La pereza

Yo también tengo esos días en que, como Bartleby, preferiría no hacerlo. Días en que quisiera quedarme mirando un punto fijo en la pared y no hacer nada más. No hay caso, maldita sea, de las pocas cosas que heredé de mi padre, puedo acreditar la insobornable vocación para el trabajo. Por suerte, y sin haber desoído el mandato paterno, me acaban de echar de la oficina; no viene al caso darles detalles, pero casi podría decir que me siento liberado. Calculo que ahora sí podré instalarme durante largas horas frente a la pantalla en blanco de mi computadora. Instalarme y no escribir nada. Imaginarme que en esa pantalla hay una puerta y que por esa puerta puedo escaparme hacia una isla solitaria. Pero, ¿y si la puerta se cierra? ¿Y si no puedo volver? ¿Y si la isla se hunde? ¿O si no se hunde y tengo que ponerme a construir una cabaña para sobrevivir; salir a buscar palos, agua, comida, abrigo? De sólo pensarlo me petrifico, me agoto como en una mañana cualquiera en la oficina. No quiero ninguna isla. Apago la computadora. El viaje me dejó exhausto y no sé si tendré fuerzas para llegar hasta mi cama. Debería estirar las sábanas, cocinarme algo y sacar a pasear al perro, pero la verdad, preferiría no hacerlo.



Proverbio africano

Ha muerto otro escritor. Como reza un proverbio africano, en algún lugar del planeta en estos momentos una biblioteca debe estar en llamas. De esas cenizas, de esas pequeñas e inmensas partículas de la muerte surgen bocetos de lo inabarcable. Para entrar en ellos se puede elegir tanto la noche como el día. Nunca las puertas. Nunca las llaves. Para salir, en cambio, basta con cerrar los ojos o el libro. Y recién entonces escribir, dejando sangre y esperma en el impulso. Escribir para callar las voces y los ecos. Los propios, los ajenos. O bien para embellecer el rostro del caos que nos mira con el hambre del tigre al que le han esquilmado todas sus manchas. Entrar o salir de las historias, no son más que opciones frente a un único objetivo: contarnos a nosotros para que otros se cuenten a sí mismos. Como cuando creíamos que el sol era toda la luz posible.


El sol más poderoso

Así de simple y definitivo: abuelita salió al jardín a cortar una rosa y la fulminó un rayo. Fue enterrada en ese mismo lugar donde ya nunca volvió a crecer el césped. Allí sólo quedó una silueta de ceniza que adopta los colores del día. Cada vez que se produce una tormenta eléctrica a abuelita le brillan los ojos, pero, claro, no podemos verla porque cuando salimos corriendo al patio ella ya se ha apagado y su sombra es el sol más poderoso que puedan imaginar. Tanto, que ya somos ocho los que quedamos ciegos por mirar su ausencia sin medir las consecuencias.