un jadeo ajeno. Tic tic. Resignado, dejó que se deslizara por debajo de la puerta y subiera hasta su cama. Tac tac. Dormirse entre un tic y un tac sería el último deseo. El suyo, volver a la tierra. ¿Tic? Y esta vez, a más profundidad que aquella primera vez. ¡Tac!

Beso Doisneau

No le importa si “El beso” de Doisneau estuvo armado y no fue, como creyó durante tantos años, una sentida despedida de dos amantes en el París de posguerra. El le da un beso de igual tenor estético sin prever que, en este caso, la foto real, dolorosamente real, la está sacando desde la vereda de enfrente esa torpe sombra camuflada entre los árboles. Su marido.

El mismo miedo

Desde el piso, como perdido en medio de la bruma, lo vi reírse con sorna y levantar los brazos proclamándose ganador antes de que el árbitro lo decretara oficialmente. Fue lo último que recuerdo de él. Ahora lo leo en el diario diciendo que jamás tuvo dudas de que me iba a ganar. Es mentira, claro que es mentira. Yo le vi el miedo en un rincón de los ojos durante el pesaje. El mismo miedo que tuvo cuando me vio tirado en el piso y temió lo peor, que no despertara más. Un campeón nunca es un asesino, parecía explicarme desde su mirada cada vez más turbia. Quise decirle que no era así pero los ojos se me cerraron de pronto; la toalla arrojada con desesperación por mi entrenador me tapó el rostro como se cubre a un muerto. Y qué otra cosa era yo sino eso.

No te mires

Cordelia Adams despertó con un tatuaje que no recordaba haberse hecho. Decía “no te mires” y estaba escrito en la espalda de una sirena emergiendo en medio de un mar bravío. Al principio se asustó. Un poco más tranquila, trató de reconstruir lo que había ocurrido en la noche. Cuando pasó frente al espejo, no pudo evitar enfrentarlo; de repente se sintió aún más desnuda y entendió todo. El tatuaje la tenía tatuada a ella.

Pálpito

Llega tarde al hipódromo. Ya largaron y en el aire campea una misma excitación, una velocidad que no lo alcanza. Espera la próxima carrera para jugarse todo y dejarlo todo, como siempre. No le importa. Una vez más parte con la resignación del perdedor entrenado. Con calma para un taxi, pero esta vez no sube solo. Le cuenta que en realidad nunca le han gustado las carreras ni los caballos ni las apuestas. Sin embargo hoy tenía un pálpito. Conocerla.

El más real

“Lo hice para darle una sorpresa a Dios”, dice Borges tras rezar un padrenuestro en inglés en una minúscula capilla de Escocia. Al otro día, The Sun titula en rojo furioso “Dios ha muerto”. Mientras desayuna, Borges, que no ha leído el diario, comenta a sus anfitriones: “Anoche tuve un sueño muy real. El más real hasta la fecha”. Después calla, esperando una reacción o una palabra que active el relato. Quienes están con él se miran cómplices y disimuladamente tiran el diario a la basura.

O reventar

En el horóscopo maorí el caballo policía sólo es compatible con la grulla iridiscente. De esto es claramente consciente el buho deletéreo, por lo que se ve tentado en poner su mira en la cebra perenne y cantarle hasta que la luna se llene de un rubor apenas detectable desde la osa mayor. Tal vez esto explique por qué el gallo sibarita se vale del cambio de marea para aullar al astro equivocado y provocar que la tierra se sacuda como un perro epiléptico.

Cajitas

Era simplemente El Loco. No se le conocía nombre, o al menos para nosotros ése era su nombre y apellido. Rubio de edad indefinida y ojos saltones, El Loco construía casas, autos, camiones, con cajitas de remedios de todos los tamaños. Era increíble la cantidad que tenía; nosotros, digo mis compañeros de colegio, conjeturábamos dos posibles orígenes de tan amplio stock: una abuela en estado terminal, consumidora de un fenomenal número de medicamentos o, la versión menos creíble, la farmacéutica del barrio, quien prefería regalarle las cajas de los remedios vencidos antes que tirarlos a la basura. Aunque lo intento, no logró recordar su voz. No podría evocar un solo diálogo con él. Lo único que tengo presente como si fuera hoy son aquellas casas con puertas y ventanas trabajadas en detalle, obras que mostraba con una cándida mezcla de emoción y orgullo. Hace más de treinta años que no lo veo al Loco. Si me dijeran que está muerto o que vive en una de aquellas cajitas, lo creería. Juro que lo creería.

Tenía razón

Supe que iba a pasar lo que pasó mientras discutíamos si los ovnis sí o los ovnis no. Cada vez que hablábamos del tema, como si fuera una gracia espontánea, Renata me cantaba -desafinada, muy desafinada- “Fabio Zerpa tiene razón” pero con la música de otro tema. Su oído, solía decirle y no en chiste, era una piedra imposible de pulir, una puerta a la que le escondieron la llave. Pero su lengua, su artera lengua, no temía decir lo esperable y sobre todo lo inesperable, aquello que, maldita sea, siempre incomoda. Como por ejemplo decirle a mi madre, en plena cena, que debajo de la mesa había una procesión de cucarachas. Sí, usó la palabra procesión. Comentario doblemente inoportuno porque ni siquiera había mencionado la exquisita comida que mamá había preparado especialmente para ella. El tacto no era su fuerte, claro está. Volviendo a los ovnis, Renata sostenía la teoría de que de ninguna manera se va a producir una invasión porque los extraterrestres ya están entre nosotros. Y didáctica se animaba a dar precisiones: “No tienen la típica fisonomía del marciano de las películas. Se adaptan a cualquier forma o espacio. Además, si son tan inteligentes no van a mostrarse tan distintos a nosotros”. Parecía olvidarse del tema, sin embargo al rato retomaba el monólogo para completar su particular visión: “Para mí, ellos están por todos lados, aunque camuflados. Pueden ser esa rama que está ahí en la vereda, el cable que cuelga enfrente, la cucaracha que acabás de pisar; ser lo que se te ocurra, el problema es cómo distinguirlos. No quiero ni pensarlo porque me vuelvo loca”. Yo la miraba como si me interesara, cuando en realidad en lo único que pensaba era en cómo recuperar el diálogo con mi madre (después de aquella fallida cena dejó de llamarme por teléfono y yo sé que es por la bocona de Renata). A tal punto llegó su obsesión por los invasores (así les digo yo porque me encantaba esa serie de los sesenta en la que los marcianos se desvanecían en medio de un bizarro efecto especial) que últimamente se despertaba agitada, llorando mientras gritaba “y estaba lleno de cucarachas”. De enroscado que soy, sospecho que en su inconsciente quedó flotando el absurdo comentario que le hizo a mi madre y algo que bien podría ser la culpa la llevaba a purgar su equívoco en sueños. Una vez más, así como otros buscan respuestas en la Biblia o el I Ching, medio dormido me fui hasta la biblioteca a buscar una enciclopedia y leer lo que ya presentía: “La mayoría de las veces las cucarachas mueren boca arriba. También es una postura que suelen adoptar como mecanismo de defensa, simulando su muerte para escapar de algún peligro que las aceche”. ¿Sabía acaso Renata lo que yo estaba pensando? ¿O también habrá sido uno de ellos?

Mañana no sé

La silla de ruedas se entierra en la arena. A Tomás nada parece frenarlo; insiste con llegar lo más cerca posible al mar. Viene pidiendo esto, soñando sería más preciso, desde que volvió en sí tras el accidente aquella madrugada de junio en que regresaba a su casa bastante borracho después de un asado con los compañeros de oficina. Desde que despertó, no paró de pedirle a su mujer que lo llevara al mar. Su pedido, más que exótico, resultaba complicado: estaba a unos 1.200 kilómetros de la costa. Sandra era consciente de la distancia, sin embargo tanta era su alegría por la “resurrección” (así lo definía ella) de Tomás que estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera a su alcance para darle el gusto. Con ayuda de su madre y de alguno de los amigos más cercanos de su marido, preparó en unas horas la logística para el viaje. Armó una valija con lo indispensable para ambos, subió la silla al baúl del auto y partió rumbo al mar con la convicción de que estaba haciendo lo correcto. El viaje fue normal, casi intrascendente. Las paradas habituales para cargar nafta, comprar cigarrillos y bajar al baño. Nada que no hubieran hecho antes del accidente, cuando iban de vacaciones o se hacían una escapada a San Luis o Córdoba. Una vez que llegaron a Gesell, el rostro de Tomás cambió por completo. Sandrá le preguntó si se sentía bien, él respondió que sí; salvo un poco de taquicardia acompañada de una súbita alegría, una sensación extraña que no se parecía en nada a sus agitados sueños en la cama del hospital. Sin decir palabra, Sandra lo ubicó amorosamente en la silla y con mucho esfuerzo lo bajó por una rampa hasta quedar inevitablemente atrapado en la arena. Un pescador que pasaba por allí captó la impensada imagen y se ofreció a ayudar. Le contaron cuál era la idea. Rápidamente, el hombre propuso una salida práctica que la pareja aceptó con una sonrisa, sin decir nada. Lo cargó en brazos hasta el agua y lo fue bajando con cuidado para que lentamente tomara contacto con el mar. Cuando Tomás pudo tocar el agua helada con sus pies sintió tal energía, tal fuerza interior, que primero lloró de emoción y después, de pronto, se soltó de los brazos del pescador y salió corriendo como loco. Sin entender del todo lo que estaba pasando, el pescador buscó la cruz que llevaba colgada del cuello y la besó. Sandra no reaccionó de inmediato pero al rato a lo único que atinó fue a escribir en la arena: “Hoy creo, mañana no sé”.

