Call center

Aquel cabaret mexicano era como cualquier película mexicana, un aullido de colores, un exceso de formas, luces, sonidos. Canciones pegadizas le salían al paso, románticas por demás como esas chicas gruesas, de bigotes a lo Frida y labios inflamables, que relojeaban detrás de una cortina sucia. Se quedó en la puerta, fumando para no hablar, viendo lo suficiente como para saber que el sexo no estaba ahí, que la noche prometía algo mejor que esas desalineadas julietas de utilería. Prometía, bendita Virgen de Guadalupe, esa chica del call center que amaba las novelas de Boris Vian y odiaba con fervor los boleros, toda esa pasión impostada. Ella valía mucho más que dos polvos y dos Jack Daniel's. Sin que él se diera cuenta, le escribió un nombre y un teléfono en el pasaporte. Al otro día, varado en el aeropuerto, la llamó y llamó sin resultado. Ella no contestó. Demasiado trabajo, pensó resignado.