El libro fantasma

La librería está ubicada en una esquina, frente al Obelisco. Todos los mesones están vacíos, pero en cada uno de ellos hay un listado con los libros que alguna vez ocuparon esos escaparates. No hay nadie que atienda, aunque al final de cada lista con los libros y sus precios, se puede observar en letra muy pequeña un número de teléfono escrito a mano. Basta llamar, confirmar que no estamos ante un chiste o una instalación para cruzar algunas palabras con el dueño y escucharle decir lo harto que está de que la gente lea tan poco y gaste más en supermercado, taxis, peluquería o electrodomésticos que en comprar un buen libro. Antes no era así, insiste, y recién entonces pregunta cuál es el título que me interesa. Sondeándolo un poco más, sabré que cada mañana abre su local muy temprano, hojea Clarín y luego de dejar cada lista en su correspondiente mesón se cruza al café de enfrente a leer alguno de sus preferidos, Marechal, Cortázar, algo de poesía o los clásicos griegos. Si suena su celular, se mostrará de buen talante, responderá las preguntas y, si hay trato, no dudará en convocar al cliente a su improvisada oficina para cerrar la operación. Tratándose de un lector, no dudará en ser él quien pague el café.


Persona más

Nunca me interesaron los diccionarios, pero aquí me ven, golpeando puerta por puerta ofreciendo el último, el mejor, el más completo. "Buen día, señora", "Buen día, señor", "¿Está tu mamá o tu papá?". Así día tras día, calle a calle, casa por casa. Por si lo pensaron, les digo que los peores clientes no son los analfabetos, ni los vecinos con perros malhumorados. Los peores, y por lejos, son las profesoras de Letras, esas que se conocen los diccionarios con sólo verles el lomo. Las mismas que, sin mediar pregunta alguna, comenzarán a hacer ostentación de su pericia gramatical y de su entrenado olfato para los infaltables errores de impresión. "¿A usted le parece bien que... bla bla bla? A lo que yo responderé con mi más expresiva cara de nada, mi mente en punto muerto y el prolijo gesto de guardar -sin decir palabra- el destartalado diccionario de muestra en mi no menos traqueteado maletín ambulante. La escena se repite unas cuantas veces por día, hasta que llega la noche y el único consuelo que me ofrendo es sentarme en un café a tomar una cerveza bien helada. Entre vaso y vaso ratifico que este es un mundo absurdo, donde nadie lee ni siquiera el diario pero un simple mozo puede ser quien te compre el único diccionario que vendiste en tres eternas semanas. Exactamente los 21 días que ella tardó en dejarme, cotejo con precisión mientras hojeo indiferente mi mercadería. A ella tampoco le importaban los diccionarios.



Ceferino en la pantalla

La primera película que recuerda la vio en un antiguo cine de pueblo, en Puerto Soledad. Aquel cine, como tantos otros, hoy es una iglesia evangélica, y aquel pueblo, también como tantos otros, podría compararse a ese tren oxidado que quedó anclado en una vía muerta y al que los niños ven como un bizarro parque de diversiones a la hora de la siesta. Volviendo a la película, tiene la certeza de que se trataba de una argentina, en blanco y negro. Según su madre, la memoriosa de la familia, se trataba de El milagro de Ceferino Namuncurá, dirigida por un tal Máximo Berrondo. Extrañamente, no puede recordar quién era el actor principal, pero contaba las penurias de Ceferino, el hijo de un cacique mapuche que al tiempo cayó en las redes del cristianismo. Era, o su memoria lo codificó así, una historia bucólica y triste. La imagen que más lo impactó del futuro santo pagano fue una en que un jovencísimo Ceferino, débil por una feroz tuberculosis, hace sonar una campana, mientras desfalleciente tose y escupe sangre. No recuerda mucho más, sólo que esa sensación de estar a oscuras entre un puñado de vecinos, compañeros de colegio y actores hablando desde una enorme pantalla, fue para él como haber estado una hora y media dentro de un cuento. Un cuento que, 30 años después, alguien contará por él, ya muy lejos de Puerto Soledad, el pueblo hundido en sí mismo.