Polares

Pastan disciplinadamente en el jardín abandonado de la bodega abandonada. Las suelo ver cuando paso caminando junto a la reja que las separa de la calle. Son ocho, una de ellas negra. Algunos vecinos esclarecidos aseguran imperturbables que se trata de ovejas polares. Vaya a saber qué significa eso, no creo que ni ellos puedan explicarlo. A simple vista se las ve comunes, hasta que te miran y ahí sí se les nota un brillo extraño, casi diabólico diría. Es una tentación pasar y quedarme, oculto, a verlas comer. Sumergidas en esa tarea, no hacen diferencia alguna entre pasto seco, membrillos caídos por el viento, insectos varios, animales muertos. Comen todo con igual fruición. Por lo general, la negra está apartada, haciendo lo suyo; esto puede ser, acercarse a la reja como midiendo la distancia que la separa de la vereda, buscar otro tipo de alimento o intentar, intempestuosa, montar a una perra que hace años duerme en un recoveco de la bodega. Un día a la semana, sábado o domingo, la lana les luce a todas más lisa y de otros colores, como si las hubieran preparado para salir de paseo o esperar visitas. Yo imagino que lo que pretenden es despistar. Mi frágil teoría se cae en un segundo; alcanza con mirarles los ojos extraviados a cualquiera de ellas para confirmar que así como hoy están aquí, tal vez mañana se les dé por regresar al polo a terminar lo que empezaron.

Rojo full

Por un celoso criterio de autodeterminación, no frena en ninguna esquina, no respeta ningún semáforo. ¿Debería hablar en pasado? Debería, claro que debería.

Plan canje

Un gato negro por uno blanco. El trueque, la simple transacción, a priori no representaba ninguna ventaja para Isabel. En cambio para Miguel, su vecino de enfrente, era lo más cercano a la salvación, un simbólico respiro en su vida laboral (era creativo publicitario en una empresa con base en Madrid). A Isabel le daba lo mismo, después de todo alguna vez perteneció a su ex novio y sin esperarlo se quedó con ella como si hubiera sido parte de una meditada división de bienes. Agradecido, Miguel se llevó el gato blanco y apenas entró en su departamento sintió una desconocida sensación de paz. Lo dejó subir al sillón al que el negro nunca pudo acceder y fue por un poco de leche para hacerle más amable la bienvenida. Cuando volvió al living, el gato ya no estaba. No se desesperó, pensó que estaría en pleno reconocimiento de su nuevo hogar. Lo buscó sólo con la mirada y cuando lo encontró comprendió que había sido un error, un gran error haber hecho el canje con Isabel. Asomado a la ventana de ese cuarto piso, no dejaba de ladrarle a todo lo que se moviera: autos, palomas, niños, gatos negros.

Para mí, extraña

Nieva dentro de la heladera de la familia Rentera. El servicio técnico la vio esta mañana y se declaró desorientado, sin explicación alguna para tal fenómeno. “Señora, no podemos hacer nada”, fue la resignada respuesta del muchacho de la remera rota en la axila. Los Rentera llegaron a Lobos provenientes de Bariloche hace apenas una semana con la intención de radicarse. La heladera fue comprada allá hará unos tres años. Jamás habían tenido un problema con ella pero ahora nieva todo el día, llenando la casa con su imparable producción. Por más que probaron desenchufándola, no hay caso, nieva más que antes. “Para mí, extraña”, dice Julieta con la sabiduría de sus ocho años. Ante la falta de opciones más convincentes, se da por hecho que esa es la verdadera y única razón. La heladera es enviada de vuelta a Bariloche, a la casa de la hermana del señor Rentera. Tarjeta mediante, en 12 cuotas sin interés compran una nueva en Lobos. Aparentemente esta funciona bien, salvo que se considere una anormalidad escuchar música islandesa cada vez que se abre la puertita del freezer.

Zoofisma II

En el bazar de los elefantes rotos nadie habla porque a su modo todos son culpables. Avalaron con suficiencia la creación de zoológicos de cristal y a su turno decidieron que todos los días serían una buena excusa para brindar chocando las copas con odio. Lo diferente los asustaba como el inminente zumbido de un látigo. Por eso son, por eso serán, tan iguales y tan distintos en la vengativa memoria de los espejos.

Enrique

Un miércoles de noviembre el libro no lo esperó más. El libro estaba al final de un camino que él no quiso o no pudo transitar a otro ritmo o en otro plano que no fuera el puramente verbal. Lo suyo fue como esos vinos que se saborean lentamente, donde el desafío es descubrir perfumes, notas, registros de una música oculta. Durantes años fue dejando señales de una obra completa que se intuía aunque jamás llegaba a verse en su totalidad. Su praxis literaria consistía simplemente en apuntar títulos de capítulos en una resma de papel continuo. No llegaba a escribirlos, sólo los mostraba a selectos interlocutores; no eran necesariamente amigos o familiares, podía ser un alumno de confianza, un colega con buen oído, un desconocido con mejor paladar literario. Cada uno de esos títulos que se acumulaban sospechosamente deberían leerse como capítulos de su vida. Leerse de memoria, se sobreentiende. Cuando murió, supimos sin siquiera comentarlo, que el libro por fin estaba concluido y que únicamente podríamos leerlo aquellos que alguna vez escuchamos de su boca uno que otro capítulo. Juntos, nosotros somos ese libro tan perfecto como caótico. Un Enrique auténtico.

Eso

Yo no buscaba eso, lo juro por mi madre si hace falta. Había ido a la cocina para otra cosa, seguramente quería bajar algo de arriba del mueble antiguo que alguna vez fue de mi abuela (la italiana) y tanteando a ciegas la encontré. Eso que no buscaba -y me encontró- era una revista porno, aunque, claro, lo sabría mucho después. Según mi memoria fotográfica, tenía páginas en blanco y negro, y un papel satinado, un tanto grueso. Menos mal que no había nadie cerca porque fue un auténtico shock, como si te tiraran un balde de agua en la cara para reaccionar después de una lipotimia. Las imágenes me perturbaron a tal punto que no podía dejar de verlas una y otra vez, hasta que intuyendo que no era correcto que eso estuviera en las manos de un niño (yo tendría 8 o 9 años, no más) la volví a dejar allá arriba no sin cierta culpa. Aunque no volví a verla -en realidad no me animaba a bajarla otra vez- la presencia de eso se me imponía como un incómodo fantasma cuando entraba a la cocina o alguien miraba hacia la zona roja donde se había producido el hallazgo. Pasaban los días y lejos de olvidarme recordaba con más precisión cada página, cada imagen, cada cuerpo y hasta cada posición. Hoy podría decir que lo viví como una lección de educación sexual acelerada, agitada. Definitiva. Unos meses después di con el dato clave: el verdadero origen de la revista. Se la había regalado a mi viejo un tío mío con todo el cuidado y la prevención del caso; la había traído de España en la época de la dictadura cuando no se conseguían ni de casualidad en un kiosco aunque ofrecieras un puñado de dólares. Si salías del país, era casi un guiño de machos traer eso de contrabando, como si tratara de los alfajores que nos llegaban de Mar del Plata a la vuelta de las vacaciones de algún pariente pudiente. Debo reconocer que nunca hablamos de esto con mi padre pero estoy seguro que sabe que anduve por ahí. Será por eso que jamás nos hizo falta hablar de sexo; esas típicas preguntas del debut u otros temas incómodos por el estilo. Los silencios del viejo tenían mucho de sabiduría, me digo por lo bajo tratando de no hacer ruido mientras miro una porno francesa y mis hijas duermen rodeadas de peluches y virginales hadas madrinas.

Zoofisma

A las mujeres araña las pierden los vestidos transparentes, esos que piden un abrazo inmediato si no se quiere caer en la desnudez que los hombres pulpo no dudamos en interpretar como un grito de guerra. Y allá vamos, como buenos conejos letrados que somos.

