La chispa de mamá

Sabíamos que algún día le iba a pasar. Por terca, por orgullosa. Se lo decíamos y ella como si nada. Sobrevoló tantas veces y tan peligrosamente las hornallas con su larga melena sin atar que ese día no tardó en llegar. Fue un treinta de agosto; lo recuerdo como si fuera hoy. Cocinando como siempre, se acercó lo suficiente para que el fuego ganara su cabeza con una velocidad inusitada. Nosotros recién nos dimos cuenta cuando escuchamos a mamá gritar como loca y, aunque nos pedía ayuda, no esperó que le tiráramos agua o una toalla encima; salió corriendo a la calle y no hubo vecino, rápido o no de reflejos, que pudiera hacer algo por esa mujer consumiéndose a lo bonzo. Hoy no dudamos de que se salvó de milagro y ella no deja de decir a quien quiera oírla que está viva gracias a Santa Rosa de Lima. Con mis hermanas hicimos un pacto: ya no la dejamos ni acercarse a la cocina; la menor es quien se encarga de la comida y yo de prender el calefón y el calefactor. Mamá pareciera no estar molesta por nuestras decisiones; mientras peina durante horas la peluca roja, aprovecha para fumar a escondidas sus cigarrillos apagados. Uno tras otro.