Esa clase de hongos

Tuvieron muchos hijos, demasiados, sólo porque vivían a orillas del mar. Desde el vamos consideraron que esa cercanía sería la más propicia para la reproducción indiscriminada. ¿Quién en su sano juicio, argumentaban, podría sustraerse a la acompasada música de las olas, al rumor del viento cuando desova y especialmente a esa luna varada en la ventana? En clima tan inspirador concibieron a sus dieciocho versiones. No obstante, un día la cadena habría de cortarse abruptamente. Un tsunami soñado por el más pequeño de la casa los sorprendió en plena noche; a ella arriba, a él abajo, y a los chicos durmiendo o leyendo o jugando con los fantasmas de siempre. En cuestión de segundos, quedaron todos pendiendo del árbol más alto y antiguo de la costa. Y allí debieron continuar por años, camuflados entre ramas y aves cada vez más familiares. Vivieron de cazar pájaros, pescar mantarrayas y tortugas de agua, y, en no menor medida, de la caridad forzada de turistas desorientados. De a poco, los hijos se les fueron yendo: unos detrás de mujeres anzuelo, ellas detrás de capitanes de barco o marineros vírgenes y un puñado de la mano de la muerte misma. Ya solos y sin el hambre de entonces en el cuerpo, madre y padre se miraron a los ojos por primera vez. Un solo objetivo los llevó a bajar del árbol aquél: recoger esa clase de hongos con la que empezó todo.