Loca en sus ojos

Sin razón aparente, como hago buena parte de las cosas, el lunes dejé todo lo que tenía planeado para esa tarde y me fui derecho a comprar una parcela en un cementerio privado. Justo yo que cada vez que sale el tema digo “a mí crémenme, ni locos se les ocurra meterme bajo tierra”. Lo digo y de pensarlo nomás me falta el aire. Quiero creer que fue para evitarle un problema más a mi familia cuando llegue ese puto momento. Para esa inesperada inversión me gasté los pocos ahorros que tenía sabiendo que más temprano que tarde me iba a arrepentir; sobre todo cuando le contara a mi mujer. La reacción esperable (como si la estuviera escuchando) habría sido algo por el estilo: “No me comprás la cocina que está hecha pelota; no sé si te diste cuenta que le sale más humo que al Torino de tu viejo; y encima te gastás la poca plata que tenemos en una tumba!! Sos un boludo, definitivamente sos un boludo”. Sin embargo, la madre de mis hijos me sorprende con su versión más Osho: “Hiciste bien Humberto, uno nunca sabe cuándo la va a necesitar”. Lo dice bajando la vista hacia el cuchillo que sólo yo uso en la casa y que inesperadamente está en su mano brillando como las estrellas en el cielo de Hollywood. Ahora dudo si darle las gracias por no reaccionar como una loca o si salir corriendo porque la loca en este preciso momento está riendo en sus ojos como poseída.

Comienzo de la novela que no

Uno es esclavo de sus obsesiones y sólo lo entiende cuando las deja ser. La historia de la monja azul estuvo en su cabeza más de 30 años y un día, uno cualquiera, se decidió a contarla. No ya con un afán de posteridad sino más bien para morirse tranquilo. A Aldo Lisboa le habían diagnosticado un cáncer de pulmón y no le quedaba demasiado tiempo para postergar sueños o meros trámites literarios.

Ese día el cazador optó por quedarse

Noche. El ignoto escultor ruso viaja a las profundidades del bosque donde alguna vez quedó atrapada su sombra. Al llegar, conmovido, primero decide darle un nombre a ese invierno con raíces y a posteriori elige un árbol al azar porque en el sueño, el último, era cualquier árbol en el que habría de descubrir oculta la obra destinada a eternizarlo. La misma debería evocar su rostro y llevar por título“El espejo”. No contaba, mucho menos en el sueño aquél, con una tormenta nada azarosa ni con la pericia de ese rayo con hambre de pájaro carpintero. Roto el espejo en ciernes, el bosque se miró en el escultor deshecho y en sus ojos amaneció por primera vez.

¿En qué piensan los luchadores de sumo?

El proyecto piloto, encargado por una universidad privada vinculada a capitales españoles, consiste en salir a la calle y preguntar de improviso -mientras más espontáneo sea el objetivo, mejor- a niños, adultos y ancianos: “¿En qué piensan los luchadores de sumo?”.
Es de esperar que la primera reacción sea de sorpresa para luego inquirir si no se trata de una cámara oculta o una impertinencia sin el más mínimo sentido. Entonces se les explicará que no, que no es ningún chiste y que la encuesta tiene un profundo rigor científico. Lo lógico será que tampoco crean esto y se den dos situaciones: 1) Que molestos den vuelta la cara y sigan caminando como si nada. 2) Que sugieran al encuestador que se busque un trabajo en serio.

No obstante, y luego de mucho buscar, se logra dar con un pequeño pero compacto grupo que entiende claramente la consigna y la responde con sinceridad, aunque se permiten un dejo de ironía o malicia.

Lo que sigue son algunas de las posibles
intuiciones acerca del ¿hasta hoy? desconocido mundo interior de los luchadores de Sumo, esos insondables embajadores del deporte imperial que intentan mantener viva la llama de los dioses Takemikazuchi y Takeminakata.

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- “En ese exacto momento en que la crisálida se transforma en mariposa y se echa a volar”. (Ofelia, 37).

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“En que ese perfume que le regalaron es demasiado parecido al de su jefe y él odia a su jefe”. (Jorge, 25).

- “En que su mujer está sola y su mejor amigo también está solo”. (Raúl, 31).


- “En la mosca que está acercándose y que esa distracción podría costarle la derrota”. (Ana María, 18).


- “En esa gota de transpiración que se le desliza lentamente hacia el ojo. Sabe que no puede evitarlo y sabe que le arderá. ¿Podrá? ¿Le alcanzará con un solo ojo?”. (Emilse, 22).


- “En el avión que acaba de cruzar y en el que viaja su hijo a estudiar en una universidad inglesa. Piensa si le podrá pagarle los estudios. Piensa que tal vez no fue una buena idea”. (Ricardo, 45).


- “En que esa mujer de pollera verde, ubicada enfrente, no deja de cruzar las piernas. ¿Lo estará haciendo a propósito o será un tic nervioso?”. (Adela, 39).


- “En que su contrincante tiene unos hermosos ojos azules y no está nada mal. Si tal vez adelgazara un poco…”. (Juan, 20).


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Testimonio de Ramiro Favero (26), el joven que lleva la bandera argentina en su mawashi. “Cuando me preguntaron si yo, como luchador de sumo estaba de acuerdo con la encuesta, les fui muy sincero: ‘Preferiría saber qué piensa una psicopedagoga de esas que te piden que le digás un animal con el que te identificás'. Parece que les molestó porque me dijeron un frío gracias y se fueron ahí nomás a hablar con mi oponente”.
El susodicho, Omiko Tokoro, un descendiente de japoneses pero más porteño que el Abasto, ni siquiera les tuvo paciencia. Al minuto ya había levantado a una de las encuestadoras por sobre su cabeza y cuando todos pensábamos que la iba a arrojar al estanque con los peces koi, la bajó de nuevo y muy serio le dijo: “¿Te asustaste, no? ¿En qué pensabas vos cuando estabas allá arriba?”.
Asustada y recuperando de a poco sus colores, la chica le contestó con cierta timidez: “En nada, la verdad es que no pensaba en nada”. “Bueno, en lo mismo pienso yo cuando estoy luchando. ¿Te quedó claro?”, le arrojó molesto, sacándola definitivamente del círculo virtual en el que ambos cruzaron esas pocas palabras.
Tan claro le quedó que desde ese preciso momento el proyecto fue totalmente desactivado.El equipo arribó a la simple y contundente conclusión de que el sumo es un deporte ininteligible, demasiado inasequible para ciertas espíritus sensibles que preferirían el lirismo de una pelota de béisbol partiendo en dos el aire o una jabalina arrojada allí donde estacionan los pájaros.
Por sanidad mental, lo próximo que abordarán estos profesionales de la consigna será ahondar en oficios más permeables como los pulidores de mármol, las depiladoras o los afinadores de piano, entre otros tantos seres que hacen de lo suyo una respuesta sin pregunta.


Cipreses

Un quejido ronco, acaso un murmullo, lo acompaña camino a la tumba de su madre. Mientras, su hermano lo espera en el auto, leyendo el diario que ella escribió a lo largo de cuarenta años. El camino de cipreses es una imagen que ambos guardan de su niñez, tal vez del lejano entierro del abuelo Francisco. Ahora, siente una extraña sensación de alivio en el pecho; inspira todo el aire que puede sospechando que algo de esa paz podrá llevarse consigo cuando deje las últimas flores y a solas le diga a su madre todo lo que nunca se animó. El viento forma parte de un pacto que el hermano se niega a revelar pero que él cree desentrañar de casualidad al detenerse de tanto en tanto a leer epitafios en latín. Ese epifánico aullido que de pronto proviene de los cipreses no es otra cosa que la música con la que el camposanto da la bienvenida a sus nuevos inquilinos. Esto que acaba de explicarle el hermano con su habitual sabiduría no parece tener vinculación con que extrañamente el auto no arranque. Una voz, que no es de ninguno de los dos, advierte que es inminente la caída de la noche. Ambos están tranquilos; mamá, aún tibia allá abajo, habrá de protegerlos como cuando eran niños y jugaban a hacer pozos, minúsculas tumbas, para guardar en unas la luz, en otras la sombra.

Taller literario

Bastó un zapato, un único y común zapato tirado a la orilla de la ruta, para descubrir que el hombre que alguna vez estuvo en él es prescindible en esta historia. Dentro del zapato, y esto es lo que importa, hay un escarabajo que lo abandona lentamente para trepar por la mano de un niño que lo atrapa con habilidad de adulto y lo guarda con extremo cuidado en un frasco. Lo que el pequeño desconoce es que en caso de romperse, el zapato volverá al pie original y el insecto ya no será el insecto.

Stand Up

Se paró frente a ella como si ella fuese un micrófono y de golpe arrancó con una imparable catarata verbal. Prácticamente sin respirar, empezó a decirle de todo. No ahorró insultos, reproches, golpes bajos. Fueron exactos ocho minutos, controlados por reloj. Cuando terminó, su mujer lo miró a los ojos y, tras segundos que parecieron eternos, estalló en una carcajada. Ahora sí, más confiado, se fue a bañar, eligió la remera de Groucho Marx, el jean negro y cerca de las once salió hacia el teatro convencido de que esta sería una gran noche.

Diario del Coyote

20 de noviembre, 8.30 hs. Hoy decidí ayunar. Quiero estar más liviano y rápido que nunca. Estuve haciendo una serie de cálculos y es muy probable que todo salga tal como lo planeé. Está todo dado para que éste sea finalmente el día que tanto esperé. He dejado la mesa preparada, los cubiertos afilados, el plato bien limpio. Creo que jamás sentí tanta hambre como en este momento. Esta vez no tengo excusas, debo ir por lo mío.

Con un ojo abierto

Detesto a los melancólicos. Odio sus coartadas, sus remedios homeopáticos. Repudio esa teatral autoindulgencia con que silban un tango o cortan un pedazo de carne. Estén donde estén, su lastimosa mirada remite a un puerto, especialmente al barco que se va. Estos espantapájaros de oficio sólo pueden ver al mundo en reverso, nunca la vista al frente, la mano que espera (abierta). Eso sí, son previsores: duermen con un ojo abierto, estacionado por si acaso en el vano de la puerta. Y está probado que son los que se quedan eternamente en la duda extática de si deberían haber dejado todo y animarse a dar el salto. Están tan ensimismados en su propia historia que escriben de otros únicamente para vivir la vida que se niegan a sí mismos. Para ellos, esta bala de salva; esta única y definitiva bala perdida. ¿Quién dirá mía, quién con ese pusilánime hilo de voz?

Sarkozy

No sé cómo terminamos hablando de Sarkozy. Creo que fui yo el que dijo algo de que tenía ganas de viajar y puesto a soñar gratis mencioné al voleo París, Lisboa, Praga y alguna ciudad más. Germán, un ex compañero de la secundaria con el compartía un café después de, fácil, unos quince años, me interrumpe y me dice “¿te enteraste que murió madame Arlén, nuestra vieja profesora de francés?”. “No, ni idea”, dije como para contestarle rápido y seguir con mi hipotético periplo. Justo llega Ana María que llevaba a su hija al dentista. Se para a saludar a las apuradas pero antes de irse me reclama el libro de Baudelaire que me prestó hace mil años. Cuando intento retomar el hilo, digo “porque en Francia…” y ahí, ahora me acuerdo perfectamente, el Gordo (o sea Germán) me salta: “Ni en pedo, con Sarkozy está todo mal. No te lo aconsejo”, como si hubiera vuelto de allá hace unos días y estuviera al tanto de los problemas de los galos. (Aclaro: el Gordo, como mucho, cruzó una vez a Chile). Y después la remata con su mejor cara de politólogo: “Si no fuera por la Carlita Bruni, al Sarkozy ese ya lo habrían bajado de un hondazo”. Sin esperar mi respuesta, Germán grita un impostado “Garçon, la cuenta por favor” y una vez más, como en los viejos tiempos, me deja pagando a mí. ¡Merde!

De eso se trata

Hoy es el día más feliz de mi vida: renuncié al trabajo y tengo el tiempo suficiente para escribir que hoy es el día más feliz de mi vida porque renuncié a mi trabajo. Si tuviera que trasladar esa sensación a una metáfora, diría que me veo como el perro que en vano intenta morderse la cola hasta quedar agotado e impotente pero satisfecho por haberle sido fiel a su instinto. Así me siento ahora, en este preciso momento en que miro la calesita como si fueran mis pensamientos los que giran en ella. También podría contar que acabo de separarme, pero ese es otro capítulo. Prefiero, en cambio, sentir este extraño mareo en el que todo da vueltas a mi alrededor mientras yo sigo en el eje, quién sabe por cuántas horas más.
Siempre me jacté de que podía prescindir de los psicólogos, simplemente por tener un par de amigos con fino oído y lengua discreta. Pero hoy, para qué mentir, siento que ni siquiera eso me alcanza. Entonces salgo a caminar sin rumbo fijo y termino, indefectiblemente, en el Parque. En la calesita del Parque. Me quedo horas viéndola girar, pensando que esas caritas de velocidad son en potencia las de un futbolista, un torturador, una modelo famosa o un biólogo marino. En cada una de ellas veo a mis hijas y eso me recuerda que tengo una deuda pendiente. Siento una presión a la altura del cuello, como si una corbata demasiado celosa me estuviera quitando el aire. Si me pusieran un espejo, seguramente vería mi cara morada, los ojos a punto de explotar. Esta misma cara de desconcierto frente al monitor. De eso se trata, de explotar y no saber cómo.


Me lee, la leo

Me suele pasar muy seguido eso de dormirme con un libro entre las manos. Lo habitual es que ella me lo saque con delicadeza, lo cierre y apague la luz, pero esta vez altera eso que no llega a ser una rutina y con igual cuidado me lee al oído. Ya en el sueño le escucho decirme te amo en portugués. Por cosas así, despierto se lo digo yo en mi mejor francés. Como un ajuste de cuentas, apago la luz para leerla de arriba a abajo con estas manos.

Franz en Jules

Franz Skarbina acaba de dibujar su mejor retrato, el de Jules Laforgue. Al terminarlo, de inmediato visualiza una imagen del futuro: alquien mira ese dibujo y se pregunta cuánto había de Franz en Jules.

Cuidado, canciones tristes

La enfermedad es extraña, desconocida, ni siquiera tiene nombre, o al menos eso le dicen los numerosos especialistas que la han visto en los últimos meses sin poder disimular su perplejidad. Por lo que cuenta, se la descubrió ella misma mientras caminaba a la orilla del mar, durante las vacaciones en Villa Gesell. Si tiene que explicárselo a alguien ofrece la siguiente síntesis que, por repetida, ya suena a estudiada: “Basta que recuerde o escuche una canción triste para que empiece a reír sin parar hasta que se me caen las lágrimas y recién ahí es cuando siento una especie de equilibrio reparador”. Ante este extraño cuadro, debe andar por la vida más que precavida, no sólo evitando pensar en ese tipo de canciones o, lo que es mucho más difícil, escaparle a la música que sale de radios, autos que pasan, ventanas abiertas, disquerías, novios despechados. Los médicos, o la mayoría de ellos para ser justo, no son nada optimistas al respecto. Por ahora, resignados se limitan a reír como locos con ella y hasta llorar a los gritos si tal gesto empático fuera necesario.

Bolero de hoy

Desarmar los relojes era lo más fácil. Quizá porque no lo hacíamos con la intención de volverlos a armar. Se trataba de ver cómo funcionaban en ese estado; saber si como creíamos el tiempo era un dócil rompecabezas que no tenía ni atrás ni adelante. Horas nos llevaba desnudar cada esqueleto metálico hasta que el latido final sobrevenía, inevitable, como la alarma del último minuto sobre la tierra.

Usted es

Quería pasar inadvertido, se había puesto unos anteojos oscuros y caminaba rápido, mirando para abajo. A pesar del esfuerzo, una mujer madura que parecía estar sumergida en una revista lo reconoció. "Usted es…", no alcanzó a completar la frase porque un guardaespaldas se le vino encima antes de que pudiera identificarlo. El pasillo del hospital estaba repleto a esa hora de la mañana. Niños llorando, mujeres con bebés colgándoles del pecho, enfermeras corriendo su cotidiana maratón; la escena de todos los días pasaba como una película frente a sus ojos y él sólo pensaba en verla. Su idea fija era llegar hasta la habitación de ella sin cruzarse con los molestos de siempre. Estaba por abrir la puerta cuando desde adentro salió un tremendo grito que congeló su mano en el picaporte. Superado el impacto, en un segundo logró decodificar ese grito: decía claramente “¡andate!”. Destrozado por lo que consideraba una reacción inesperada, bajó la cabeza y se fue camuflado detrás de un hombre que acompañaba a una niña en silla de ruedas. A mitad de camino no tuvo opción: se le apareció a su paso la misma mujer del pasillo, quien esta vez en lugar de decirle “usted es…” prefirió robarle un beso como módico trofeo. Ahora sí, pensó, sus amigas no podrían creerle que estuvo con…

Los ojos de Moe

Lo descubrió de casualidad mi mujer en una película muy mala; creo que se llamaba “Blancanieves y los Tres Chiflados”, pero no estoy muy seguro. Fue un domingo, de eso no tengo dudas porque estábamos almorzando pastas en lo de mis suegros. Será porque habíamos pasado toda una vida viéndolos en blanco y negro que, prácticamente gritando, ella me dice con el tenedor suspendido en el aire: “¡Mirá, Moe tenía ojos celestes!”. Si hay algo en lo que jamás me hubiera detenido, pienso y se lo digo, es en los ojos de Moe. En el color de los ojos de Moe. Reconozco que en ese momento yo estaba más atento en escucharlos en su inglés original; a mí, la verdad, me siguen gustando más doblados al castellano, no sé, será la costumbre. Cómo son las cosas, en mi biblioteca debe haber no menos de cinco biografías de los Tres Chiflados, las cuales he leído de punta a punta, y ahora vengo a descubrir que Harry Moses Horwitz, el tirano de flequillo, el rey de los piquetes, tenía ojos claros. Mientras recoge los platos sucios de la mesa, mi suegra, confesa seguidora de Los Hermanos Marx, intenta aportar algo acerca de la morfología de los rulos de Larry, pero después de aquel hallazgo a quién podría importarle eso.

Tres

La foto era en blanco y negro, con una esquina rota y un tanto ajada, como si hubiera estado mucho tiempo fuera del álbum familiar. En ella había tres hombres, en orden decreciente en cuanto a estatura y edad. El más alto era el padre, el del medio el hijo y el más pequeño el nieto. Los tres se ven bien vestidos, prolijamente peinados y algo serios, quizás cohibidos por el fotógrafo y la posteridad. Los tres han muerto hace demasiados años; no menos de 25 o 30. En realidad, no es el recuerdo lo que conmueve como ayer a toda la familia. Lo que se puede leer con toda claridad detrás de la foto es lo que aún hoy les eriza la piel, lo que revive en ellos un interminable sentimiento de venganza. La letra del asesino, palabra por palabra con la sangre de los tres, sigue latente ahí, peor que un fantasma, mucho peor que haber visto todo.

Pensándolo bien

De la noche a la mañana se le dio por hacer pilates, por escuchar esa insoportable música de delfines, por leerse todo Osho, por evitar el maquillaje y hasta por dejar de fumar sus dos cigarrillos diarios. Pero ahí no termina todo. Me hace dejar los zapatos en la puerta, colgar cada camisa y pantalón que me saco, recoger el diario (sí, soy de los que dejan una parte en el baño, otra en la cocina y hasta debajo de la cama) y hasta bañar al perro, aunque sólo tengamos un gato de esos que te caen de arriba. Esto, por ser sintético y no sonar como el típico macho despechado. El problema, el real problema, es que consciente o no ella extendió su cambio radical a mi vida y mi vida dejó de ser eso: mi vida. Ante esa descomunal invasión, siento que me quedan dos opciones, no más: irme o matarla. Pero, pensándolo bien, ¿por qué irme?

Dulces sueños en un Skona

Aún sin saberlo, todos soñamos con dormir en uno de ellos. Especialmente en los rellenos con pelo de caballo. Créanme, una noche sobre un Skona es lo más parecido a una luna de miel bajo techo, a un largo día en un spa de Bombinhas. Tan lejos estamos de ellos, en precio digo, que sólo podemos mirarlos detrás de una vidriera pensando que alguna vez la dulce fortuna nos pondrá en las manos el número ganador y con él la posibilidad de entrar a comprar un Skona. Hasta que llegue esa oportunidad, invento nuevas excusas para probar sus diferentes modelos: el de resortes bicónicos de acero, el relleno de látex, el de tela termofusionada, el de cáscara de espelta, el de plumas de ganso; en fin, son tantos que ya se me complica encontrar coartadas creíbles para recostarme un rato en un Skona. Esto, sin ir más lejos, lo estoy soñando de espaldas sobre el último modelo que pusieron en exposición. Seré más preciso: es todo blanco y a medida que uno sueña, el sueño se va escribiendo a lo largo y a lo ancho. Al despertar, un extraño cuento ha quedado impreso en ese material indefinible. Ahora bien, nada es lo que parece: los clientes que llegan y se ponen a leer con inocultable curiosidad entran en un sopor que los lleva a buscar el primer Skona que encuentran para caer como álamos talados. Ese, precisamente ése, será el que compren para sus mejores pesadillas.

Acá y más allá también

¿Quién puso la estampita sobre el piano?”, pregunta con vehemencia aunque ya sabe la respuesta. Resignado, la deja a un costado y vuelve a poner el portarretratos con una foto de su perra. Sabe que ser soltero y vivir con la madre tiene estas cosas. La anciana no desaprovecha ocasión para intentar contagiarle al hijo algo de su desbordante fe; por ejemplo: mientras él ensaya una pieza que interpretará con la Sinfónica no es extraño que encuentre intercalado el “Oratorio de los milagros” o “Réquiem para un ángel caído”, piezas clásicas en toda reunión de feligreses. O esa molesta costumbre de interrumpir el almuerzo o la cena para rezar una oración. A disgusto, Rolando tiene que dejar de comer y sumársele aunque más no sea con un respetuoso silencio. Tampoco falta el golpe de efecto de encontrarse todas las noches en su mesa de luz con una gastada Biblia de tapas de cuero que él, con entrenado tacto, volverá a dejar sigilosamente en la habitación de su madre mientras duerme abrazada al rosario de la abuela. Aunque a veces le gustaría mirarla a los ojos y decirle que nada de eso tiene sentido, que la vida termina y ya, que no hay nadie esperándonos del otro lado, vuelve a caer en la cuenta de que es tarde, muy tarde. Ella es apenas un fantasma, un leal fantasma que le recuerda cada día que una madre siempre está más allá.

Segurísimo

No me acuerdo su apellido, pero segurísimo que se llamaba Aníbal. Lo sé porque cuando me lo presentaron pensé para mí “se llama igual que mi hermano; imposible que me olvide su nombre”. Los años, unos veinte tal vez, pasaron y nunca más supe de él. Hoy, de pura casualidad, me encuentro con su ex mujer y vuelvo a acordarme de Aníbal. No me animo a preguntarle cómo está él o qué es de su vida. Desconozco si terminaron en buenos o malos términos; temo que me responda “no sabés, Aníbal murió hace dos años, una enfermedad fulminante, no pudimos hacer nada”. Evito entonces la pregunta incómoda y a cambio la invito a tomar un café. No sabría explicar cómo, qué dije o hice, pero a las dos horas estábamos en su cama. En el momento menos oportuno, podrán imaginarse, estábamos llegando al clímax y a la par que ella lanzaba un aaaaaaaaahhhhhhhhhh largo y sostenido, se me sale casi en un grito un aaaaaaaaa…¡níbal Olaver! La puta madre, ¿justo ahí tenía que responderme la duda que me había rondado desde que me encontré con Serena? Ella abrió los ojos como un dos de oro y con un odio indisimulable en la voz me preguntó: “¿Me estás cargando, imbécil?”. Si le decía que no, no me hubiera creído. Opté por mentirle. “Lo vi, estoy seguro que lo vi en el espejo y me hacía así con la mano (un tajo en el cuello)”. Debo decir que lo tomó mejor de lo que esperaba. “Siempre me hace lo mismo. Cada vez que me traigo un tipo, se aparece en el espejo y lo amenaza. No le des bola”. Le hice caso. Sin mirar hacia donde estaba Aníbal, me vestí a desgano y cuando Serena intentó preguntarme mi nombre le tapé la boca con un beso. Otro día tal vez se lo diga, mientras tanto prefiero que me recuerde sólo por mi apellido.

Madera oriental

Una japonesa abre la puerta. Es una foto en el diario, pero ¿quién podría afirmar que no hay vida en las fotos? No faltará quien me diga que no hay nadie esperándola, que está llegando a su casa después de un día tremendo en el hospital. Digo hospital porque para mí ella es enfermera, aunque también podría ser cirujana (manos finas, uñas muy cuidadas). Como no hay pruebas ni señales de que efectivamente alguien la esté esperando, ya estoy allí sentado, con la mesa preparada, su comida preferida y un sahumerio de madera oriental para armonizar el encuentro. Comprenderán, no quiero ser descortés, pero es hora de ir cerrándoles la puerta.

La chispa de mamá

Sabíamos que algún día le iba a pasar. Por terca, por orgullosa. Se lo decíamos y ella como si nada. Sobrevoló tantas veces y tan peligrosamente las hornallas con su larga melena sin atar que ese día no tardó en llegar. Fue un treinta de agosto; lo recuerdo como si fuera hoy. Cocinando como siempre, se acercó lo suficiente para que el fuego ganara su cabeza con una velocidad inusitada. Nosotros recién nos dimos cuenta cuando escuchamos a mamá gritar como loca y, aunque nos pedía ayuda, no esperó que le tiráramos agua o una toalla encima; salió corriendo a la calle y no hubo vecino, rápido o no de reflejos, que pudiera hacer algo por esa mujer consumiéndose a lo bonzo. Hoy no dudamos de que se salvó de milagro y ella no deja de decir a quien quiera oírla que está viva gracias a Santa Rosa de Lima. Con mis hermanas hicimos un pacto: ya no la dejamos ni acercarse a la cocina; la menor es quien se encarga de la comida y yo de prender el calefón y el calefactor. Mamá pareciera no estar molesta por nuestras decisiones; mientras peina durante horas la peluca roja, aprovecha para fumar a escondidas sus cigarrillos apagados. Uno tras otro.

Hasta ayer

Apenas terminaron de enterrarla, se miraron y sin decir palabra volvieron al auto. En el camino, Lorenzo estuvo tentado en comentarle lo que se le cruzó por la cabeza y que antes no había notado: desde el cementerio se podía apreciar la mejor vista de la ciudad. Allá abajo, en ese pozo que los años fueron rellenando pacientemente de calles, edificios e historias poco dignas de contar, un millón y pico de personas seguían evitando alzar la mirada hacia la colina donde los huesos de alguno de los suyos había ido a parar antes o después. Genaro era uno de esos supersticiosos. Hasta ayer. Con su hermano Lorenzo alguna vez se juraron no volver a pisar jamás el tumberío, pero su madre se los había pedido encarecidamente en su lecho de muerte: "El día que llegue el turno de Negrita, entiérrenla conmigo". Cumplido el deseo materno, ahora ambas descansan en paz. Ellos, en cambio, no pueden dejar de regresar todos las noches a cavar sus propias tumbas.

Lo de Ocampo

En el jardín de las hermanas Ocampo un cactus de origen mexicano acaba de abrirse junto a la misma pared blanca donde el sol de abril se permite un exiguo descanso. Una mariposa queda atrapada, en realidad atravesada en una espina, mientras adentro de la casa departen fogosamente unos veinte escritores. Hoy, extrañamente, nadie ha salido a fumar o a respirar un poco de aire puro. En consecuencia, ninguno habrá de toparse accidentalmente con la mariposa en el cactus. La poesía, como el amor, confirma que es elusiva por naturaleza. Con la noche, los escribas parten uno a uno hacia donde la ciudad les reserva un anaquel, una copa y una cama. Todos se van, incluso el cactus. Volando.

La procesión va

Los únicos, los mínimos e indispensables movimientos, se desarrollan en el antes y el después. Estrictamente estudiados, son tan precisos y mecánicos que parecieran responder a un guión. Cada cambio de guardia conlleva algo de patriótico déjà vu; de polaroid sanmartiniana que nunca habrá de perder la huella hacia el portarretratos. Los niños miran a esos robots domesticados como se mira a Don José sobre su fiel caballo congelado. De reojo, padres, maestros y curiosos sucumben al poder simbólico de tales muñecos de carne y hueso que apenas se permiten respiran para no alterar los laureles de la solemne foto. Pero adentro de sus cabezas, los imberbes granaderos juegan, sienten, se excitan incluso (¿imaginarán sus sables en alto?). Se ven a sí mismos tomando por asalto las piernas de esa maestra jardinera o el cuello de aquella madre de veintipico y así el frío de julio milagrosamente se les va como un transporte escolar o ese periodista desdeñoso que ni mira ni toma notas. A veces, puede que sus ojos se disparen detrás del taxista que enfurecido encierra a la motito del delivery. O se cuelguen buscándole formas reconocibles al gratuito humo de los micros. Imperturbables, debajo del uniforme ellos también bailan por un sueño.

Yendo se escribe así

Un ejército cae derrotado en una batalla que, a priori, se presentaba favorable. Cuando llega la hora de recoger a los heridos, un moribundo alcanza a dejar su última palabra, tal vez dirigida a la mujer que lo espera de vuelta a casa. La palabra está a punto de llegar a destino pero al rozar las siemprevivas del hogar detona y a ella sólo la alcanzan esquirlas de un inesperado silencio. El silencio de él abrazando al de ella.

Panda del minuto

La miro dormir. Desvelado la miro dormir. Con envidia. Hambre, acaso. En esta noche de brazos abiertos ha caído como una gemela para que yo me pierda entre sus escombros más tiernos. A oscuras, la hurgo sabiendo que aún hay fuego en su centro. Luz de giro hacia un bosque que empieza y termina en el sueño que otra vez me deja afuera. En él habita el panda que trabaja un minuto por día para procurarse la miel de su ausencia. Comerla es su instinto. Hablo de mí.

Esa clase de hongos

Tuvieron muchos hijos, demasiados, sólo porque vivían a orillas del mar. Desde el vamos consideraron que esa cercanía sería la más propicia para la reproducción indiscriminada. ¿Quién en su sano juicio, argumentaban, podría sustraerse a la acompasada música de las olas, al rumor del viento cuando desova y especialmente a esa luna varada en la ventana? En clima tan inspirador concibieron a sus dieciocho versiones. No obstante, un día la cadena habría de cortarse abruptamente. Un tsunami soñado por el más pequeño de la casa los sorprendió en plena noche; a ella arriba, a él abajo, y a los chicos durmiendo o leyendo o jugando con los fantasmas de siempre. En cuestión de segundos, quedaron todos pendiendo del árbol más alto y antiguo de la costa. Y allí debieron continuar por años, camuflados entre ramas y aves cada vez más familiares. Vivieron de cazar pájaros, pescar mantarrayas y tortugas de agua, y, en no menor medida, de la caridad forzada de turistas desorientados. De a poco, los hijos se les fueron yendo: unos detrás de mujeres anzuelo, ellas detrás de capitanes de barco o marineros vírgenes y un puñado de la mano de la muerte misma. Ya solos y sin el hambre de entonces en el cuerpo, madre y padre se miraron a los ojos por primera vez. Un solo objetivo los llevó a bajar del árbol aquél: recoger esa clase de hongos con la que empezó todo.

Chau Irene

Escucho un “Chau Irene” pero no alcanzo a verle la cara a quien la despide. La voz, tenue, tal vez adolescente, sube sola al micro y parte conmigo. Trato de concentrarme para retenerla, para no distraerme con la radio del chofer o lo que conversan dos tipos que recién salen del trabajo. Desde entonces, cada mañana la voz de la que no es Irene me dice “levantate, amor” y yo me levanto con la convicción de un soldado. Desayuno solo pero siempre hablamos de todo un poco. Comentamos lo que dice el diario, lo que cada uno hará el resto del día, dónde nos gustaría ir a la noche. Una tarde cualquiera, me distraigo mirando artesanías y la voz de la que no es Irene se me pierde en la plaza y ya no hay nada que pueda hacer para impedirlo. “Chau”, es lo único que atino a decirle a sus espaldas (o a lo que imagino como ella yéndose) y cuando pienso que todos estos árboles sólo crecieron para esperar el momento en que yo decida colgarme, la Irene que no es la voz se da vuelta y me pregunta: “¿Me hablás a mí?”.

Que no, que gracias

Es un regalo. Te juro que es un regalo. No tengás miedo, es para vos”. Y yo, que no lo conocía, que nunca recibí nada de un extraño, lo miré a los ojos para decirle que no, que gracias, pero él ya se había ido, dejando su cuerpo ahí, vacío, para que yo pusiera mi oído en su corazón aún en ritmo y al cerrar los ojos viera con los suyos eso para lo que, a falta de palabras o definición más certera, nunca dudé en llamar regalo.

Museo de la nieve

Cuando llegamos ya era demasiado tarde. Sólo quedaban charcos aquí y allá donde ahora con cierto esfuerzo llegamos a intuir un cuadro impresionista, una columna dórica, puede que una escultura románica, acaso el grabado de una mujer dormida junto al fuego. Lo que vemos, en realidad es eso que no vimos y que creemos poder reconstruir apelando a una arbitraria combinación de relato oral e imaginación. A la salida, ni ella ni yo lo decimos pero sabemos perfectamente que fue un error imperdonable haber esperado la primavera para traer a los niños.

La poca sopa

Da vueltas una, dos, veinte veces, alrededor de la lámpara hasta acercarse lo suficiente. Después, lo previsible: queda fulminada al instante. Su caída se produce tan ahí como todos podrían imaginar. El niño, otrora animalito boquiflojo, deja de comer ipso facto. Y no por asco, como cree su madre de pecho. Como activado por su propio play, se ha puesto a jugar sin importarle el grito sioux de papá. Se propone ayudar al náufrago (la ex mosca) a llegar a la costa (borde tallado del plato). Una vez rescatado, el héroe (él) espera el beso redentor de la reina voluptuosa (su prima). Jugar al salvador es algo que el gobernador Ortegoza cultiva con fervor desde entonces. El problema -nuestro, no de él- son estas demasiadas moscas para tan poca sopa. Deberíamos haberlo pensado antes.

Paritaria

Si no hay voces ni pruebas en contra, estoy en condiciones de afirmar que esta silla camina. Es todo lo que tengo para decir. Será mi palabra contra su placebo.

Todo de negro

Ir en tren era lo último que había pensado cuando recibió ese llamado. Pero ahí estaba, con un libro en las manos que no lograba decidirse a leer y mirando por la ventanilla una sucesión de árboles, vacas y casas. Lo único que logró alterar la monotonía de ese paisaje en movimiento fue un espantapájaros vestido todo de negro. Ahora, cada vez que recuerda su rostro, le vuelve aquella aterradora sensación. El ominoso muñeco tenía la cara de su padre, la misma cara que puso cuando la policía le dijo que debía llevarlo detenido. Lo acusaban de un crimen que él habría de negar hasta el día de su propia muerte. Agitado por lo que acababa de ver, corrió la cortina y sin convicción abrió el libro. Por suerte, estaba todo en blanco.

Ni mú

Grillos. Un coro griego de grillos. Sólo callan cuando alguien, dentro o fuera de la casa, grita más fuerte que ellos. Indiferente, ella pone un disco. Diferente, él enciende la licuadora. Hijo 1: grita goles en la play. Hija 2: ve dibujitos japoneses. A pura bocina, un taxi recuerda que hace rato espera y no tiene todo el día. El sodero, sin freno de mano, hace otro tanto colgado del timbre. Calladito pero harto, el silencio huye; decide atrincherarse debajo del sofá. Como de costumbre, habrá de masturbarse pensando en ese maravilloso cuadro donde ni el mar ni la gaviota dicen ni mú.

Rama caída

Carece de gimnasia social. No tiene. No tuvo. No tendrá. Y no le importa en lo más mínimo. Dice: "Soy un caracol feliz transitando una huella indeleble". Por el ojal de su cabeza, día y noche entra y sale una música esférica, un silencio viral así o asá. A su lado, esa mujer anexada a su sexo late y late y ese eco anida para siempre dentro de ella. Afuera, cada hoja que cae duele como una primera vez. Asido a la rama caída no necesita antena. El es la antena.

Rodríguez y Rodríguez

Se conocieron en el pasillo de un hospital. Hablo de Rodríguez y Rodríguez. Cuando la enfermera se apareció en la puerta y preguntó “¿Rodríguez?”, ambos se le acercaron con gesto preocupado. Frente a los dos hombres, la mujer amplió la pregunta: “¿Quién es Rodríguez?”. Casi a dúo, respondieron “Yo”. La desconcertada enfermera revisó un papel y creyó así aclarar la confusión: “Luis Rodríguez”. Los dos Rodríguez se miraron. Uno dijo: “Yo soy Esteban”. El otro: “Yo Aníbal”. Más molesta que desorientada, la enfermera resopló y se fue sin decirles nada. Los Rodríguez se convidaron una sonrisa de incomodidad. No les quedó otra que darse la mano y romper el hielo. “Mucho gusto”, dijeron al unísono. Adentro, un recién nacido lanzó su primer berrido en este mundo. Pesaba 3,400, tenía ojos marrones y no se parecía ni a Esteban ni a Aníbal. Sí a Luis, el Rodríguez que la policía acababa de identificar a sólo dos cuadras del hospital. “Cruzó corriendo como loco y no vio que el micro tenía verde”, intentó explicar la anciana que vio todo.

Propiedad horizontal

Era mejor cuando no teníamos sommier. Hacíamos el amor a capela y la madera crujía tiernamente, dócil aun en su desmadrado vaivén. En esas noches sentíamos que algo más allá de los cuerpos –llamale energía, mística, simple vibración- se activaba natural entre clavo y clavo. Salvaje, una música orgánica irrumpía desde la fricción in crescendo. Hasta que esa música dejó de sonar. ¡Claro que era mejor cuando no teníamos sommier!, porque entonces todavía dormíamos juntos, soñábamos tête à tête. Ahora apenas si te veo, tan desnuda allá en la otra punta de esta pesadilla y con el silencio al medio como un tajo incómodo, llenándote donde yo ya no puedo.

Ríe (última)

En segundo plano quedan los cuatro alrededor de la mesa. El foco en este momento está puesto en el vaso al que hasta una mosca del montón elige como centro de atención. Parece que los cuatro hablan. Parece que escuchan. Y no. No hablan, no escuchan. Los cuatro miran de reojo el vaso. No es fácil, hay poca luz, apenas unas velas nada románticas. Por la tensión, la situación daría para reírse, pero a pesar del alcohol nadie se anima a abrir la boca. Hay cuatro vasos juntos y en uno flota, obscena, una dentadura. Ella es la única que ríe.

Perdido el hilo

El ojo, la aguja, el hilo perfilado para cruzar una vez más el minúsculo túnel. Nada del otro mundo para una anciana que cose como respira desde que tiene memoria. El pulso imperturbable no le delata los 89. Pero ahora, a las 20.40 de este martes de junio, la mano le tiembla y la aguja, por primera vez en mucho tiempo, se desencuentra con el hilo. El pibe que le apunta lo nota y se ríe y le dice "no estás nada mal viejita" y se vuelve a reír y el revólver se agita al ritmo de su risa alucinada. Antes de que la anciana intente decirle que sólo tiene los 400 recién cobrados, la bala se le instala perfecta, maradoniana casi, en medio de la frente. Media hora después, por ese mismo agujero dos policías enhebran una conversación de rutina: -Para qué matarla; con un simple golpe el muy boludo la sacaba del medio y le robaba igual- analiza Ferreira. -Qué querés, seguro que era un pendejo que estaba dado vuelta- infiere Carrizo, mientras juega con una bufanda tejida por la vieja. Sin más por hacer en el lugar del hecho, Ferreira prende otro cigarrillo y a los gritos saluda al chofer de la morguera apelando a su acostumbrado humor negro: “Cacho, ¿quién te tejió ese pulóver de trolo?”. Ahora el que ríe a destiempo es Carrizo.

El trato

Fue hasta la cajita que guardaba en un lugar poco accesible para cualquiera que no fuera él y la sacó con especial cuidado, consciente de su habitual torpeza con las manos. Antes de volver a donde lo esperaban, se sentó en la cama y lloró como no lo hacía desde niño. En sus manos, lo que debía entregar quemaba como un anillo caliente. Las voces de los otros le llegaban cada vez más cercanas; delataban los nervios compartidos y dejaba aún más claro que ya no quedaba tiempo. Había que entregarlo para intentar al menos volver a llevar una vida normal, aunque todos supieran que eso sería casi imposible. Tomó coraje, se levantó decidido y fue hacia la cocina donde lo aguardaban de pie. Eso que a su pesar debía entregar iba aferrado en su puño. No hizo falta decir nada, sólo se miraron unos segundos hasta que bajaron la vista dando por cerrado el trato y como llegaron, se fueron: murmurando en aquel idioma de infancia. Ya solo, el vacío recuperó cada rincón de la casa. Un previsible tsunami de silencio fue barriendo todo a su paso y lo arrojó desprevenido sobre su cama. Desde allí vio en cámara lenta como las fotos de su vida se acomodaban una a una en el techo e iban dando forma a otra versión de su historia. Ni más feliz ni más tranquila. Simplemente, otra.

Los que pescaban

Tenían las manos gastadas, las uñas negras, la mirada desconfiada. Tenían el cuero curtido, el olor del mar penetrado, la lengua en un tic de alerta. Tenían mujeres que los esperaban con la comida caliente y los pies fríos, hijos entrenados para el naufragio, madres con el rosario en la boca. Tenían el viento como un tatuaje insoportable, las mejillas en carne viva. Tenían redes, anzuelos, cañas. Oficio. Toda la paciencia. Tenían el horizonte. Hasta que un día ni eso tuvieron.

Autoayuda

Pensar en mí. No en mí pensando en ella.

On-Off

El bombero ciego, el mago fallido de mi madre y tu padre, toca el fuego para leer en la ceniza la partitura de lo que vendrá. En los ojos de sus víctimas hay un grito hecho polvo que habitualmente él escucha con las manos abiertas, entregado como un agujero más a la red de su sombra. Son éstas las ocasiones en las que su corazón exhausto libera un agua milagrosa, vital, para que todo se apague y vuelva a encenderse justo del otro lado.

No se nos

Le decíamos Guernica porque no se le entendía nada cuando intentaba explicar alguna teoría. Típico chiste universitario. A pesar de esa piedra que el profesor Ardiles nos obligaba a sortear en el ríspido camino del aprendizaje, a la larga su método develaba aristas únicas, puentes inesperados que motivaban ir a sus clases como a una cita imposible de cancelar. Y así como él detestaba trabajar a reglamento, nosotros nos negábamos a concluir el encuentro de martes y jueves en una mezquina hora de reloj. Por eso el café de la facultad o el mismísimo jardín oficiaban de literal extensión universitaria. En ese extra que nos ofrendaba gratis (o a cambio de un cigarrillo o dos) había más contenido y pasión que en cualquier mamotreto sugerido por un férreo plan de estudios. La vida, una vez más, estaba en otra parte y nosotros, simples pasajeros de turno, éramos un fragmento más en el puzzle del profesor Guernica. El día que intentaron armarlo, digo domesticarlo con cancerberos del intelecto, decretaron sin más la muerte del sorprendido Ardiles. Desde entonces una paloma hiperrealista, falsa paz de postal, nos sobrevuela la cabeza pero no hay caso, entrañable Guernica, no se nos cae una puta idea.

Muy muy tan tan

Me dice "hoy no tengo ganas de cocinar, vamos a comer afuera". Con esa carita que me pone, no puedo decirle que no, que ando sin un peso y la tarjeta ya es un chicle que perdió el gusto. La llevo a un restorán ni muy muy ni tan tan, sabiendo que igual quedará contenta. Pedimos la carta y ella elige lo de siempre (pastas), en cambio yo me propongo salirme de lo acostumbrado y la despisto pidiendo unas rabas. Elijo un buen vino, no muy caro, pero sin dudas un buen cabernet sauvignon. Una hora después, llega el mozo con la cuenta y yo amago a sacar la billetera. Ella me frena con un oportuno "¡pará!". No cabe duda de que me quiere invitar ella, algo que -debo admitir- no figuraba en mis planes. Con movimientos decididos busca su cartera, de pronto mira a ambos lados y mirándome a los ojos me propone: "A la cuenta de tres, corramos". Si no lo dije antes, tengo que decirlo ahora: ella siempre me sorprende. Y al mozo, ni qué hablar.

Retrato vintage

El sofá es atigrado y le hace juego con esa falda corta que no se saca ni para dormir. Sobre él, Tía E cruza las piernas y a mí, con cinco años apenas, se me corta el aliento y veo todo nublado. Manchas veo. Hace poco que dejó la noche pero todavía se le nota la calle en la voz, especialmente cuando me habla al oído. Ahora tengo quince y me estoy tocando, sentado en el tigre de su sofá. Allí se disimulan mis jugos del deseo, placenteros rastros que sólo yo y nadie más que yo podría reconocer. Cada tanto, de riguroso negro Tía E me espera para compartir una copa y un rato de charla. Debo reconocer que a sus sesenta sigue cruzando las piernas con el mismo arte con que la evocan mis manos. Tocarla sería como romper el vidrio antes del incendio. O quemarme así.

La birome amarilla

"Creo que si lo intentara tal vez podría, pero ¿tendría algún sentido?", cavila Aldo Lisboa oteando la calle desde su escritorio. Su duda es un molesto tic tac que no cesa desde que le regalaron una birome amarilla junto a otras de color verde, azul, negro y rojo. Lo lógico, razona él, sería utilizar las clásicas (azul, roja, negra) y desechar las otras por poco legibles. O por excéntricas, si lo piensa mejor. Pero no, hay algo que le dice que a la amarilla debería considerarla como algo especial, quizás un guiño para aquellos que buscan pelos en las sábanas, diarios ocultos, hijos no reconocidos. Exactamente a las 23.17, Lisboa toma la decisión: en amarillo escribirá lo que espera sea su último cuento. Quien logre leerlo completamente calzará el merecido traje de protagonista y entonces, recién entonces, podrá merecer que su historia vire al negro o el azul de las páginas.

Vida pico

Esperaba el tren; no donde sería lo lógico, un andén de una estación cualquiera. Lo esperaba acostada en la vía, los brazos a un costado, la mirada perdida en un cielo sin nubes, todo lo claro que podía serlo una mañana de enero. Nadie parecía reparar en ella. Yo en cambio la vi cuando cortaba camino por la vía para ir como todos los días a mi laburo en el kiosco. Me acerqué con más curiosidad que nervios y al ver que estaba con los ojos abiertos le dije “¿qué haces, estás loca vos? No seas boluda, levantate”. No se hizo rogar. Se levantó, no lloraba aunque estaba muy seria, con los ojos rojos y una palidez que asustaba. “Gracias”. Eso y nada más fue todo lo que me dijo. Se dio vuelta y se fue caminando hacia la estación, muy lento, como si arrastrara un vagón cargado de dolor. Allí compró un cigarrillo y le dejó unas monedas a una mujer muy anciana con un cartel en el que explicaba que tenía cáncer y ningún familiar. Después la perdí de vista, supongo que salió por donde a esa hora pico entraba un mar de gente. Nunca más la vi. Ahora, cada vez que pasa un tren o cruzo estas vías donde nos conocimos (es una forma de decir) pienso en ella como en alguien a quien debería haber despedido subiendo al tren. Me pregunto si pensará en mí cuando acerca un cuchillo a sus venas o se asoma con hambre a un balcón. Mientras tanto, la sigo esperando acostado en aquel mismo lugar.

Cereza D.

V. es Cereza D. La llamo así en la intimidad, en esas noches en que a falta de velas abrimos las ventanas y dejamos entrar de un solo trago las luces de la ciudad. A ella le gusta contarme historias, casi siempre inventadas y poco plausibles, pero tiene un talento especial para narrarlas, con un estilo potenciado por la forma de respirar cada palabra, o por esa ronquera leve y definitiva que le acentuó el cigarrillo. Cereza D. cree que me cuenta, sin saber que soy yo quien la está contando y haciéndola cierta en mis sábanas de había otra vez.

Ala una, alas dos

El auténtico pájaro capicúa vuela de atrás hacia adelante. Y viceversa. A veces el viento lo rebobina como a un viejo caset y su sombra termina donde todo empezó: en el umbral de un árbol que de tan imaginario aún no existe o ya se voló a su cielo de jaula eternamente abierta.

Watts

Cuando me paré frente al espejo añoré las velas que sobraban en ese libro del siglo XIX que acababa de leer. Con la escasa luz que había, me afeité apelando a la memoria táctil de años de recorrerme palmo a palmo la cara, confiando más en la suerte que en el supuesto oficio. Tenía una importante cena de negocios y no daba para presentarme con más cortes que un boxeador en su noche más negra. Como pude, al cabo de quince trabajosos minutos salí dignamente ileso. A la que no le fue nada bien fue a mi hija mayor; a ella la esperaba un cumpleaños, un novio nuevo, y su maquillaje casi a ciegas había resultado una lograda réplica adolescente de Piñón Fijo. Cuando salió del baño, con mi mujer nos largamos a reír y Flopi a llorar desconsoladamente. Al otro día, cansado de los justificados reclamos y quejas de toda mi familia, fui al súper sólo a comprar un foco. No cualquier foco; uno de 200, para ahorrarles cualquier tipo de comentarios. Ahora, cada vez que nos miramos al espejo, vemos hasta lo que estamos pensando. Y ahí sí que nos reímos todos.

Solía

Mientras se depilaba y yo leía el diario, solía hacer comentarios del tipo “a mí me gustaría ser amiga de Marcelo Cohen”. Yo la miraba de reojo y me limitaba a contestarle con una indiferencia tal que hasta Marcelo Cohen hubiera querido llamarse Ernesto.

Yerba nueva

Lo estoy viendo yo pero podría verlo cualquiera: una mosca haciendo pie sobre el lomo de un caballo. ¿Se animaría alguien a discutirme que la muy osada intenta domarlo? No sería eso lo más extraño, reconozco. Lo raro es cómo se miran a los ojos y en un instante salen volando hasta perderlos de vista. Es cierto, el mate sabe muy diferente con la yerba nueva, sin embargo eso no explicaría que mis alpargatas estén leyendo un libro en braile ni que la cigarra cante negro spirituals con una voz que realmente mete miedo. En lo único que pienso ahora es si volverán. Mañana habrá sopa y no será lo mismo sin ellos.

Cara a cara a cara

Su cara se me aparece nítida en el disco “Pare”. Su cara no es su cara de verme sino su cara de mirarse en el espejo. Al minuto, tal vez menos, las bocinas se multiplican enviándome una clara señal de que no es correcto que la siga mirando como si fuera a desvestirla o a darle el beso de la muerte. A mí no me preocupa la espera; el problema es cuando en el mismo cartel de su cara aparece otra palabra. En sus labios, y con rojo furioso, leo: “Fuiste”.

Mi coma

Sería más romántico decir que desperté escuchando su voz. En realidad, ahora lo recuerdo con claridad: fue el ruido de la lluvia lo primero que escuché cuando volví del coma. Puedo ser más preciso aún; no se trataba de una lluvia real sino de la lluvia que provenía de la radio que mi padre había dejado al costado de la cama. Cuando reaccioné, ella gritó, lloró, volvió a gritar y finalmente se desplomó como si un francotirador le hubiera dado en la frente. Yo no entendía nada pero igual me sentía feliz, en medio de un cumpleaños en el que todos quisieran brindar por mí y salir en la foto. Como era de esperar, su sonrisa se borró inmediatamente cuando pregunté qué me había pasado. Incómoda, mirándose un rosario atado a su muñeca, sólo atinó a decir “un golpe, un simple golpe”. Y esta vez lloró de una forma que le desconocía.

Este corazón carnívoro que somos

Algunos ven la vida como si recorrieran el mundo en una bicicleta fija. Su hora es la de los relojes de pared y sus cuadros siempre están en el museo equivocado. ¿Qué tendrá de cierta esa teoría que asegura que los patos vuelan cuando quieren estar quietos? Nada de lo que se pueda aprender de estas u otras aves se acerca a las enseñanzas que se desprenden de la cinética del caracol. En su misterio a la vista está la clave: el humano es un acto fallido de la creación.

Bendita química

En el correo de lectores de The Guardian una mujer escribe que ya no sabe qué hacer con ese vecino loco que a toda hora lee la Biblia a los gritos y con la ventana abierta. Ella, devota con asistencia perfecta a misas de domingo, ha tomado una determinación de la que, cree, se va a arrepentir pero el Señor sabrá entenderla y por qué no, perdonarla. Irá al departamento del vecino desquiciado, le tocará el timbre, le pedirá que le convide una tacita de azúcar y, cuando se distraiga, le vaciará agua bendita en su vaso de whisky. Al otro día, de regreso de confesarse con el padre Peter, su vecino nuevamente está leyendo a viva voz pero ya no se trata de los textos bíblicos sino de los más encendidos relatos del Marqués de Sade. Extraña reacción química, piensa la desconcertada feligresa mientras apura el paso para llegar a su casa y tomarse su tranquilizante fernet con mirra. Sobre la mesa, el diario le trae la noticia de que otro cura pedófilo está tras las rejas. Gracias a Dios, siempre habrá una buena excusa para beber.